sábado, 15 de julio de 2006

Detuvieron al interrogador de La Escuelita

Página/12

La Justicia de Bahía Blanca ordenó la detención del suboficial Santiago Cruciani, torturador del campo de concentración del Cuerpo V de Ejército. Su historia y los testimonios de sus víctimas.

Por Diego Martínez
“¡Dale de nuevo, Laucha!”, ordenaba con voz ronca al pie de la mesa de torturas. El Laucha apoyaba la picana sobre cuerpos desnudos, vendados, atados de pies y manos, que se arqueaban por el paso de la corriente. El recuerdo pertenece a Oscar Meilán, ex detenido-desaparecido del campo de concentración del Cuerpo V. La voz, a “el Tío” o “mayor Mario Mancini”, alias e identidad de encubrimiento del suboficial de inteligencia Santiago Cruciani, principal interrogador de La Escuelita de Bahía Blanca, detenido el sábado por orden del juez federal Alcindo Alvarez Canale y alojado desde el lunes en un calabozo de la Policía Federal bahiense.


Su voz retumba en la memoria de los sobrevivientes. “Tenía una risa sarcástica y hacía gala de un gran manejo político”, recuerda Oscar Bermúdez. Su trabajo en Bahía comenzó un año del golpe, cuando llegó al Destacamento de Inteligencia 181 y se vinculó con matones sindicales y militantes de la Concentración Nacionalista Universitaria. Los últimos dos meses de 1975 participó del Operativo Independencia, en Tucumán, y ya en los días previos al golpe interrogó bajo tortura a los primeros secuestrados de la ciudad. Pero lo suyo no se limitó al cuartel: también recibió en su oficina a familiares de desaparecidos, con los cuales mantuvo contacto epistolar cuando lo trasladaron a la Agregaduría Miliar en Lima, a fines de 1977.

Hombre de convicciones religiosas, no dudó en acercarse a la parroquia Nuestra Señora del Carmen, donde oficiaba misa el sacerdote Néstor Hugo Navarro, actual obispo de Alto Valle, considerado por algunos sobrevivientes “el pastor que nos contuvo, la única voz de la Iglesia en Bahía Blanca”. Ante la justicia Navarro declaró que en junio de 1976 el falso Mancini “se presentó como suboficial del Ejército en el colegio La Inmaculada”. Trataron temas “de neto corte pastoral y espiritual”, incluso “se mostraba partidario sobre todo aspecto renovador de la Iglesia”. Con los meses el tema cambió: el sacerdote consultaba al torturador sobre “personas desaparecidas de mi conocimiento”. Le confesó que a Carlos Rivera lo tenía el Ejército (que días después lo fusiló en un tiroteo fraguado), que al desaparecido Horacio Russín “lo tiene la Armada”, y le anticipó la liberación de Diana Diez, secuestrada por la Marina, una semana antes de que se concretara.

El actual diácono de la parroquia, Alberto Migliorici, quien compartió un grupo pastoral con el torturador, recuerda el caso de Elizabeth Frers, militante católica formada en el centro pastoral La Pequeña Obra y en la Juventud Universitaria Católica, vista en La Escuelita y ejecutada en La Plata: “Estaba fascinado. Decía que era la síntesis perfecta entre catolicismo y marxismo. Un día dijo ‘vamos a tratar de sacarla a flote’. Después dejó de nombrarla”. Consultado sobre los enfrentamientos fraguados, Cruciani “daba a entender que al Ejército no le interesaba mostrar grandes carnicerías sino pequeños enfrentamientos. Usaba el término ‘noticia falopa’, es decir información para justificar lo que hacían”.

