Por Diego Martínez (bahiagris.blogspot.com)
Fotos de Marcelo Núñez y periódico EcoDias.
El martes 28 de junio, cuando los reporteros gráficos que cubrían la audiencia inicial del primer juicio por delitos de lesa humanidad en Bahía Blanca apuntaron sus lentes hacia los imputados, el teniente coronel Osvaldo Bernardino Páez se cubrió el rostro con una carpeta. Los fotógrafos captaron la imagen y esperaron revancha en la bandeja superior del rectorado de la Universidad Nacional del Sur. Durante un cuarto intermedio, cuando se puso de pie, Marcelo Núñez y Rolando Andrade retrataron al hombre de piel tostada y cejas gruesas arqueadas. Lo registraron mientras se entretenía dibujando a los jueces, mientras saludaba a sus familiares y, semanas después, cuando confirmó sentado frente al tribunal que su mejor defensa es el silencio. El miércoles, a 35 años de su secuestro, Juan Carlos Sotuyo relató su cautiverio en La Escuelita, recordó el rol del interrogador Santiago Cruciani, ya fallecido, e identificó a Páez como el hombre de voz serena y acento provinciano que mientras se retorcía en la mesa de torturas le aconsejaba que “no se haga golpear, no sea boludo, hable mi’jo”. El episodio pone de manifiesto la importancia del trabajo de los reporteros gráficos para esclarecer el funcionamiento del terrorismo de Estado, sobre todo en ciudades como Bahía Blanca, donde el juez Alcindo Alverez Canale no ordena ninguna medida teniente a identificar a los torturadores locales y donde el diario La Nueva Provincia, fiel a su trayectoria de lucha inclaudicable por la impunidad de los asesinos de sus ex delegados gremiales, oculta a la población el proceso histórico que transcurre a cien metros de la redacción.
El esfuerzo del diario bahiense por tapar el sol es cada vez más estéril. El poder que aún conserva en el pago chico el director heredero Vicente Massot explica en parte el desprecio por el juicio a los represores de su amigo intendente Cristian Breitenstein, teóricamente alineado con el gobierno nacional, pero ya no alcanza para garantizar la impunidad de cómplices civiles como el abogado Hugo Mario Sierra, quien renunció a su cátedra en la UNS antes de que lo echaran y espera deprimido en su casa que otro artilugio de Alvarez Canale le permita evitar la cárcel.
El cambio cultural que experimenta sobre todo la juventud, registrado día a día por medios que no gozan de los favores del municipio ni del empresariado como el periódico EcoDias o la FM de la Calle, no sólo se percibe en la sala de audiencias, a la que concurren estudiantes secundarios a partir de los 16 años, o en la UNS, donde un cartel que cubre el frente del edificio exige “cárcel a los genocidas”. El sábado pasado, bajo un cielo a punto de estallar, los scouts y guías de la comunidad “La Pequeña Obra” celebraron su 50º aniversario con un acto ante un millar de personas en el que se descubrieron cuatro murales para recordar a Elizabeth Frers, Horacio Russín, Eduardo Ricci y María Clara Ciocchini, víctimas del terrorismo de Estado que en ese mismo terreno dieron sus primeros pasos como militantes. En la elaboración de los murales trabajaron todos los integrantes de la comunidad, desde criaturas hasta compañeros de los ‘70, guiados por el equipo Arte Memoria Colectivo que coordina Jorge González Perrín.
A los tiros con los jamones
El sobreviviente que identificó a Páez tiene a su hermano y a su cuñada desaparecidos. Luis Alberto Sotuyo y Dora Rita Mercero (foto) fueron secuestrados el 14 de agosto de 1976 junto con Roberto Lorenzo, amigo de la pareja, en la casa de San Lorenzo 740 donde vivían. Al día siguiente, en conferencia de prensa, el Cuerpo V informó que allí “fueron abatidos tres delincuentes subversivos, dos hombres y una mujer” a quienes nunca identificaron, y que secuestraron fusiles, escopetas y granadas. Mientras La Nueva Provincia difundía la falacia oficial, en dos camiones del Ejército se robaban desde la heladera hasta las almohadas de la cama.
