miércoles, 31 de agosto de 2011

“Sé los nombres de los torturadores”

EL EAAF IDENTIFICÓ LOS RESTOS DE DANIEL BOMBARA

Militante de los grupos cristianos de Bahía Blanca, Bombara murió en enero de 1976 por las torturas que le aplicaron policías bonaerenses por orden del Ejército. Para encubrir el crimen los asesinos quemaron el cuerpo, lo abandonaron a 700 kilómetros e inventaron una fábula que difundió La Nueva Provincia. Este año los antropólogos forenses recuperaron sus restos, en un cementerio de Merlo. Una mujer con quien compartió su cautiverio apuntó antes de morir los nombres de sus torturadores, que el fiscal Córdoba pidió detener, y sintetizó su experiencia: “La vida era el infierno, la muerte el paraíso”.

Por Diego Martínez

Al atardecer del 2 de enero de 1976, luego de cinco días en cautiverio, Daniel Bombara murió en la cárcel de Villa Floresta. Para no entregar el cadáver con huellas de torturas, el Ejército y la policía de la provincia de Buenos Aires simularon que “desconocidos” tirotearon a la ambulancia que lo trasladaba a la morgue y robaron el cuerpo. El diario La Nueva Provincia difundió en base a “fuentes autorizadas” la historia inventada para encubrir el crimen. El poder judicial omitió investigarlo, aún cuando dos mujeres relataron ante el juez y su secretario que fueron secuestradas y torturadas junto al militante de la Juventud Universitaria Católica. Treinta y cinco años después, el Equipo Argentino de Antropología Forense identificó los restos de Bombara en una tumba sin nombre en el partido de Merlo. Los asesinos recorrieron casi setecientos kilómetros y quemaron el cadáver. El caso se trata desde ayer en el juicio a los represores del Cuerpo V, aunque sólo tres militares podrán ser condenados como autores mediatos. El fiscal federal Abel Córdoba pidió ayer la detención de tres de los policías que dejaron sus firmas en documentos fabricados para ocultar el crimen, incluidos dos torturadores que identificó una mujer que padeció el cautiverio con Bombara. El principal encubridor vivo entre los funcionarios judiciales que tuvieron constancias de las torturas enseñó derecho en la Universidad Nacional del Sur hasta la semana pasada y sigue libre por cortesía del juez federal Alcindo Alvarez Canale. El intelectual que en los ’70 difundía lecturas para adoctrinar genocidas y que en democracia reivindicó la tortura todavía dirige La Nueva Provincia, la usina ideológica que decenas de pibes vistos por última vez en La Escuelita se animaron a enfrentar.

“Auténtico compromiso cristiano”

Daniel Bombara se formó en el colegio Don Bosco y siguió el profesorado de psicología en el instituto Juan XXIII, ambos de los salesianos. Trabajaba por la mañana como ordenanza en las escuelas medias de la UNS y de tarde en el gabinete psicopedagógico. Se reía de la aparente incompatibilidad. Presidió el Grupo Misionero Bahiense (GMB) que se referenciaba en sacerdotes y religiosas cercanos a las corrientes tercermundistas, militó en la Juventud Universitaria Peronista (JUP) y en el frente barrial de la JP en Villa Nocito. En 1972 se casó con Andrea Fasani, una pintora tres años menor, y tuvieron una hija, Paula. Ambas declararon ayer ante el Tribunal Oral Federal a cargo del primer juicio a genocidas locales.

Su vida como cristiano estuvo marcada por la disputa al interior de la iglesia argentina entre la teología de la liberación, que propiciaba un compromiso genuino con los oprimidos, y la corriente integrista con su concepción de la iglesia como soporte dogmático de las clases dominantes, evangelizadora de militares que a fuerza de golpes de Estado avasallaron la soberanía popular durante la mayor parte del siglo pasado, y que tuvo en el diario La Nueva Provincia a su más férreo intérprete.[1]

En 1970 los servicios de inteligencia de la policía tomaron nota del militante de 19 años cuando al frente de una asamblea de estudiantes repudió a dos marinos que le sacaron el micrófono de las manos al sacerdote Duilio Biancucci mientras leía fragmentos de una carta de otro religioso para desmentir acusaciones de subversión y comunismo. Los estudiantes del Juan XXIII, en un comunicado que firmó Bombara, se solidarizaron con el cura y “con la doctrina social de la Iglesia, que sin fanatismos ni compromisos dudosos realiza, a pesar de ciertos opositores, su auténtico compromiso evangélico”; repudiaron la violencia y “la persecución sistemática tendiente a suprimir la libertad de expresión en la Iglesia por parte de sectores bien caracterizados”, a los que prefirieron no identificar.[2]

