jueves, 21 de diciembre de 2006

Los doctores de La Escuelita


Página/12

Por Diego Martínez
Por disposición de la Justicia federal de Bahía Blanca fue detenido el capitán (R) Humberto Luis Fortunato Adalberti, médico del Cuerpo V de Ejército durante la última dictadura militar. El juez Alcindo Alvarez Canale le imputó “haber formado parte del plan criminal –clandestino e ilegal– implementado para secuestrar, torturar, asesinar y producir la desaparición de personas, utilizando la estructura orgánica de las Fuerzas Armadas” y lo sindicó como partícipe necesario en el delito de tormentos reiterados. En su declaración indagatoria el militar negó haber asistido al centro clandestino La Escuelita. Con las manos esposadas cubiertas por un saco fue trasladado a una seccional de la Policía Federal, donde acompañará al ex suboficial Santiago Cruciani, primer procesado con prisión preventiva por delitos de lesa humanidad cometidos en Bahía Blanca.


Adalberti era jefe del pabellón de oficiales del Hospital Militar. En 1987 dijo desconocer la existencia de La Escuelita. El año pasado admitió que “todos sabíamos lo que pasaba”. Durante el Juicio por la Verdad negó haber concurrido al centro de exterminio, tarea que adjudicó “por ser oficiales superiores” al director del hospital, el fallecido coronel Raúl Eduardo Mariné, y al subdirector, mayor Jorge Guillermo Streich, identificado por sobrevivientes como uno de los médicos que los revisaba tras las sesiones de torturas, impune en un geriátrico de San Martín de los Andes.

La denuncia más sólida contra Adalberti pertenece al ex oficial de reserva Alberto Taranto, que lo acusó de concurrir a La Escuelita “en ausencia” del mayor Streich. Por su parte, el teniente coronel Julián Oscar Corres –administrador de la picana, apodado Laucha– recordó “la concurrencia de dos médicos, capitanes”, de quienes ignoraba sus apellidos. Streich y Adalberti eran capitanes.

Streich reconoció que concurría “al LRD” (lugar de reunión de detenidos en la jerga castrense), dijo que no vio cadáveres ni torturados y sólo iba “por algún resfrío, gripe o diarrea”. No le pareció clandestino “porque me llevó el director por una ruta pública” y supo de la existencia de desaparecidos “por los diarios”. Cuando le preguntaron quién lo reemplazaba, aclaró: “Eramos cinco médicos, podía ser cualquier otro”, y nombró a Mariné, Garimaldi y Adalberti.

En su declaración en el 2000, Adalberti aclaró que “no les pregunto [a los pacientes] si están detenidos en forma legal o ilegal”. Después del golpe “empezaron a aparecer caras que a uno le llamaba la atención que pudieran pertenecer a las Fuerzas Armadas; uno se enteraba todos los días de gente que moría en enfrentamientos, que desaparecía”, admitió que “sospechaba” que los tiroteos eran fraguados, pero “era mejor no saber nada”.

Por La Escuelita pasaron al menos dos mujeres embarazadas. Graciela Izurieta fue vista por última vez en diciembre de 1976, en su quinto mes de embarazo. Graciela Romero de Metz dio a luz un varón el 17 de abril de 1977, “sin asistencia médica”, según su compañera de cautiverio Alicia Partnoy. Ambas continúan desaparecidas. Las principales funciones de los médicos militares eran regular la resistencia de los secuestrados en la mesa de torturas y aplicarles colirio en los ojos por las irritaciones que producían las vendas.

lunes, 18 de diciembre de 2006

Un fiel cumplidor de órdenes

Ecodías

Por Diego Martínez
Sin pena ni gloria, ignorado hasta por sus camaradas, olvidado por l
as plumas y sotanas que lo envalentonaron a voltear puertas en nombre de Dios y la Patria, pero impune hasta el final, murió a sus 69 años el teniente coronel (R) Emilio Jorge Fernando Ibarra, jefe del “equipo de combate contra la subversión”, como llamó en el Juicio por la Verdad a las patotas de secuestradores del Cuerpo V de Ejército durante la última dictadura, y “un fiel cumplidor de órdenes” según su propia definición.

Fue el general Adel Vilas en 1987 el primero en nombrar al “mayor Ibarra” como “jefe de grupos antisubversivos”, doscientos soldados y suboficiales trasladados a Bahía Blanca desde unidades militares de Esquel, Zapala y Puerto Deseado, que rotaban cada dos meses. Otros altos mandos lo recordaron pero negaron haberlo tenido bajo su responsabilidad. El jefe de operaciones coronel Rafael De Piano sugirió que esas bandas y el Destacamento de Inteligencia 181 dependían del general Abel Catuzzi, segundo comandante que reemplazó a Vilas. Catuzzi pateó la bola hacia arriba: del comandante, corrigió, del general Osvaldo Azpitarte, quien gracias a un derrame cerebral nunca declaró.