El 31 de mayo de 2000, en el marco del Juicio por la Verdad, la Cámara Federal bahiense se trasladó a Mendoza para escucharlo. La acompañaron ex detenidos-desaparecidos que conocían su voz pero no su rostro. Encontraron a un hombre alto, calvo, pelo blanco, anteojos, bigote, cejas gruesas, jean y campera verde. “Se hacía el viejito decrépito, disfrazado de abuelito, no lo podía creer -recuerda la sobreviviente Patricia Chabat-. Sentí asco, ganas de preguntarle ¿dónde están los demás?, pero sólo atiné a gritar ‘Tío, Tío’, lo único que me salía”.

Cruciani dio sus datos personales y dijo “no voy a seguir declarando”. Los jueces le informaron que lo consideraban “uno de los ejecutores con mayor intervención en los interrogatorios” y ordenaron su arresto, domiciliario por su salud, hasta que se dignara a hablar. Su esposa Yolanda Pozzi denunció al tribunal bahiense por “privación ilegal de la libertad y torturas” (sic). Estuvo 36 días detenido hasta que la Corte Suprema ordenó a la Cámara Federal bahiense que remitiera el expediente a Casacion Penal, que paralizó el juicio y ordenó liberarlo. Tras un escrache de HIJOS Mendoza se mudó a San Juan, pago de los Pozzi, y luego a Mar del Plata, donde vive una de sus hijas. Hasta el sábado estuvo escondido en una casa del barrio “2 de Abril”.

lunes, 10 de julio de 2006

La Cueva de los Leones



Página/12

Hace treinta años fueron secuestrados, torturados y acribillados a balazos dos delegados gremiales del diario La Nueva Provincia de Bahía Blanca. La directora los había acusado de integrar un “soviet” infiltrado en la empresa. El diario minimizó la noticia y nunca más recordó el caso.

Por Diego Martínez
Tres meses después del golpe de Estado, mientras La Escuelita se poblaba de secuestrados y el Cuerpo V se cobraba sus primeras víctimas en tiroteos fraguados, un grupo de desconocidos vestidos de civil pero que se movilizaban en vehículos militares secuestró en sus hogares a Enrique Heinrich y Miguel Angel Loyola, obreros gráficos de La Nueva Provincia e integrantes del Sindicato de Artes Gráficas de Bahía Blanca. Durante los años previos ambos habían encabezado las reivindicaciones laborales de los trabajadores de la empresa. El diario dirigido por Diana Julio de Massot no denunció los secuestros, informó en veinte líneas la aparición de los cadáveres y nunca más recordó el caso. Cuando dos periodistas locales consultaron sobre esos asesinatos al responsable de los grupos operativos del Ejército, el general Adel Vilas fue contundente: “hay empresas que prefieren matar a sus empleados antes que indemnizarlos”. El arzobispo Jorge Mayer prefirió criminalizar a las víctimas para negarles su ayuda cristiana y la justicia archivó la causa sin investigar.


Heinrich era maquinista en la rotativa y secretario general del sindicato. Loyola, esterotipista y tesorero. La primera tarea juntos fue a fines de 1971: como delegados del taller reafiliaron a varios compañeros expulsados cinco años antes. No era un contexto fácil. El 25 de mayo de 1973, ante el retorno de “un sistema que la ciencia política llama democracia” (LNP 25-5-73), la nieta del fundador dejó en claro que en su empresa el régimen castrense continuaba: Héctor Morelli, obrero de la rotativa, peronista acérrimo y tío de Heinrich, fue despedido por marchar frente al diario para festejar el triunfo de Cámpora.

A fines de 1973 los quites de colaboración en demanda de aumentos salariales demoraron la salida del diario, que se publicó con menos páginas de las habituales. El primer día de 1974 el acatamiento masivo a un paro desató la ira de la patrona, que como respuesta envió cuarenta telegramas de despido compulsivo y sin indemnización. Pero por orden del ministerio de Trabajo debió reintegrarlos.