Ya en aquel momento la directora del diario bahiense, Diana Julio de Massot pedía sin reparos “que alejen de las filas del clero a esos falsos profetas que difunden su nefasta prédica desde los propios seminarios, universidades, movimientos y grupos católicos”, a quienes acusaba de haber “hecho de la violencia y del colectivismo marxista la base de su acción destructora”.[3] El arzobispo Germiniano Esorto recibió en esos días amenazas para suspender las Primeras Jornadas Regionales de Pastoral del Comahue que reunieron a 240 sacerdotes, religiosos y laicos en el Don Bosco. “La pastoral es para llegar a la acción. Hay que salir del declaracionismo y tratar de vivir el compromiso. Los barrios marginados, los hospitales, las cárceles, el problema de la vivienda, el analfabetismo, son campos que deben despertar el interés apostólico del compromiso”, predicaba entonces el arzobispado.[4] Entre las conclusiones de las Jornadas sobresalió el deseo de una “participación efectiva de todos los sectores juveniles en la acción de la iglesia a todos sus niveles, promoviendo como deber grave de la fe la participación en las actividades temporales de su medio, en un auténtico compromiso cristiano”.[5]
En diciembre de 1970, en respuesta a una serie de notas de La Nueva Provincia para desacreditar un pronunciamiento del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo (MSTM), los grupos católicos difundieron el documento completo y acusaron a los Massot de utilizar un monopolio de medios “para mantener sus privilegios socioeconómicos”. “Se oponen sistemáticamente a toda manifestación en pro de la justicia social y emplean para ello todos los recursos, incluso aquellos que nos atrevemos a considerar inmorales”, advirtieron.[6]

Seis meses después, denunciaron el secuestro de un militante en Punta Alta, sede de la mayor base naval del país. “Se ha iniciado una campaña de persecución y difamación contra algunos sacerdotes, a quienes no atreviéndose a atacar directamente se los intimida en la persona de los laicos que trabajan con ellos”, explicaron. Contaron que el “joven cristiano” estuvo secuestrado “varias horas” y “por medio de torturas se lo sometió a un interrogatorio referido a las actividades de los grupos cristianos, que como Movimientos de Iglesia actúan en nuestro medio en una labor de evangelización”, y destacaron una advertencia de los obispos de la Conferencia de Medellín (1968) que anticipaba el que sería eje central de la estrategia del diario para criminalizar a sus enemigos: “No es raro constatar que estos grupos o sectores más favorecidos, con excepción de algunas minorías lúcidas, califiquen de acción subversiva todo intento de cambiar un sistema social que favorece la permanencia de sus privilegios”.[7]

Los años siguientes fueron para los jóvenes cristianos de intensa militancia, de formación acelerada y cambios vertiginosos en el escenario político: atropellos policiales en casas parroquiales, allanamientos y atentados de grupos anticomunistas contra pensionados católicos hasta el retorno de la democracia en 1973; breve período de esplendor durante la primavera camporista, y meses después la irrupción de la violencia política a gran escala. El pase a la clandestinidad de Montoneros derivó en el estado de sitio y en el aumento de la represión paraestatal, que en Bahía Blanca se combinó con los crímenes de las patotas sindicales que respondían al diputado Rodolfo Ponce y más tarde a Remus Tetu, interventor de la UNS y columnista de los Massot.

Si el desembarco de Tetu con matones a sueldo del Estado implicó a comienzos de 1975 el exilio forzado para profesores, no docentes y alumnos de la UNS, la venganza por el ajusticiamiento del comisario José Ramos [8] --con un 5x1 que incluyó al padre Carlos Dorñak, quien ni siquiera integraba el núcleo de religiosos en los que se referenciaba la militancia-- dejó en claro que policías y militares estaban dispuestos a matar sin reparos. La Nueva Provincia dio el visto bueno a su manera: “Quien siembre vientos cosecha tempestades”, editorializó.[9]

La caída

El 15 de diciembre de 1975, a diez cuadras del Cuerpo V, donde el Ejército celebraba su 15º aniversario, Montoneros emboscó a una camioneta militar para conseguir armas. En el operativo murieron el cabo primero Bruno Rojas y el soldado René Papini, que desde la cabina intentaron repeler el ataque. Dos de los cuatro conscriptos que viajaban en la caja declararon ante el juzgado militar 90 que los atacantes los hicieron bajar y les dijeron “la cosa no es con ustedes, a la cabina le tiramos porque empezaron a tirar”. Los otros dos admitieron que salieron corriendo.