El 17 de septiembre, en un tiroteo fraguado, fusilaron a Lorenzo junto con Cristina Coussement, que había sido secuestrada en Mar del Plata y llevaba 42 días desaparecida. En conferencia de prensa, en el primer piso del comando, el Ejército informó que se trataba de una pareja que “intentó eludir un control de ruta”, que el conductor “aceleró la marcha” mientras la mujer “abría el fuego contra el personal militar”. Dijo ignorar la identidad del “NN masculino” y aclaró que no había militares heridos. “Dos extremistas abatidos”, tituló La Nueva Provincia. El juez Guillermo Madueño (foto, abajo) archivó la causa a los cuatro días. Cuando Adolfo Lorenzo viajó a pagar las costas del hábeas corpus rechazado, reconoció a su hijo en un libro de supuestos NN de la policía federal y más tarde en la morgue.
Ofendido por la denuncia de robo de los padres Sotuyo y Mercero, que viajaban desde Necochea dos o tres veces por semana, Vilas los autorizó por medio del capitán auditor Jorge Burlando a tomar posesión de la casa destrozada. Ante la consulta formal del juez, con quien se reunía a cenar en la casa del general Azpitarte, Vilas dijo que los “abatidos” en el supuesto enfrentamiento del 14 de agosto estaban identificados pero no le dio los nombres, y el magistrado tampoco insistió.
En 1987, ante la Cámara Federal, Vilas dijo que la historia de los abatidos en San Lorenzo 740 fue “una operación psicológica”, pero negó las detenciones. Relató que “personal civil de inteligencia informó la localización del blanco” y que al detectar sus presencias los ocupantes de la vivienda se fugaron “por casas vecinas”. Los PCI “intercambian disparos y creen herir a uno”. Cuando el “equipo de contra--subversión” entra a la casa, siempre disparando, perciben un movimiento y se produce un tiroteo ante unos bultos que resultaron ser jamones colgados. Pese a que en teoría nunca supo quién vivió allí, Vilas aseguró que la casa “tenía antecedentes desfavorables”.
El ex segundo comandante del Cuerpo V aseguró que las mentiras que difundían se asentaban en un “diario de guerra” que buscó sin éxito en el departamento de estudios históricos del comando. “Estaban todos menos los de 1975, 1976 y 1977”, dijo. Admitió que desvalijaron la casa pero sólo “hasta que se determinase quiénes eran sus propietarios”. Para justificar el robo dijo que “los pocos elementos del hogar” que cargaron en dos camiones “fueron aportados por la propia organización subversiva” aunque no dijo cuál fue la fuente de ese dato.
Para explicar el “enfrentamiento” en el control de ruta llevó un croquis. Tras una persecución, el auto “se va a la banquina y vuelca”, dijo. Los ocupantes “intentan llegar al alambrado, ya heridos, para alcanzar el campo”. “Los soldados que estaban sobre la ruta se abatatan (sic) pero tiran después que vuelca el auto. Y el equipo de comando y control es el que con ráfagas de ametralladoras en proximidades del alambrado logra abatir a las dos personas”. De tanto fusilar a víctimas indefensas el general era incapaz siquiera de imaginar un enfrentamiento real.
“Abatidos puede ser cansados”
José Antonio Aloisi era el cuñado de Sotuyo y Mercero. “Todos militábamos en la Juventud Peronista. Ellos luego vinieron a Bahía, eran cuadros importantes de la JP”, remarcó el miércoles ante el tribunal. Días después de los secuestros, ante las primeras gestiones frustradas de su suegro, se sumó a la búsqueda. “Don Luis viajó convencido de que los habían detenido y que en unos días se iba a resolver”, contó. “Con el tiempo mi casa empezó a despoblarse de amigos, pasamos a ser leprosos dentro de la familia. Tenían miedo, era lógico”, intentó disculpar.
