El
ex jefe de los grupos de tareas de la Armada y Prefectura en Bahía Blanca tiene dos hijos
desaparecidos. A fines de 1976 el capitán Oscar Alfredo Castro arengaba a
colimbas de Puerto Belgrano a participar de la “nueva gesta libertadora”
mientras sus hijos llevaban seis meses en cautiverio en Campo de Mayo. “Hicimos
un pacto” de no pedir explicaciones a otras fuerzas, se justificaba entonces.
“¿Podemos dejar a los muertos tranquilos?”, propone ahora desde su arresto
hogareño. Castro será juzgado en 2013.
Por Diego Martínez
El capitán habla de guerra. “Claro que hubo una
guerra”. El capitán condujo “eficazmente” la Fuerza de Tareas 2 “empeñada
diariamente en la guerra antisubversiva”, lo elogió el vicealmirante Luis María
Mendía a fines de 1976, mientras los hijos del capitán estaban secuestrados en
Campo de Mayo. Esa tarde, en la base de Puerto Belgrano, caracterizó al
enemigo: “Grupos siniestros, renegados sin Dios, sin Patria y sin
sentimientos”. Antes de tomarle juramento a 3500 conscriptos dijo que “la
Providencia” los había elegido para la “nueva gesta libertadora”, que debían
defender un estilo de vida “a cualquier costo y por todos los medios” y dejó
constancia de su “amor a la libertad dentro del marco de la familia”. Sus hijos
llevaban medio año con capucha y grilletes. “¿Qué estaban haciendo?”, apuntó a
las víctimas cuando supo del segundo secuestro. “No podemos pedir por el hijo
de nadie que esté en poder de otra fuerza. Hicimos un pacto”, se justificó. Treinta
y seis años después, detrás del muro que construyó antes de ser arrestado en su
casa de Gonnet y a meses de ser juzgado por delitos de lesa humanidad en Bahía
Blanca, el capitán reniega de la actual “dictadura” aunque admite estar “feliz
y contento”. En su living hay cuadros de Jesús crucificado y de la virgen María
pero nada recuerda a sus hijos desaparecidos. “Ya pasó, terminemos –propone–.
¿Podemos dejar a los muertos tranquilos?”
La caída
El
primer secuestro de los hermanos Castro fue el 22 de mayo de 1976 en su casa de
Ciudad Jardín. Alfredo, de 21 años, estudiaba derecho en la UBA y había
militado en la Juventud Universitaria Peronista. Luis, de 18 (foto), estudiaba en la
Escuela Técnica 12 de San Martín, militaba en la JP de Caseros y había sido
detenido en 1975. Su padre, Oscar Alfredo Castro, capitán de navío a cargo de
los grupos de tareas de la Armada y Prefectura en Bahía Blanca, se había
alejado de la familia ocho años antes, cuando el menor de sus cuatro hijos
tenía cuatro meses. Desde 1972 dejó de nombrarlos hasta en los censos del
personal superior de las Fuerzas Armadas.
Los
soldados del Ejército, varios con peluca, se llevaron primero a Luis. Alfredo (foto) alertó al tío materno, coronel Ezequiel Montero, quien sugirió que se trataba
de “un tema de polleras”. La patota volvió y se llevó a un amigo de Luis que
vivía en la casa. El tío prometió estar a las ocho. “Te cuelgo que vuelven”, dijo
Alfredo antes de que lo cargaran a un Fairlane colorado. Esa noche fueron
secuestrados Fernando Barro y los hermanos Andrés y Daniel Barciocco con sus
padres. Los Barciocco eran compañeros de Luis en el grupo scout de la parroquia San Francisco de Asís de Villa Bosch, que entre 1976 y 1977 sumó 18 desaparecidos.
La
madre de los Castro, testigo del secuestro, centró las primeras esperanzas en
su hermano, militar retirado pero en servicio en inteligencia de Ejército. “Quelito”
la acompañó a hacer la denuncia y desapareció de escena (La caída de los
sobrinos fue en la misma época en que el coronel analizaba la posibilidad de
adoptar a una niña rubia enviada de un hospital militar de Córdoba, los pagos
de su familia política, los Guillamondegui, también militares.)