Dos semanas después, el 29 de diciembre, mientras todas las fuerzas de seguridad patrullaban la ciudad, un grupo de militantes de la JP salió a los barrios con la misión de distribuir volantes en los que Montoneros reivindicaba la obtención de “las armas del ejército represor”.

--Es una locura --le advirtió a Bombara su compañera.[10]

Discutieron, no lo convenció. A las seis de la mañana, el día más caluroso del año, Daniel partió en su Aurorita roja. Andrea se durmió. A las ocho se levantó sobresaltada. Vio que su compañero no había vuelto, armó un bolso y partió con su hija de tres años. Si uno caía, habían acordado, el otro dejaba la militancia para cuidar a Paula.

A las 6.15, según el acta sin firmas que la Unidad Regional 5 elevó al jefe de la subzona militar 15, general Jorge Olivera Róvere, “personal policial” vio bajar a cuatro mujeres de un colectivo de línea 505 de La Bahiense en la esquina de Santa Cruz y Bravard. Siguieron a las dos que tomaron Santa Cruz, las vieron arrojar volantes, y tras la llegada de Bombara en bicicleta los detuvieron “sin resistencia”.[11]

“Nos detienen a los tres. Me suben a un patrullero con María Emilia y nos vendan, a mí con un pañuelo de seda que llevaba en la cabeza y que años después quemé”, recordó treinta años después Laura Manzo, que murió en 2006.[12] “Primero estuvimos en la policía en Alem[13], nos dimos cuenta por el ruido del canto rodado, las piedritas. Ahí no nos toman declaración, sólo nos sientan en el piso de un lugar cubierto, supongo que un patio, siempre vendados y esposados”, agregó. “Horas después nos sacan y nos llevan a un lugar apartado, abierto, sin casas, con mucha tierra. Lo recuerdo porque en un momento se me cayó la venda de seda y vi el horizonte”, describió a un centro clandestino aún no identificado. “Recuerdo que me arrancan la campera y nos hacen desnudar, siempre vendados, y empiezan las torturas. Me atan al elástico de una cama con correas de cuero, de pies y manos, y nos pasan la picana por todo el cuerpo. Me quedaron los tobillos lastimados. También me apretaban con una almohada en la cara como para ahogarme”, agregó. “Además de la tortura propia teníamos que escuchar cuando torturaban a los otros. Era detrás de una pared, como dos habitaciones pegadas. Encima hacía un calor insoportable”, recordó. “En ese lugar apartado estuvimos ese día y esa noche. Tipo seis o siete de la mañana nos tiran en la caja de una camioneta, siempre vendados. Yo dije ‘nos van a matar’, lo dije fuerte. Daniel se quejaba mucho del dolor. A Daniel le pegan mucho más por esas cuestiones machistas de los militares. Cuando nos reparten en comisarías lo escuchamos por última vez”, precisó Manso, que creyó haber sido blanqueada en la Comisaría 2ª.

La fábula.

El 30 de diciembre, mientras sus subordinados interrogaban a los secuestrados, el general Carlos Suárez Mason agasajó en el Cuerpo V a la prensa local. “Les gradezco por estar a nuestro lado”, dijo, acompañado por Olivera Róvere, y pidió a Dios “que nos mantenga unidos”.[14] El domingo 4 de enero, bajo el título “Robaron ayer el cadáver de un extremista”, La Nueva Provincia publicó la historia inventada para encubrir el asesinato. En base a “fuentes autorizadas” y “voceros policiales” que prefirió no identificar, el diario informó que el día anterior a las tres de la madrugada “un grupo armado interceptó” a una ambulancia de la UR5 que iba desde la cárcel de Villa Floresta hacia el Hospital Municipal. Los atacantes, en dos autos y una camioneta, redujeron a los policías y “se apoderaron de un cadáver que era conducido en el vehículo”, publicó. “Pese al hermetismo oficial”, las fuentes amigas les dijeron que se llamaba Daniel Bombara, que tenía 24 años y que “habría participado” del operativo en el acceso al barrio Palihue, acusación que los militares desmintieron al año, cuando informaron del “esclarecimiento” tras “una paciente investigación” a fuerza de picana. La nota concluyó informando que “una organización autoproscripta” se adjudicó el secuestro “mediante un llamado telefónico”.