A mediados de 1975 los seis gremios que representaban a los trabajadores del multimedio (incluía también radio y canal de televisión) resolvieron en asamblea un paro por tiempo indeterminado. La medida “rompe el intento de diálogo”, explicó el asistente de dirección Federico Massot (ya fallecido) al delegado de Trabajo. En medio de referencias a Heinrich y Loyola, Massot destacó “fines políticos inconfesos” que ocasionan “un grave daño a la Nación”. Los gráficos exigían a la empresa (no a la Nación) la aplicación de un franco cada cuatro días, como establecía el convenio de trabajo. La medida tuvo alta adhesión, no hubo diario durante tres semanas y la empresa debió cumplir el convenio. En esos días el armador Manuel Molina, vocal del sindicato, fue baleado al llegar a su casa desde un Ami 8 gris que usaba el personal de seguridad del diario.

El día que La Nueva Provincia reapareció, la directora denunció la “labor disociadora” de los delegados, “cuyos fueros parecieran hacerles creer, temerariamente, que constituyen una nueva raza invulnerable de por vida” (LNP 1-9-75). Sugirió que pretendían intervenir el diario para “cooperativizarlo o crear alguna otra forma de autogestión sovietizante”, los equiparó con “la infiltración más radicalizada del movimiento obrero argentino” y anunció que “esta empresa también conoce el ‘soviet’ que aún usufructúa y aprovecha dentro de nuestra propia casa el desorden generado por un estado en descomposición”. Después condicionó el ingreso de los obreros a la firma de un acta por la cual se comprometían a colaborar y en caso de incumplimiento aceptaban ser despedidos sin indemnización. Los treinta que se negaron fueron suspendidos por cinco días.

La muerte embanderada
Al anochecer del 24 de marzo de 1976 Diana Julio y un veinteañero Vicente Massot desfilaron eufóricos con una bandera argentina alrededor de la rotativa, recuerda Molina. “¿A que no se animan a hacer huelga ahora?”, desafió la mujer a uno de los gremialistas, mientras su hijo le pateaba la bicicleta. En esos días de gloria cesantearon a 17 obreros gráficos, medida que excluyó a quienes tenían fueros sindicales.

A mediados de junio, mientras reclamaban el pago de días de paro descontados, Heinrich, Loyola y Molina fueron citados al Cuerpo V. “Nos recibió un capitán, no recuerdo el nombre –cuenta Molina. Dijo ‘muchachos, déjense de romper las pelotas, la mano viene dura’. No tomamos esa advertencia como una amenaza. No medimos qué había detrás”.

El 20 de junio la directora planteó desde su editorial que “la guerra contra la subversión debe ser total, frontal y definitiva” y exigió trasladar “dicha realidad a la ciudadanía, sin eufemismos absurdos ni verdades a medias”. Admitió la “manera no convencional” de enfrentar al enemigo, omnipresente “en la selva, el monte, la ciudad, la universidad, el hospital, el café-concert, el periodismo, la televisión e, incluso, la Iglesia”. Cuatro días después su diario publicó un comunicado del Cuerpo V sobre la muerte de Mónica Morán, “abatida en un enfrentamiento” según el Ejército, que la había secuestrado y mantenido varias semanas en cautiverio. En ese contexto de terror estatal y doble discurso llegó la hora de los gráficos.

Al atardecer del 30 de junio una patota se instaló en la casa de Loyola. Lo esperaron hasta las cuatro de la mañana, cuando terminó su jornada en la rotativa. A medida que llegaban, familiares y allegados fueron maniatados y vendados. “Algunos [de los secuestradores] usaban guantes y todos, por su manera de expresarse, denotaban cierta cultura”, declaró la mujer de Loyola en el sumario policial. Los vecinos vieron vehículos militares cortando la cuadra durante casi siete horas. Cuando cayó la presa, a los siete testigos del secuestro, incluida su mujer embarazada, los secuestradores les inyectaron somníferos en sus brazos para adormecerlos y no ser reconocidos. No sólo la Armada usaba este método en los vuelos de la muerte: también en La Escuelita bahiense se dopaba a las víctimas antes de trasladarlas.