“En la puerta del comando había personas como nosotros, preguntando. Treinta, cuarenta, hasta cien personas. El mayor (Hugo) Delmé era el encargado de atendernos, de contener, de desgastar”. Los familiares de los detenidos que el Ejército admitía debían formar una fila. “Eran los agraciados, los que habían sacado el premio, todos queríamos estar en esa fila”. Los familiares de los secuestrados que el Ejército negaba volvían una y otra vez. “Se nos trataba con desprecio, como si no fuéramos humanos. ‘Son desaparecidos y acá no hay desaparecidos. Vayan al juzgado, a la iglesia’. Era una forma de destruirnos moralmente, de cansarnos”.
--Déjense de joder con el tema semántico, con que si detenido o desaparecido –gritó un hombre mayor, harto del maltrato--. Ustedes se llevaron a mi nieto de quince años, de mi casa, a las seis de la mañana.
--Nosotros estamos defendiendo a la patria de los subversivos, usted no me puede venir a gritar --lo desafío un cabo.
--Patria hice yo que ayudé a fundar la Universidad del Sur, mocoso.
“El cabo le pegó semejante patada en las canillas que lo tiró al suelo –recordó el testigo--. Nunca me sentí tan cobarde. Yo y las cien personas que estaban ahí”. “Llegaron a decirnos que abatidos no significaba muertos. ‘Lean el diccionario, no sean ignorantes, abatidos puede ser cansados’, nos dijeron. Ese era el nivel de crueldad y maltrato psicológico”.
Aloisi destacó que Juan Pedro Tunessi, recién recibido de abogado, los ayudó a redactar los hábeas corpus que firmaban las madres. En el juzgado de Madueño corrían igual suerte que en el Ejército. “Tardábamos más en presentarlos que ellos en rechazar. Pedíamos audiencia, el juez no nos recibía. Pedíamos con los secretarios Girotti o Sierra, tampoco. Era como si no fuéramos humanos. Y mientras esperábamos, durante horas, veíamos que bajaban cajas y papeles de una camioneta del ejército, los militares iban y venían como Pancho por su casa”. La excepción fue una empleada de atención al público, Tita, que apenada de ver personas mayores llorando en los rincones les sugirió pedir un libro con fotos de NN en la policía federal. “Vaya usted porque lo que va a ver…”, le anunció. Aloisi iba cada semana, pedía el libro y repasaba fotos de cadáveres que nunca logró borrar de su mente.
Los viajes desde Necochea, dos o tres veces por semana, siempre con un Falcon que los seguía por la ciudad, duraron más de seis meses. “Sabíamos que los tenían a cien metros, pero cuando vimos que para el poder judicial también éramos parias comprendimos que había que buscar otros medios de acción y empezamos a ir a Buenos Aires”. En la nunciatura los derivaron a monseñor Adolfo Tortolo, presidente del episcopado. “Nos recomendaba orar mucho, pero un ‘padre nuestro’ era un minuto que se iba en la lucha por rescatarlos con vida”.
El cura Emilio Grasselli, secretario de Tortolo, los puso en contacto con el capellán del Cuerpo V, Dante Inocencio Vega. “Nos recibía en el seminario de Grumbein. En la segunda reunión tuvo una expresión desafortunada: ‘Señoras, estos episodios de Argentina son como un partido de River y Boca’. Entonces mi suegra, con sexto grado, ama de casa, criada en el campo, y la mamá de mi cuñado, andaluza, sin instrucción, las manos llenas de callos, le dijeron: ‘Es indigna la cruz que usted lleva en el pecho’. Ahí terminó la audiencia”. Mientras veía alejarse a las madres, el capellán murmuró: “Quiero hablar con vos mañana, pero solos”.
“Fueron cinco o seis caminatas en un parque con mucha vegetación, lago, cisnes, cigüeñas rosadas. En esos paseos casi románticos el padre me tomaba de la mano, decía ‘te voy a ayudar pero hay que rezar’. Recién en la tercera o cuarta visita me dijo:
--Sé dónde están los chicos, los vi en el comando. El muchacho estaba mal herido en un pasillo, pero ya está bien. Los van a trasladar a un lugar donde van a estar mejor.
--¿A la cárcel?
--No, a un lugar propiamente para detenidos. Pero para esa información te voy a conectar con alguien de mi confianza, de Comunicaciones, que tiene un libro negro con nombres de quienes van a ser trasladados a un lugar mejor. Eso sí, no te anuncies como Sotuyo ni como Mercero –le advirtió.