La historia relatada en los sumarios policiales fabricados en aquellos días es tan inverosímil que hasta La Nueva Provincia evitó retomar el caso. El primer sumario, por “intento de fuga”, fue para justificar las “heridas” que derivarían en la muerte. Sostiene que el 1º de enero a la noche, esposado y acompañado por tres policías, Bombara logró abrir la puerta de un patrullero y tirarse al asfalto. Para justificar la falta de testigos apuntaron que “circulaban vehículos en distintas direcciones” pero “ninguno detuvo su marcha”. El segundo sumario es por el “atentado a la autoridad y daño” que produjeron los “12 a 15 NN desconocidos” que tirotearon a la ambulancia para robar un cadáver con el curioso objetivo de desaparecerlo.

Los protagonistas.

Según el Ministerio de Seguridad bonaerense, los policías que frustraron el “intento de fuga” (oficial principal José Alberto Rodríguez, oficial inspector Miguel Ángel Maidana y subinspector Ricardo Wolodasky) nunca pertenecieron a la fuerza. Sí la integraban los policías que cuanto menos dieron visos de legalidad a la sucesión de falacias:

El entonces comisario inspector Juan Manuel González y su secretario, subcomisario Enrique Toledo, de la Unidad Regional 5, instruyeron los simulacros de investigaciones. González pidió no hacer inspección ocular ni croquis de la ruta donde habría ocurrido la “evasión” por “estimarse innecesario”. Fue quien autorizó el traslado frustrado del cadáver de la U4 a la morgue, el primero que informó sobre la ambulancia “interceptada por elementos subversivos” y quien luego tramitó el certificado de defunción.[15]

El subcomisario Luis Cadierno estaba a cargo de la delegación Cuatrerismo de la policía bonaerense, en Chile y Donado, donde Bombara estuvo secuestrado desde el 30 de diciembre a la noche hasta el 1º de enero a las 20, cuando el trío de la Dirección de Investigaciones de La Plata lo retiró para reconocer “reuniones con integrantes de la organización Montoneros”. Cadierno afirmó en el sumario que recibió al detenido “en depósito” y “por orden de la UR5”, apuntó que “por razones de seguridad no registró el ingreso” y que en todo momento estuvo “en perfectas condiciones físicas”. En Cuatrerismo operaba también la Brigada de Investigaciones, a cargo del comisario inspector José Leandro Navas.[16]

El comisario Edmundo Delfor Ayoroa, jefe de la Seccional 1ª, recibió al secuestrado maltrecho en su comisaría, última escala antes del traslado a la cárcel de Villa Floresta. A pesar del diagnóstico médico que aconsejaba internarlo, acató las órdenes militares y autorizó el traslado a la cárcel.

El oficial inspector Pedro José Noel, jefe del Comando Radioeléctrico, transmitió el 2 de enero la orden del Ejército de trasladar al detenido a la cárcel donde murió, y tres días después informó del fracaso de sus “intensas diligencias investigativas” para esclarecer el robo del cadáver.

El sargento ayudante Faustino Loncon y el cabo primero Jesús Salinas iban en la ambulancia que interceptaron los “desconocidos”. Resistieron a tiros durante varios minutos pero no lograron evitar el robo del cadáver.

El comisario Juan Nelo Trujillo era el responsable de la Dirección de Informaciones de la policía bonaerense (DIPBA) delegación Bahía Blanca, de quien dependían los “informantes” de esa fuerza. Fue quien le informó al jefe de la UR5 que “medios periodísticos locales confirmaron que efectivamente en forma telefónica y anónimamente se había adjudicado el hecho el grupo Montoneros”.[17]

En los documentos constan también los nombres de los médicos de la policía y el servicio penitenciario que vieron a Bombara. Ricardo Andrés Flores lo examinó maltrecho en la Comisaría 1ª y apuntó que presentaba “escoriaciones y politraumatismo en diversas partes del cuerpo, como así un discreto grado de confusión, siendo el origen de los mismas aparentemente elementos contundentes”. “Las lesiones son de reciente data y su estado es de carácter grave, siendo necesario su traslado a un centro médico asistencial especializado para un mejor estudio y tratamiento”, sugirió. El comisario Ayoroa, sin embargo, acató “lo ordenado por la autoridad militar” y lo trasladó a la cárcel.