La
única gestión conocida de Castro por sus hijos tuvo como destinatario al cura
Mario Bertone, referente del grupo scout, con quien se formaron y construyeron la
parroquia (foto), donde hoy se los recuerda desde un mural. Castro buscó a Bertone en
su casa de Villa Bosch. “Casi tiran la puerta abajo”, recuerda la viuda del ex sacerdote,
que dejó los hábitos para casarse. “Mis hijos desaparecieron por tu culpa y lo vas
a pagar caro”, gritó el capitán. “Estaba con dos o tres hombres, pensé que nos
llevaban”, confiesa la mujer. “Tenía un odio terrible con Mario, que lo conocía
de la pastoral de familia de Palomar –explica--. Después nos rajamos, sabemos
que nos estuvieron buscando”.
En
noviembre alguien llamó a la casa de los hermanos y dijo que no podía identificarse.
La madre exigió que le hablaran de frente, el diálogo terminó a los gritos y
siguió días después:
–Necesito
saber cómo va a encauzarlos –la indagó el secuestrador. Queremos dárselos al
padre y (los hermanos) no quieren. Queremos dárselos a su hermano (el coronel
Montero) y no quieren. No quieren salir de aquí si no van con usted.
–Son
muy buenos hijos, buena o mala son mi obra –se enorgulleció la mujer. He sido
padre y madre así que pienso seguir siéndolo. Si pretenden más… imposible.
“A cualquier
costo”
Mientras
la madre luchaba por sus hijos, el padre arengaba a 3500 colimbas en el cierre
del “año naval”. El 26 de noviembre, en el estadio de Puerto Belgrano, el
vicealmirante Mendía elogió “el celo” de la infantería por “haber soportado el
mayor peso de las actividades antisubversivas”. Castro, que ese día festejó el primer año de los mellizos que tuvo con
su segunda esposa, advirtió a los conscriptos que “la Nación, sus
instituciones, sus hombres y mujeres, está nuevamente en peligro”. “Renegados
sin Dios, sin Patria y sin sentimientos pretenden destruirlos y reemplazar
aquellos principios sagrados que dieran razón de ser a nuestra comunidad por
bastardos argumentos, ajenos al sentimiento nacional”, dijo, rodeado por la
plana mayor de la Armada y por el general Adel Vilas.
“Deben estar listos a reafirmar con su sacrificio la
voluntad nacional de mantener a cualquier costo aquellos principios que desde
siempre informaron a la República”, leyó. “La Providencia los ha elegido” para
“apuntalar los conceptos primigenios de la argentinidad: nuestra profunda fe en
Dios, nuestra vocación de soberanía e independencia, nuestro acatamiento al
orden jurídico del Estado, nuestro amor a la libertad dentro del marco de la
familia y de los límites que nos fija el bien común de la sociedad, y nuestra
irrevocable decisión de impedir a cualquier costo y por todos los medios que
nadie nos imponga otro estilo de vida”.
Cuando “pronunciéis el ‘si juro’ quedáis (sic)
formalmente enrolados en esta nueva gesta libertadora a la que todos los
argentinos de bien ya se han incorporado espiritualmente”, lo citó La Nueva
Provincia. El capitán no sólo se había incorporado espiritualmente. El mismo
día, en su legajo, Mendía apuntó que Castro “conduce eficazmente el planeamiento, la
organización y ejecución de las acciones a desarrollar por su Fuerza de Tareas,
empeñada diariamente en la guerra antisubversiva”. Lo conocía de destinos
anteriores pero lo calificaba “exclusivamente” como “comandante en acción de
combate”, aclaró.
El vecino
Verplaetsen
A
700 kilómetros, la madre de sus hijos golpeaba puertas. El 21 de diciembre la
voz sin nombre le informó que los liberaría. Los largaron el 23. “Tenían la
barba larga, sucios, un olor acre. Estaban con la misma ropa. Luis flaco,
Alfredo gordo, había pasado meses en una celda donde apenas entraba acostado y
sólo comía pan. Se había tenido que romper los pantalones, le habían engordado
las piernas”, recuerda su novia Marita, que prefiere ser citada como la llamaba
la familia. Del cautiverio dijeron poco: que estuvieron vendados, encapuchados
y atados, custodiados por perros y gendarmes; que los torturaron con picana, que
estuvieron en un galpón con muchos secuestrados, algunos desde el año anterior,
y que en octubre Alfredo fue aislado en una celda.