La invocación del sacerdote lo condujo a una oficina del regimiento. Un militar sacó un libro de contaduría, con columnas de debe y haber, y repasó un listado de nombres. “Aloisi no hay ninguno”, concluyó. Cuando el visitante le explicó que buscaba a Sotuyo y Mercero, el contacto del capellán dio por concluida la audiencia.
Aloisi volvió a ingresar al cuartel con el padre de Sotuyo, citados por el general Vilas. Don Luis era garante del alquiler de la casa de su hijo, que había sido destrozada y vaciada por los militares. Apremiado por los gastos de viajes y alojamientos constantes, urgido por rescindir el contrato de alquiler, escribió una carta pidiendo al Ejército una constancia de que habían tomado la casa por asalto durante semanas. “Fuimos con mucha angustia. Nos recibió el capitán Burlando, auditor, con reprimendas en nombre de la Constitución, la bandera, la república. Nos acusó poco menos que de traidores que acusábamos al ejército de ladrón”. Los hombres insistieron y remarcaron que hacía apenas dos días habían desocupado la casa. “De acá no salimos vivos”, dijo Sotuyo cuando el auditor pidió unos minutos. Para su sorpresa, volvió con un papel firmado por Vilas, donde consta que “se hace entrega de la vivienda de San Lorenzo 740 a los efectos que estime corresponder”. El Ejército no devolvió los bienes robados pero Sotuyo pudo entregar la vivienda a los dueños.
“No se muere solamente de una bala. Mi suegra murió de tristeza. Los padres de mi cuñado murieron de tristeza. No sé cuál muerte es peor”, reflexionó Aloisi. Recordó que su suegro se desahogaba ante los turistas que se alojaban en su hotel de Necochea y “a cualquiera que dijera tener un amigo militar ya no le cobraba”, con la esperanza de obtener un dato. Luego relató la impotencia que genera la desaparición. “Yo le había jurado a mi suegra que iba a encontrar la verdad y tuve que verla muerta en una clínica y decirle ‘no pude cumplir’. Yo lo había jurado a esa española que se subió por primera vez a un subte aterrorizada porque nunca había salido de Necochea, y no pude cumplir, por esto estoy también acá”. Su propia hija sufrió las consecuencias del terrorismo de Estado. “Mi cuñada estuvo en su cumpleaños una semana antes de desaparecer y, mire lo que es la mente humana, mi hija vivió hasta los treinta años pensando que era hija de sus tíos, hasta que gracias a Dios encontramos una foto de mi señora recibiendo un diploma embarazada de seis meses”.
--¿Quiere agregar algo más? –preguntó el juez Jorge Ferro.
--Que Dios los bendiga. Es muy grande el horizonte que tiene usted por delante –concluyó Aloisi.
La sala lo despidió con un aplauso.
“La misma voz, inconfundible”
Juan Carlos Sotuyo se detuvo un segundo y miró a los imputados antes de sentarse a declarar. En 1976 tenía veinte años, estudiaba ingeniería eléctrica, militaba en la JUP y vivía con su hermano, siete años mayor, y su cuñada Dora Mercero. Fue secuestrado el 3 de mayo de 1976, después de un acto relámpago para repudiar la presencia de Carlos Suárez Mason, jefe del Quinto Cuerpo hasta fines del año anterior. Dos policías de civil lo siguieron ocho cuadras y lo detuvieron junto con una compañera, Mabel. En el patrullero recibió los primeros culatazos. En la Unidad Regional 5 de avenida Alem lo molieron a patadas y le pusieron una bolsa de nylon en la cabeza. Luego los trasladaron a la Policía Federal, donde pasaron apenas quince minutos en una celda, y de allí a un lugar del que sólo recuerda una pileta de lavatorio en un rincón, y una cama.
--¿Conocés la picana, flaco? –preguntaron mientras le sujetaban argollas en los pies.
--No, señor.
Ya sin ropas, lo empaparon y le empezaron aplicar corriente eléctrica.