Carmelo Nicotra, médico de la Unidad 4 de Villa Floresta, fue según el sumario quien “atendiera al fallecido hasta el momento” de su muerte. Horas después, en la madrugada del 3 de enero, Nicotra y Flores junto con sus colegas Elbio Rossier y Jorge Raúl Pedrueza apuntaron que el cadáver presentaba “politraumatismos y escoriaciones múltiples” y pidieron el traslado a la morgue del Hospital Municipal “para mejor determinar las causas de la muerte”. Tras el simulacro de tiroteo y robo, Nicotra extendió el certificado de defunción.

“Los funcionarios interrogantes”

La última etapa del encubrimiento estuvo a cargo del poder judicial. Quien en teoría controló a partir del 2 de enero el sumario por la “evasión” fue el juez penal Juan Alberto Graziani. El martes 6, después de que La Nueva Provincia publicara las mentiras que para sus lectores siguen siendo la historia oficial, el juez federal Guillermo Federico Madueño concentró las dos causas. En apenas un mes desistió de buscar a los “desconocidos” ladrones de cadáveres y archivó la causa, previo visto bueno de la fiscal federal María del Cármen Valdunciel de Moroni.

El 28 de abril, mientras el comando bahiense secuestraba y torturaba a mansalva y los generales René Azpitarte y Adel Vilas habían reemplazado a Suárez Mason y Olivera Róvere, el juez Madueño y su secretario Hugo Mario Sierra se trasladaron hasta la cárcel de Olmos para indagar sobre el caso Rojas--Papini a las dos mujeres secuestradas junto con Bombara. Laura Manzo se sobrepuso al terror y denunció que había sido capturada “por personas de civil” y “conducida en un patrullero hasta un lugar que no pude determinar y allí, con los ojos vendados, sometida a toda clase de torturas”. Agregó que “para evitar los castigos contestaba a todo afirmativamente”, que eran falsos todos los datos volcados en el acta y que escuchó en cautiverio la voz de “otra persona que, igual que yo, había sido detenida”. Su testimonio lleva al pie las firmas de Madueño & Sierra, que ya tenían todos los nombres en las actas policiales.

En la declaración de María Emilia Salto no se registró el relato de las torturas, aunque ante la consulta del autor sugirió que las denunció “porque se lo decíamos a todos”. “El juez no buscó contradicciones, no fue un interrogatorio. Fue más bien como alguien que ya sabe lo que pasó y no tiene demasiado interés en saber más. Sé que el juez le pidió al Ejército las pruebas que tenían en mi contra y nunca las recibió, por eso planteó el sobreseimiento provisorio, actitud que en ese estado de terrible orfandad me pareció bastante legal”, rescató.

Madueño & Sierra, que en los meses siguientes archivarían todas las causas por los fusilamientos que el Ejército y el diario informaban como “enfrentamientos”, hicieron oídos sordos a la denuncia de torturas. El ex secretario que hasta la semana pasada enseñaba derecho penal en la UNS simuló ignorar el relato de los desgarramientos en cautiverio pero no la declaración arrancada a fuerza de picana. En agosto de 1976, mientras el juez analizaba la situación de un militante de la JUP que la policía había imputado en la muerte de Ramos, Sierra le recordó que su nombre figuraba en una declaración “no firmada por el declarante ni por los funcionarios interrogantes”, léase los torturadores de Bombara y de las mujeres a las que había escuchado en persona. El juez dejó pasar el temerario consejo y sobreseyó la causa.

Madueño murió hace un año. Pasó sus últimos diez meses de vida preso aunque no llegó a ser indagado gracias a su salud, a las gestiones de sus amigos de Comodoro Py (su hermano Raúl Madueño es juez de la Cámara de Casación Penal) y a la negativa de Alvarez Canale de trasladarse a Buenos Aires. Sierra tiene pedido de detención del fiscal Córdoba pero sigue libre por cortesía de Alvarez Canale. El flamante ex profesor de la UNS no es un imputado más. En 2006 actuó como defensor de Néstor Montezanti en una causa sobre la relación del camarista con la Triple A. Este año participó del cónclave por la impunidad en el club Argentino, frente al rectorado de la UNS donde hoy se desarrolla el juicio, junto al entonces presidente del tribunal oral Juan Leopoldo Velázquez y a dos de los ex defensores privados del general Vilas, ícono de la dictadura.