Aquel año Ibarra no llegó a ser citado. La obediencia debida de Raúl Alfonsín le evitó una condena inexorable. Declaró recién en 1999, aún con garantías de impunidad. “Dependía estructuralmente de la jefatura III Operaciones [a cargo del coronel Juan Manuel Bayón en 1976 y de De Piano en 1977], las órdenes me las impartía el teniente coronel [Rubén José] Ferretti”, puntualizó. “Las informaciones las suministraba el G2 [jefatura II de Inteligencia a cargo del coronel Aldo Mario Alvarez]”, y los secuestrados “los entregaba a personal de inteligencia”. De los citados, Azpitarte, Catuzzi y Ferretti murieron, Vilas en eso anda, Bayón vive, De Piano es un recoleto miembro del Círculo Militar y Alvarez está escondido en un barrio cerrado del Tigre. Los tres gozan de plena impunidad gracias a la justicia federal de Bahía Blanca.

Una tropa de ensueño
El testimonio de Ibarra durante el Juicio por la Verdad es un ejemplo insuperable de la degradación moral y la total carencia de noción del ridículo que puede padecer un represor frente a un micrófono. Ante la misma Cámara Federal que procesó por secuestros, torturas y asesinatos a los máximos jerarcas del comando, Ibarra contó que su especialidad era voltear puertas (“solamente en eventuales casos los oficiales me ganaron de mano”), logró exasperar a los jueces detallando enfrentamientos que no existieron pero “pueden chequear en La Nueva Provincia” y no se privó de relatar el día que fue herido “en combate”.
- ¿Por la propia tropa?, preguntó el fiscal Hugo Cañón, conciente que los “abatidos” Ricardo Garralda y José Luis Peralta habían estado secuestrados en La Escuelita.
- Nooo. Un rebote me pegó y una esquirla me tocó la cabeza. Me atendió el doctor Humberto Adalberti, redondeó.

“Ahí sí hubo intercambio de disparos”, lo traicionó el inconsciente cuando le preguntaron por el único tiroteo de su vida, al mando de un centenar de soldados contra una pareja de militantes montoneros. Pese a que Daniel Hidalgo ya estaba muerto y “Chela” Souto Castillo tenía 21 años y cuatro meses de embarazo, no se animaron a reducirla: se parapetaron en un edificio vecino y con una bazuca destruyeron el cuarto piso de Fitz Roy 137 para matarla.

Ibarra contó que, a diferencia de Vilas, el general Catuzzi recomendó “no matar a golpes” a los detenidos, admitió que los bienes robados se llevaban en camión al cuartel y “se hacía un inventario en un cuaderno”, aunque dijo ignorar el destino final. Cuando el juez Luis Cotter le preguntó la cantidad de muertos de su tropa Ibarra sonrió: “por suerte ninguno”. Calculó en apenas “seis o siete” los asesinados por el Ejército y en “cuarenta y pico” los detenidos. “Mi misión era entregarlos a inteligencia”, los acompañaba “hasta la tranquera” aunque “la prudencia sugería no tomar conocimiento” sobre los procedimientos aplicados en La Escuelita.

El médico Alberto Taranto tuvo la desgracia de conocerlo mientras cumplía una guardia en el Hospital Militar. Ibarra llegó agitado y pidió “urgente un médico para La Escuelita”. El conscripto se negó, discutieron, intercedió el subdirector del hospital, mayor odontólogo Oscar Augusto Argaño, pero Taranto le repitió que se negaba a ir a un centro clandestino. Argaño lo llevó ante el director, coronel Raúl Mariné, que le notificó una sanción de cinco días de arresto y partió con Ibarra rumbo a La Escuelita.

En 1979, cuando lo designaron juez de instrucción militar, pidió el pase a retiro. Nada de papeles. Aunque no se lo habían planteado como posibilidad el comandante lo sancionó por “no haber reflexionado exhaustivamente”, lamentó su “limitado sentido de la responsabilidad” y su “nula vocación” para una materia tan rigurosa como la justicia militar. No fueron requisitos excluyentes: hasta su retiro en 1985 se dedicó junto al teniente coronel Jorge Alberto Burlando a negar la existencia del “lugar denominado La Escuelita”, donde los sobrevivientes denunciaban haber sido torturados, y a reiterar la falacia oficial de hacer pasar por “enfrentamientos con las fuerzas legales” a los fusilamientos de personas destruidas por la tortura y adormecidas por los médicos militares. A diferencia de Burlando, abogado auditor, Ibarra instruía causas sobre las mismas personas que había secuestrado.

Su muerte pasó desapercibida tanto para los capellanes castrenses que lo auxiliaron en momentos difíciles y tuvo la deferencia de nombrar ante la justicia (Aldo Vara y Dante Vega) como para el arzobispo Jorge Mayer, que supo bendecir condecoraciones por enfrentar a “la guerrilla subversiva que quiere arrebatarnos la cruz”, e incluso para La Nueva Provincia, que no dedicó una línea al guerrero ni tuvo la delicadeza de bonificarle el aviso fúnebre a sus hijos y nietos. Así mueren.