Luis
contó que conversaba, encapuchado, con alguien que su madre asoció con la voz
sin nombre: el coronel Fernando Verplaetesen (foto), su vecino en Ciudad Jardín y jefe
de inteligencia del Comando de Institutos Militares. La mujer de Verplaetsen,
maestra de la Escuela 28, le rogaba que no lastimaran a Luis, a quien recordaba
con cariño porque lo había visto cuidar a su hermano menor, Danielito. La mujer
había visto cómo Luis llevaba y traía de la guardería al niño abandonado por su
padre a los cuatro meses, y que a los dos años moriría ahogado en la pileta de
la casa.
Cuando
supo de la liberación, el capitán Castro, que ya tenía siete hijos, se reunió
con los dos mayores y les aconsejó irse del país. “Tenés que convencerlo”, le
pidió a la novia de Alfredo. “Pensar que he visto morir compañeros y vengo de
Puerto Belgrano”, murmuraba indignado por el destino de esos pibes que a fin de
cuentas eran sus hijos. Salir de la Argentina no figuraba entre las
alternativas que barajaban Alfredo y Luis. Ambos se sabían controlados, incluso
en la Noche Buena posterior a la liberación una pareja en un Falcon se instaló
frente a la casa toda la noche, a la espera de algún contacto que nunca llegó.
En
el verano de 1977, mientras el capitán asumía como subdirector de la Escuela de
Guerra Naval, a metros de la ESMA, Luis empezó a repartir cosméticos con el
Citröen de su madre y consiguió autorización para hacer sexto año libre.
Alfredo pudo empezar a caminar despacio, consiguió trabajo, retomó Derecho,
compró colchón y heladera para casarse, aunque insistía en que no podía
alejarse de su madre. Pero el 30 de junio de 1977 le dio la razón a Marita: no
podían vivir aterrados, iban a casarse y a radicarse en el interior. Esa misma
noche se lo llevaron para siempre, junto a su hermano.
El
hombre alto, de tez blanca y ojos claros que llevaba la batuta no hizo
preguntas. Apenas ordenó revisar la biblioteca y el Citröen.
-¿Qué
es esto? –indagó al ver balas en una repisa.
-De
mi ex marido, capitán de navío.
El
militar no se inmutó ante un dato que conocía y ordenó a los hermanos que se
vistieran. “Vamos a hacer un memo a la comisaría de Caseros”, mintió. Alfredo y
Luis se despidieron de su madre con un beso. Caminaron 50 metros y los cargaron
en una camioneta.
Esas manos,
capitán
Descartada
la ayuda del hermano coronel, la madre, que ese año marcharía en Plaza de Mayo,
fue en busca de la voz sin nombre que interrogaba a Luis.
-¿Cómo
no me vino a ver antes? –preguntó Verplaetsen, que vivía a 150 metros.
-En
la escuela no me enseñaron qué hacer cuando nos secuestran un hijo –le explicó.
El
jefe de inteligencia de Campo de Mayo le dijo que desconocía los operativos de
la noche anterior, sugirió que “gente de Palomar” (léase base de la Fuerza
Aérea) había “entrado sin autorización” a su jurisdicción y le recomendó volver
días después. Cuando Esther fue al Colegio Militar, le dijeron que “seguro
fueron los terroristas”.
--Mire
señor: las manos de los que vinieron a buscar a mis hijos son las mismas manos
del que vivió conmigo doce años. Esas manos no las tienen los terroristas, las
tienen los que están en un escritorio con tintorería y peluquería al lado --describió
a Castro.
Al
día siguiente Verplaetsen le pidió que no volviera. Le dijo que sus hijos
estaban “metidos en problemas” y que debería esperarlos “muchos años”.
Cuando
supo del segundo secuestro, el capitán puso la lupa sobre sus hijos: “¿Qué
estaban haciendo?”, preguntó. “Si no los tiene la Marina no puedo hacer nada --le
explicó a Marita--. No podemos pedir por el hijo de nadie que esté en poder de
otra fuerza. Hicimos un pacto y tenemos que cumplirlo”.