Desde allí fueron a buscar a Heinrich, recién llegado del diario. Vivía con su esposa y cinco hijos en una casa de un dormitorio. Rompieron la puerta con un golpe seco y antes de que la familia alcanzara a moverse ya estaban en la habitación, encandilándolos con linternas. Heinrich pidió que se identificaran. “Somos de la Federal”, dijeron, y lo encañonaron. Mientras los chicos lloraban y la mujer intentaba detenerlos, Heinrich pidió que no le pegaran delante de sus hijos. Le ordenaron vestirse y se lo llevaron.

Palabra de Dios
Durante cuatro días estuvieron desaparecidos. Molina junto con un ex maestro del colegio La Piedad, donde había estudiado Loyola, fueron a la Curia a pedirle ayuda al arzobispo bahiense monseñor Jorge Mayer. Su respuesta fue la misma que escucharon todos los padres desesperados que lo consultaron por sus hijos secuestrados: “En algo andarán”. La noticia circulaba en los pasillos de La Nueva Provincia pero no apareció en sus páginas.

El domingo 4 de julio una familia que mateaba en “La cueva de los leones”, paraje a 17 kilómetros de Bahía, encontró los cadáveres maniatados por la espalda, con signos de torturas y destrozados a tiros. Los rodeaban 52 vainas calibre 9 milímetros. Aún no se sabe qué Fuerza intervino ni dónde transcurrieron sus cautiverios. Sí se sabe que ningún directivo ni periodista de La Nueva Provincia fue al velorio ni se solidarizó con las familias. El mismo día un miembro del sindicato de prensa recibió un llamado. “Ya hicimos cagar a dos rojos –le advirtieron. El próximo sos vos”. Logró viajar a Tandil con la ayuda de un periodista que aún trabaja en la empresa.

Dos días después, bajo el título “Son investigados dos homicidios”, alguien escribió la noticia en veinte líneas, perdidas en una hoja tamaño sábana. Apuntó que “se desempeñaban en la sección talleres de este diario”. Fue la primera y última referencia de La Nueva Provincia al asesinato de aquellos dos obreros que tuvieron el descaro de representar con dignidad a los empleados de la empresa

Un día después de recibir el sumario policial el juez penal de turno Francisco Bentivegna se inhibió de actuar y remitió la causa a su colega Juan Alberto Graziani, que al mes la archivó para siempre. En 1997 Jorge Molina consiguió que dos calles de la periferia bahiense recordaran a sus compañeros masacrados. Paradójicamente, están a pocas cuadras del “barrio de prensa Federico Massot”.


La amnesia bahiense / recuadro
“Con su coherencia y honestidad Heinrich y Loyola se habían ganado el respeto de sus compañeros”, recuerda Carlos Iaquinandi, miembro del Sindicato de Prensa bahiense hasta su exilio en 1976 y actual director en España del Servicio de Prensa Alternativo, SERPAL. “A pesar del miedo y las amenazas consiguieron organizar sindicalmente el taller de La Nueva Provincia. Creían en lo que hacían. No usaron el sindicato para enriquecerse ni para colocarse en ningún cargo. Al contrario, eligieron el camino más difícil. El que significó muerte, cárcel, tortura o exilio. Y por eso murieron. Por ser honestos en un tiempo donde para muchos hacer sindicalismo era llenarse los bolsillos, sacar provecho o a lo sumo pasar inadvertidos y tener buenas relaciones con las patronales. Esos quedaron vivos y libres, disfrutando de lo robado, ocupando cargos públicos y privados. Bahía Blanca sigue siendo un feudo de la amnesia colectiva impuesta y aceptada. Sólo una fenomenal hipocresía explica que treinta años después de aquellos terribles crímenes no haya una reivindicación amplia y colectiva de Heinrich y Loyola como personas y como sindicalistas.”