--En este momento están deteniendo a tu viejo, así que hablá.
Sotuyo repitió varias veces que volvía de buscar a su novia en la Alianza Francesa, pero no convencía.
--Le está pasando lo mismo que a Bombara –comentaron los torturadores (Daniel Bombara había sido secuestrado y asesinado cuatro meses antes por policías bonaerenses subordinados al Ejército).
--Paren --dijo Sotuyo cuando comprendió que la tortura no tendría límites--. Tengo cien mil pesos que me dio alguien de la universidad para que participara del acto –inventó.
--Bueno flaco, te vamos a llevar al ejército, te van a hacer mierda –le anticipó un policía. Comenzaron a desatarlo, le advirtieron que si tomaba agua moriría, y lo cargaron a una camioneta, encapuchado, rumbo a La Escuelita.
--¿Así que te pagaron para hacer quilombo? –lo recibió el interrogador de voz ronca.
--La calle está dura –ironizó, y se ganó una trompada.
Otra vez desnudo, atado de pies y manos a una cama de zunchos, pudo distinguir a quien en los ’80 identificaría como el suboficial Santiago Cruciani, a “otra persona joven que manejaba el magneto, un aparato con tres pies y manija, y un tercero que hacía de bueno a quien ya me voy a referir”, anunció.
“Empezaron por la picana, en todo el cuerpo. Después me pusieron dos electrodos en la sien, ahí veía los destellos, la electricidad en esta región provocaba el castañeteo y luces como flashes, era lo más complicado de aguantar”, contó, y hasta las moscas hicieron silencio en la sala.
--Hablá, no te hagas el boludo, te vamos a dejar un solo huevo, flaco –le decía Cruciani mientras le aplicaba picana en los testículos.
--No se haga lastimar, mi’jo. Déjese de joder, hable –apuntaba quien fungía de consejero bondadoso. “Tenía un acento muy particular, después supe quién era”, volvió a crear suspenso mientras los acusados cruzaban miradas nerviosas.
“En un momento, el más joven me pone la pistola en la cabeza. Era tanto el dolor y la desesperación que grité ‘matame hijo de puta’ y se pusieron locos, me pegaban todos, mientras la voz buena decía ‘mire lo que se está haciendo hacer, mi’jo”.
--Traé la damajuana –ordenó Cruciani. “Me tenían entre todos y me metían en la boca una damajuana llena de agua. La sensación era mucho más difícil de soportar que la corriente eléctrica”.
Sotuyo se mantuvo irreductible, repitió que le habían pagado para tirar volantes y que su novia no tenía nada que ver, hasta que se desmayó. Antes sintió algo helado en la espalda, casi en el hombro. “¡Me corté!” gritó. Notó que sangraba, dijo ante los jueces, y ofreció mostrar la cicatriz que lo acompaña desde hace 35 años.
Del cautiverio posterior, Sotuyo recordó el frío, el hambre, el barrote del que estaba sujeto, el médico que le revisó las heridas, las trompadas cuando un secuestrado intentaba hablar, flashes de borceguíes, ropa de fajina y boinas negras que alcanzaba a ver por debajo de la venda, guardias que hablaban en guaraní y gritos durante los interrogatorios. “Prefería que me torturaran a mí”, confesó. Tres días después del secuestro le avisaron que liberaban a Mabel y pudo despedirla. A la semana le tomaron declaración sin picana, alguien tomó nota a máquina y le hicieron firmar dos copias. Horas después le quitaron la venda para sacarle una foto, de frente y de perfil. El flash lo cegó pero alcanzó a ver al fotógrafo, morocho y de rasgos indios.
Luego de veinte días en La Escuelita, fue trasladado a otra edificación “muy próxima, más nueva”, donde volvió a ver al torturador que actuaba de “bueno”. “Un día llevaron a esa sala a una persona que se quejaba mucho de dolores en la nariz y pedía que le acomodaran la venda, y el mismo que hacía de bueno le dijo: ‘usted es un intelectual y ha visto que acá no ha habido sadismo, que se aplica la fuerza necesaria para obtener confesiones’ y ‘en función de su condición de intelectual lo van a poner a disposición del Poder Ejecutivo’. Esa persona que escuchaba era el (ex) rector (de la UNS, Víctor) Benamo, y quien le hablaba con esa tonada era Páez”, que asintió levemente con su cabeza mientras Sotuyo lo citaba.