-¿Para
qué pueden tener tanto tiempo a la gente detenida? ¿Les lavarán el cerebro? –le
preguntó la novia de Alfredo.
-No,
eso sale muy caro –le explicó el capitán.
* * *
ENTREVISTA AL CAPITÁN OSCAR CASTRO
“Tengo que suponer que no están vivos”
El marino asegura que a sus hijos “los trataron muy bien” en
cautiverio y lamenta que “no supieron escuchar”. “Nunca pude llegar a ninguna
conclusión” sobre las desapariciones, asegura, y dice estar “preso de esta
dictadura”.
Por D.M.
Oscar Alfredo Castro cumple arresto domiciliario desde 2009.
Vive a cuatro cuadras del Batallón de Comunicaciones de City Bell, en una casa
de dos pisos, detrás de un paredón de dos metros de alto con carteles de una
empresa de seguridad que lo protege.
--Castro no está –responde una mujer por el portero.
--Está
arrestado.
--No está disponible.
--Dígale
que quiero hablar de la dictadura.
A los dos minutos un hombre pálido se asoma por sobre el
muro.
--¿Qué busca?
Castro abre la
puerta, no da la mano. Su hija del segundo matrimonio mira un instante y
desaparece. La casa tiene un jardín, el pasto cortado, olor a tierra mojada, voces
de pájaros. El capitán invita a pasar a un living oscuro. En las paredes hay cuadros
de la virgen María. Sobre el hogar, una bayoneta y un sable cruzado.
La advertencia de haber leído procesamiento y descargo no
surte efecto. Castro
se larga a hablar con el único fin de defenderse. Massera iba a Puerto Belgrano
por las noches y se reunía en un buque con grupos al margen de la estructura
formal de la Armada, dice. La Fuerza de Apoyo Anfibio y la Fuerza de Tareas 2 a
su cargo no entraron en operaciones, pretende. La interpretación está refutada
en su procesamiento pero Castro insiste.
--En 1975
Massera decía que la Armada estaba en guerra de modo más silencioso que el
Ejército. Los Massot los elogiaban desde La Nueva Provincia. ¿En qué consistía
la guerra ese año?
Castro evade la pregunta y se detiene en el
diario bahiense.
--¿Conoció
a esa mujer? –pregunta, en referencia a Diana Julio de Massot (foto), directora de La
Nueva Provincia hasta su muerte–. Esa mujer venía a Puerto Belgrano a incitar a
Mendía a tomar el poder, a embalarlo. En una de las últimas alocuciones de
Isabel Perón puso en su canal un cartel para decir que no entrarían en cadena
nacional –sonríe.
--¿Usted hablaba
con ella?
--No,
hablaba directo con Mendía. Usaba palabras fuertes… “falta de hombría”.
--“Cagones”. Lo mismo le decía su hijo Federico Massot a
Scilingo: “son cagones porque no se animan a fusilar”. Lo dice hoy su hijo
Vicente Massot: que se cansó “de defender cagones”.
Castro asiente con la cabeza. Ante la mención
a los asesinatos de Enrique Heinrich y Miguel Angel Loyola, delegados del
diario bahiense, dice no tener idea. Pregunta si eran periodistas, escucha el relato
de los secuestros, la aparición de los cadáveres, la noticia en veinte líneas y
el detalle de que a Loyola lo esperaron siete horas en la casa.
--Lo
lógico es que hubiera sido el Ejército –sugiere.
El
método no le genera dudas.
Castro
vuelve una y otra vez al rol de víctima:
--Arman
un rompecabezas y dicen ‘si estuvo acá es autor mediato’, no buscan a los
verdaderos culpables.
--¿Quiénes
serían?
--No
lo sé. El Servicio de Inteligencia Naval. Seguro colaboraron voluntarios,
civiles, como en la ESMA –agrega, nervioso si se toma nota.
De
pronto cambia de rol:
--Salvé
gente. Después del Operativo Dorrego dos sobrinos de monseñor Plaza fueron
presos. Conseguí demostrar que eran izquierdistas pero no activistas.
--¿Ante quién?
--Ante
inteligencia de Ejército.