“ME-K-2-123”

“El rumor que circulaba en la cárcel de Villa Floresta era que el Servicio Penitenciario no había querido recibir a Daniel en tan mal estado”, recordó Laura Manzo. “De Daniel sé que murió en la tortura, tengo entendido que era asmático o tenía un problema bronquial y no había resistido. A la cárcel creo que entró vivo pero se les fue de las manos”, contó Salto hace seis años. Un colimba que había sido compañero de secundario de Bombara lo vio destrozado en el hospital del Cuerpo V. El médico Gerardo Rodríguez, que entró a trabajar a la cárcel a mediados de enero de 1976, declaró en el Juicio por la Verdad haber escuchado que Bombara ya estaba muerto cuando lo llevaron al penal. Carmelo Nicotra, el médico del Servicio Penitenciario, le contó a la mujer de un desaparecido que los torturadores le habían arrancado las uñas.

No hubo noticias del paradero del cadáver hasta junio pasado, cuando el Equipo Argentina de Antropología Forense identificó sus restos enterrados en una tumba sin nombre del cementerio de Santa Mónica, en la localidad de Libertad, partido de Merlo. Bombara ocupó la sepultura “ME-K-2-123” hasta el 12 de noviembre de 2009, cuando el EAAF lo exhumó a partir de una presentación de Remo Carlotto, entonces secretario de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires. De los registros del cementerio surge que el cuerpo “carbonizado y politraumatizado” apareció en “Ruta 1003 y Pereyra” el 5 de enero de 1976, a tres días de la muerte y uno de la fábula que publicó La Nueva Provincia.

A la biblioteca, sin capucha.

Entrevisté a Laura Manzo en marzo 2005, mientras investigaba el caso y arrimaba al Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) la información para pedir el juicio político de Madueño, entonces juez del Tribunal Oral Federal 5. La mujer que había sobrevivido a la tortura y que padeció seis años en las cárceles de la dictadura me pidió que no publicara su nombre pero que aclarara que estaba dispuesta a declarar ante la justicia. Madueño logró evitar el jury que habría permitido a los bahienses conocer en detalle la complicidad del poder judicial con el genocidio cuando el entonces presidente Néstor Kirchner le aceptó la renuncia.

Laura murió en 2006, sin llegar a declarar en la causa judicial. Luego murieron sus padres, Leandro Manzo y Catalina Repeto, quien el día del secuestro viajó desde Río Gallegos para buscarla y golpeó todas las puertas hasta que la policía reconoció la detención. Ya sin madre y abuelos, revisando papeles familiares, la hija de Laura encontró notas que Catalina le envió a Leandro después de hablar con Laura en la cárcel de Villa Floresta, a la que ingresó el 9 de enero de 1976.

“Polo. Recién vuelvo de ver a Laura. Está muy bien y según ella están como en un colegio de monjas”, contó para diferenciar la cárcel del cautiverio. “Varios tipos encapuchados después de un día entero con los ojos vendados, la picanearon de lo lindo. Tiene los tobillos y las rodillas muy lastimados, también los pechos”, relató. “Creo que a mí me siguen. Yo ando con mucho cuidado”, le confió.

La segunda nota manuscrita no detalla secuelas sino policías. “Sé los nombres de los torturadores: Noel, Salinas y Culman o Culmand, algo así”, escribió Catalina. El primero sería el oficial inspector Pedro José Noel, el entonces jefe del Comando Radioeléctrico que pese a las “intensas diligencias investigativas” no logró esclarecer el robo del cadáver. Noel tiene hoy 64 años y vive en General Daniel Cerri, un puerto vecino a Bahía Blanca, donde dirige la biblioteca “José Hernández”. El segundo sería el entonces cabo primero Jesús Salinas, actual vecino del puerto de Ingeniero White y supuesto ocupante de la ambulancia que resistió el ataque de los desconocidos de siempre. El tercero sería el entonces oficial inspector Claudio Alejandro Kussman*, quien pertenecía a la DIPBA delegación Bahía Blanca y ya en octubre de 1974 había sido denunciado como torturador de militantes del PRT. El fiscal Córdoba pidió ayer su detención junto con la de Noel y la del segundo actor de la ambulancia, Faustino Locon.