Castro dice haber “salvado” a un pariente
detenido por “un atentado al Sheraton”. “Ahí empieza mi calvario. Se me
relacionó con la posición contraria”, cuida las palabras. Para explicar “el
clima de la época” cuenta que dos marinos amigos fueron asesinados.
--Se
juzga de un solo lado –reniega.
--¿A quién
quiere juzgar? Juzgaron a miles, los desaparecieron, usted lo sabe mejor que
nadie.
El
capitán no acusa recibo.
--Fracassi (comandante
de Infantería de Marina) declaró que el centro de detención de Baterías dependía
de la Fuerza de Tareas 2, a su cargo.
--Me
acusa para sacarse el poncho de encima.
--Usted elogió a
los capitanes Fermín Areta y Ricardo Araujo por su eficacia en la “lucha contra
la subversión”.
--Fue
para hacerles un favor… Igual hizo Mendía conmigo.
--Acosta o Astiz
tratan de justificar sus crímenes hablando de guerra, usted ni siquiera…
--Claro
que hubo una guerra (levanta la voz). Recibimos la orden de combatir a la
subversión pero no me tocó participar, no cometí delitos, no di órdenes
ilegales. El infante o el aviador no tienen capacitación para ir a buscar a
gente encubierta.
--Los vuelos
están probados, los aviadores participaron.
--El
99 por ciento no sabíamos.
--Scilingo dijo
que por los vuelos rotaron hasta invitados especiales.
--Bueno,
el 90 por ciento no sabíamos –concede puntos y vuelve a la versión de Massera
actuando a escondidas–. Massera seleccionó a quienes tenían alma de torturadores.
--En uno de los
vuelos de Scilingo iba un cabo de Prefectura que se descompuso cuando se dio
cuenta que iban a tirar personas al mar. No estaba seleccionado.
--En
ese nivel puede ser, en el mío no.
Pasó
una hora y el capitán no se mueve del rol de víctima.
--Llama la
atención que no mencione a sus hijos.
Castro mira en silencio.
--Alfredo y Luis.
Deja pasar unos segundos.
--No
quise usar eso en mi defensa –dice, firme en el centro del universo.
--¿Hizo algo por
sus hijos?
--Hice
todo lo posible, con mi hermano. Hice una búsqueda grande en la zona, hablé con
autoridades, empezando por Fracassi y Mendía. Me contactaron con quien manejaba
el tema acá (luego dirá Oscar Montes, comandante de la F.T.3), que me contactó
con Ejército y Fuerza Aérea. En todos lados encontré una pared. Buscamos en los
niveles más bajos, nos metimos en cuarteles, ahí quedó.
Castro
menciona tres caídas. La primera es la detención de Luis en 1975. De la segunda
“conseguí que los liberaran”, dice.
--¿Cómo lo
consiguió?
--Yo
garantizaba… (arranca y se frena). Estuvieron dos o tres meses (minimiza siete
meses de cautiverio) y los devolvieron. Alguna influencia debo haber tenido.
--¿Dónde
estuvieron secuestrados?
--Nunca
pudimos saberlo. Pudo haber sido la policía, no tuve ninguna información.
--¿No le
contaron después de liberados? ¿De qué hablaron?
--Traté
de convencerlos de que se dejaran de jorobar. Ellos decían que sólo
participaban en actos. Si estaban fichados lo mejor era que se fueran.
--¿Cómo estaban
físicamente?
--Bien,
los trataron muy bien, no tenían ninguna marca.
--¿Dónde los vio
la última vez?
--No
recuerdo, nos veíamos en muchos lados. Venían a visitarme a la Escuela de
Guerra Naval hasta que de golpe volvieron a buscarlos. Hicimos gestiones pero
nunca más aparecieron. No supieron escuchar. Pienso que estaban convencidos de
que no habían cometido delitos.
--¿Ese era el
criterio para desaparecer? ¿Haber cometido delitos?
Castro no responde.
--¿Así que
estaban bien?
--Muy
bien, me llamó la atención, suponía que podían haberlos apretado. Estaban muy muy
bien, les habían dado de comer. No podían detectar dónde habían estado pero sé
que los interrogaban muchas horas al día.
--¿Sobre qué?
--Sobre
el grupo al que pertenecían.
--¿Qué grupo?
--Supongo
que a Montoneros, al menos el acto por el que los detuvieron en 1975 estaba
vinculado a Montoneros.