En la última nota recuperada, que no tiene fecha pero sería de 1987, Laura Manzo describe el cautiverio. “Hacía mucho calor, me dolía la piel del sol del último día, y yo tenía frío. Todo era color negro rojizo y las voces retumbaban, el rebote me daba las dimensiones de las formas. Cuando me golpearon y me rompieron la nariz me di cuenta de que empezaba a entrar en el horror. Bruscamente, sin darme cuenta, queriendo que sea un sueño. La vida era el infierno, la muerte el paraíso”.

Flor de marido

El general Jorge Olivera Róvere, comandante de la subzona 51 y autoridad a la que rendía cuentas los asesinos de Bombara, fue condenado a prisión perpetua por sus crímenes como segundo jefe del Primer Cuerpo de Ejército en 1976 pero está excarcelado, vive en un departamento de Callao 1460 y gracias a su libertad pudo asistir hace dos años al velorio de Diana Julio de Massot. El cronista intentó entrevistarlo para preguntarle si fue suya la idea para desaparecer el cadáver, si ordenó matarlo o ya había muerto, si mira a los ojos a sus nietos. Su esposa explicó que “está muy afectado por los juicios”, que “siempre trató de ayudar” pero “el médico le aconsejó cuidarse”. La mujer apuntó que la desaparición de personas “es un horror” pero que “gracias a Dios tuvimos una conducta muy correcta”. “Mi marido no tenía calabozos, no tenía detenidos, nadie lo ha visto. Tenía a su cargo la custodia de la ciudad y sus tropas eran patricios y granaderos”, explicó. De su paso por Bahía Blanca recordó el operativo en el que murieron Rojas y Papini pero admitió ignorar cómo las investigó su marido. El cronista le contó cómo procedió con Daniel Bombara, le informó que acaba de aparecer el cadáver y que sus seres queridos están felices de poder ir al reencuentro, le ofreció acercarle el relato de la historia y los fundamentos de la condena a su marido. La señora agradeció y respondió que lo iba a consultar con su marido.[18]

Por fin, verdad y justicia

Por Paula Bombara

Como declaré hace apenas unas horas, viví durante 12953 días en un estado de incertidumbre. No podía dar respuesta a una pregunta básica: ¿adónde está papá? Crecí con ese dolor y construí mi vida alrededor de incontables respuestas ficticias a esa pregunta. No es fácil crecer con un padre desaparecido. Crecí sin seguridades, sin calma, con miedo y dolor. Hace poco más de dos meses sé que sus restos están en una caja, en una estantería, en una habitación de la sede del EAAF, en el barrio de Balvanera, en la C.A.B.A. Darme esa respuesta cada mañana, cada tarde, cada noche, alivia y mucho. El dolor no cesará porque sentiré la ausencia de mi padre hasta el día de mi muerte. Esa escena de su muerte luego de las torturas, que tanto he imaginado con diferentes tonos de luz y sombra a lo largo de estos 35 años y pico, con distintas escenografías y un dominante color rojo sangre, no dejará de cruzarse en mi mente a cualquier hora casi todos los días. Pero al menos pronto podré ir al encuentro de los restos de mi padre y, como bien se ha dicho en relación al entierro de Marta Taboada, lo iré desdesapareciendo con mi amor y el de mi mundo de afectos.

Papá me dejó poemas donde habla de un mundo lleno de paz y alegría, un mundo más justo. Siempre he tratado de sembrar eso en mi vida y entre quienes me rodean. Lo tuve tres años, pero en ese tiempo supo transmitirme que el valor de la vida está en poder estrecharnos en un abrazo. Y nuestra sociedad será mejor cuando la impunidad se acabe y la justicia nos abrace a todos por igual.

Por ahora, sigo contando los días sin justicia. Pero llegará la jornada en que se acabe la impunidad con la que han vivido los asesinos de papá. Confío en que llegará, y será entonces cuando nos abrazaremos festejando una sentencia que los confine a vivir en una cárcel común, como delincuentes comunes. Desde la mañana en que dejé de verlo van 13029 días; por el momento sigo sumando. Pero lo hago con mucha esperanza, con alegría, con la satisfacción de ver un juicio que avanza, con paz en mi corazón y en mi mente, con una sonrisa en el alma.