--La mayoría de
los pibes secuestrados en esos días habían pasado por el grupo scout de Villa
Bosch, del cura Mario Bertone.
--Ni
idea. Me fui de Palomar antes de 1970, no conocí a ese Bertone.
--¿No fue a ver
Bertone a la casa después del primer secuestro?
--No
(niega sin convicción, nervioso de que le recuerden el dato). Nunca pude llegar
a ninguna conclusión (dice sobre la desaparición de sus hijos, a quienes no
llama “mis hijos” ni menciona por sus nombres). Por su formación no creo que fueran
capaces de cometer delitos pero yo no los estaba cuidando en ese momento.
--¿Le
confirmaron que los mataron?
--No
sé si los mataron. Es lógico (que no le hayan avisado), para evitar la
venganza. Tengo que suponer que no están vivos, pero he asumido el tema y no lo
voy a usar en mi defensa.
--¿Habló con
Verplaetsen?
--Para
nada. Lo conocí hace pocos años, somos de la misma promoción, pero no hablamos
del tema. Tal vez habló alguien de mi familia, no yo. Ni con mis compañeros de
promoción lo hablé. Nos respetamos a fondo.
--¿Qué tiene que
ver no hablar de los hijos desaparecidos con respetarse?
--Me
duele que se toque el tema. La Argentina se está derrumbando. Yo estoy feliz y
contento pero sufro por mis hijos y nietos.
El cronista se pone de pie y Castro vuelve a
sus viejos buenos tiempos en Punta Alta:
--Fue
como vivir en un country, los mellizos nacieron en noviembre de 1975, saque
cuentas. Puerto Belgrano fue un paraíso –explica y recuerda que tres veces por
semana, mientras sus hijos estaban desaparecidos, cenaba con su nueva esposa en
una parrilla de Ingeniero White.
En el hall de entrada hay una pintura de
Jesucristo crucificado. Al lado de la puerta, fotos de Castro con Juan Pablo
II.
Señala una foto de su última mujer: “Ella
murió por todo lo que nos están haciendo, los tres años como preso de esta
dictadura”.
--Dictadura fue
la que mató a sus hijos. ¿Tiene fotos de Alfredo y Luis?
La observación
le molesta, murmura palabras incomprensibles.
--Ya
pasó, terminemos. ¿Por qué no dejamos a los muertos tranquilos?
* * *
(La nota que sigue no se publicó en Página12 por falta de espacio. DM)
LA
CARRERA DE CASTRO
De la tiranía de Stroessner a la democracia de Videla
El
capitán Oscar Alfredo Castro ocupó en 1976 el tercer nivel de la Armada: Emilio
Massera era el comandante en jefe, Luis María Mendía el comandante de
Operaciones Navales y debajo estaban los jefes de fuerzas de tareas. La F.T.3
de la que dependía la ESMA estuvo a cargo de Oscar Montes y Manuel García
Tallada, ambos condenados. De la F.T.2 de Castro dependían los grupos de tareas
de la Armada y Prefectura que actuaban en Bahía Blanca y Punta Alta.
Castro
nació en 1930 en una “familia de acendrada vocación democrática y elevada
formación moral”, escribió. La vocación naval surgió el 4 de junio de 1943
cuando la ESMA enfrentó a los soldados del general Rawson que avanzaban desde
Campo de Mayo y la Marina de Guerra alojó en un buque al depuesto presidente
Castillo. El joven Castro, hijo de un juez de paz, ingresó a la Escuela Naval
en febrero de 1946, cuando Perón fue electo presidente, y egresó como
guardiamarina a fines de 1950.
Al
resumir su trayectoria Castro no menciona el golpe del ‘55. Enfatiza su vocación
democrática y su paso por Casa Rosada como edecán en el Ministerio de Defensa.
Cuenta que fue testigo de negociaciones con Azules y Colorados, que adhirió a
un levantamiento contra el “proyecto totalitario” y pagó con prisión sus
“convicciones éticas e ideológicas”. Egresar de la Escuela de Guerra Naval con
medalla de oro le permitió acceder a un postgrado. Su paso por la Universidad
Católica Argentina le da pie para mencionar a su segunda esposa: juntos estudiaron
ciencia política. Su primera esposa y los cuatro hijos, igual que los
desaparecidos por la F.T.2, no figuran en la historia que cuenta el capitán,
que en 1972 dejó de mencionarlos hasta en los censos de personal superior de
las Fuerzas Armadas.
Con
un trabajo sobre “Libertades individuales” terminó el postgrado y partió en
misión naval rumbo al Paraguay de Stroessner. Cuando supo de “oficiales del
Cuerpo de Defensa Fluvial que ajusticiaban a quienes después aparecían como
‘muertos en enfrentamientos con las fuerzas leales’” pidió el relevo. Quería
huir de “la tiranía de Stroessner” y no ser “partícipe de las tropelías del
régimen”, escribió. En 1973 fue jefe del Batallón de Infantería de Marina 3 en
Río Santiago, estrechó lazos con el vicealmirante Luis María Mendía, que
dirigía la Escuela Naval, y al frente del Centro de Incorporación y Formación
de Infantería de Marina aprendió a lidiar con guerrilleros que le infiltraban colimbas.
Lo
peor de 1973 no fue para el capitán la vuelta del peronismo: la CNU ametralló
La Chiquita, su chalet en City Bell. Por su relación con monseñor Antonio
Plaza, que lo condecoró con la “Cruz del Santo Madero”, había conocido al
asesor jurídico del arzobispado platense, Ernesto Rodríguez Rossi, quien
“pretendió seducirme para integrar la CNU”. Cuando Castro le dijo que eran tan
totalitarios como el ERP o Montoneros, el hombre gritó que eran “la mejor
barrera contra los subversivos”. Lo retó a duelo y le exigió que nombrara
padrinos. El capitán lo ignoró y pidió a las Fuerzas Armadas que juzgaran al
padrino de Rodríguez Rossi, general Eduardo Labanca, que fue condenado por
falta de honor. Así llegó la metralla.
En
1974 fue destinado a la subsecretaría de planeamiento en Defensa y en 1975
llegó a Puerto Belgrano, al Comando de Operaciones Navales a cargo de Mendía.
Fue en la base de Punta Alta, “el paraíso” según Castro, donde participó “con
acertado criterio” en la planificación del Placintara, según lo calificó el
contralmirante Horacio González Llanos, y donde en 1976 le tocó actuar como
“comandante en acción de combate” de la “guerra antisubversiva”.
La
desaparición de dos hijos no afectó las ambiciones de Castro: en 1978 se propuso para asumir como segundo comandante de Infantería.
El contralmirante Wulff de la Fuente lo respaldó y resaltó su actuación en 1976,
cuando “la Armada volvió su prioridad en el marco interno”. El fin de su carrera
no fue por deslealtad con la dictadura sino por “situación anormal de familia”,
apuntó González Llanos para frenar su
ascenso. Su último destino fue el directorio de ATC. Su gestión difundió la
serie de cortos “Erase una vez el hombre”, cuestionada por la iglesia (La
Nación 6.11.80), criticada por exponer “el evolucionismo materialista en su
forma más burda” (El Economista 31.10.80) y que Videla ordenó levantar. El año
pasado el capitán repudió la decisión del dictador como ejemplo de “intolerancia,
inquisición y sectarismo”.
* * *
Luis Castro (sentado, pullover
a rayas) y compañeros del grupo scout de la parroquia San Francisco de Asís de Villa Bosch. También
fueron desaparecidos por el terrorismo de Estado los hermanos Andrés y Daniel
Barciocco (a la derecha y a la izquierda de Luis respectivamente), Carlos
Rescigno (parado, primero desde la izquierda), Roberto Buchelini (sentado,
segundo desde la derecha, con los dedos en V), Miguel Angel Biglia (parado,
tercero desde la derecha, rubio), Fernando Barro (a la derecha de Biglia, con
anteojos) y Augusto Lenzi (a la izquierda de Biglia).
Alfredo Castro (arrodillado, a la izquierda) en 1972.
Grupo de 5º año del colegio “EMAUS”, de los
Padres de los Sagrados Corazones, en El Palomar. Alfredo está en la fila de
abajo, es el tercero comenzando desde la izquierda. Las dos fotos son gentileza
de su compañero José María Avila.