[1] El integrismo, hegemónico en la conducción de la Iglesia desde el bombardeo naval que derrocó a Perón en 1955, introdujo en el país y en las Fuerzas Armadas la organización francesa Cité Catholique y su doctrina contrarrevolucionaria, con un concepto clave para entender el genocidio argentino: el de subversión, “un enemigo proteico, esencial, no definido por sus actos, cuya finalidad es subvertir el orden cristiano, la ley natural o el plan del Creador” (Verbitsky, Horacio. Doble juego. La Argentina católica y militar. Sudamericana, 2006, p. 17). Tras la difusión de la principal obra doctrinaria, El marxismo-leninismo de Jean Ousset, que el presidente del episcopado Antonio Caggiano calificó como un instrumento de formación para “una lucha a muerte”, llegaron a las escuelas militares los manuales técnicos. El más famoso fue La guerra moderna, del coronel Roger Trinquier, quien teorizó sobre la tortura como arma moralmente neutra, prédica que los capellanes castrenses inculcaron en los cuartes, inclusive para justificar los vuelos de la muerte, y que sólo un civil se animó a defender en público: Vicente Massot, actual director del La Nueva Provincia, diario que recurrió a Trinquier casi cuatro meses antes del golpe de Estado para aconsejar la importancia de “declarar la existencia de un estado de guerra” fronteras adentro para “descubrir lo más pronto posible a nuestro adversarios”. (“La Guerra Moderna”, La Nueva Provincia, 30 de noviembre de 1975, p. 4).

[2] SIPBA, delegación Bahía Blanca, 15 de octubre de 1970, nota 294, depto. C.

[3] “Solicitan que sean expulsados del Seno del Clero los Sacerdotes del ‘Tercer Mundo’”. La Capital, 2 de agosto de 1970.

[4] Arzobispado de Bahía Blanca. Boletín eclesiástico. Septiembre de 1970, p. 30/31.

[5] Arzobispado de Bahía Blanca. Boletín eclesiástico. Septiembre de 1970, p. 32.

[6] Suscriben el documento la Juventud Universitaria Católica, la Juventud Obrera Católica, la Comunidad Universitaria Bahiense (CUB) y el Grupo Misionero Bahiense. “Sacerdotes del Tercer Mundo”, R. 15.281, Tomo 5, DIPBA.

[7] “Militante cristiano secuestrado y torturado en Punta Alta”. Cristianismo y Revolución, número 30, septiembre de 1971, p. 59. Suscriben el documento la Juventud Universitaria Católica (JUC), el Grupo Misionero Bahiense (GMB), la Juventud Obrera Católica (JOC), la Comunidad Universitaria Bahiense (CUB) y la Juventud de Acción Católica-Punta Alta (JAC).

[8] Montoneros se adjudicó el hecho y calificó al agente de la DIPBA y empleado en “seguridad” de La Nueva Provincia como “el más eficiente torturador que conociera nuestra ciudad”.

[9] “Colegios católicos y autoridades. No se puede sembrar violencia y esperar el fruto de la paz…”. La Nueva Provincia, 25 de mayo de 1975, p. 2.

[10] Entrevista del autor con Andrea Fasani, 29 de octubre de 2004.

[11] Acta labrada por la Unidad Regional 5 de la policía de la provincia de Buenos Aires, sin firmas, el 30 de diciembre de 1975. El jefe de la UR5 era el comisario mayor José Daniel Dallochio.

[12] Entrevista del autor con Laura Manzo, 2 de marzo de 2005.

[13] Se refiere a la avenida Leandro N. Alem 838, sede de la Unidad Regional 5.

[14] “V Cuerpo. Agasajo al periodismo local”. La Nueva Provincia, 31 de diciembre de 1975, p. 2.

[15] Un policía llamado Juan Manuel González (legajo 3520) está imputado por delitos de lesa humanidad en 1977 en el centro clandestino Pozo de Banfield.

[16] En la delegación Cuatrerismo dijo haber estado preso en 1976 el abogado Víctor Benamo, que antes padeció más de un mes de torturas en manos del Ejército. A diferencia de Bombara, el actual delegado de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación en Bahía Blanca confesó durante el juicio oral y público que “a la noche jugaba al truco” con los policías, a quienes conocía por su trabajo, aunque no aportó un solo nombre a la causa.

[17] Trujillo fue imputado por la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos en la causa por delitos de lesa humanidad en el centro clandestino La Cacha.

[18] Entrevista telefónica con la esposa de Jorge Olivera Róvere, el 31 de agosto de 2011.


* En la versión original de esta nota se publicó erróneamente que Kussman estaba fallecido.