--¿El mismo Páez es quien le decía a usted que hablara? –preguntó el fiscal federal Abel Córdoba.
--Sí, la misma voz, inconfundible, con acento provinciano, voz calma, ‘pero mi’jo n se haga golpear, no sea boludo --lo imitó--. No sé si se acuerda Benamo, no sé si vive Benamo –se preguntó, sin saber que el viejo abogado estaba a escasos metros y que al declarar no aportó datos ni siquiera de los represores con quienes jugaba al truco.
--¿Podría reconocer a Páez?
--Sí.
Mientras el tribunal analizaba el rechazo al reconocimiento pedido por la defensa, Sotuyo repasó los rostros de los imputados y se detuvo en Páez, que se colocó los anteojos y escribió algo en un papel que entregó a sus abogados. El juez Jorge Ferro informó que el tribunal aceptaba el pedido del fiscal y le preguntó al testigo:
--¿Se encuentra esa persona en la sala?
--Sí señor.
--¿Puede identificarlos?
--La persona con camisa y pullover amarillo –lo señaló, 35 años después.
--¿Usted vio a Páez por debajo de la venda? –indagó minutos después el defensor del imputado.
--Sí, cuando estaba acostado en la parrilla, en la cama de zunchos, primero tuve una bolsa en la cabeza, pero cuando me empiezan a picanear me ponen un trapo en la cabeza. En ese zamarreo vi al que giraba la manija del magneto, vi la cara de Páez.
--¿Usted vio fotografías de Páez? –insistió el defensor.
--Mire, desde 1988 vengo acompañando las declaraciones, tengo todos los recortes de diarios, entonces no es la primera vez que veo la cara de Páez y de todos. Es más, lo tengo en mi celular para recordarlo permanentemente, señor abogado.
Sotuyo fue liberado el 28 de mayo de 1976. Vivió con sus padres en Necochea hasta que se enteró de la desaparición de su hermano y su cuñada. Deambuló por casas de amigos y familiares, pasó el verano escondido en un galpón hasta que un cura amigo le consiguió una carta para radicarse en Brasil. El 3 de mayo de 1977, a un año de su secuestro, cruzó de Paso de los Libres a Uruguayana, luego a Porto Alegre, y se radicó en Florianópolis. El joven que debió interrumpir sus estudios de ingeniería en la UNS por el terrorismo de Estado es licenciado en ciencia de la computación, experto en ingeniería de software, presidente del Instituto de Tecnología Aplicada e Innovación de Foz de Iguazú y director de la Fundación Parque Tecnológico Itaipú, en Brasil.
Antes de concluir, Sotuyo recordó el trabajo del fallecido ex secretario de la APDH bahiense, Ernesto Malisia, primero en la investigación que permitió identificar a Santiago Cruciani (foto), luego en las gestiones para que la UNS le entregara en el año 2000, en el mismo escenario donde declaraba, el diploma de ingeniero electricista que su hermano Luis Alberto no llegó a recibir. “Cuando se lo entregamos a mi madre, que era directa y objetiva, nos preguntó: ¿Por qué tardaron tanto?”, recordó.
“La desaparición de personas causa una situación de velorio permanente, ya que nuestra religión católica exige una tumba a la que llevar flores”, explicó. “Creo que la desaparición y el ocultamiento de los cuerpos, así como el de los niños nacidos en cautiverio, continúa siendo parte del botín de guerra. Pero hoy, pasado tanto tiempo y sintiendo que estoy protegido por el Estado argentino, viendo que se están haciendo juzgamientos con todas las oportunidades para que se haga efectivamente justicia, lo que siento es tranquilidad. Mis padres no están para vivir este momento, pero no pensemos en el cuerpo de ellos --propuso en referencia a los desaparecidos--. Ellos viven en nuestro pueblo, viven en cada joven que hoy levanta una bandera para que no tengamos un país como el que estos señores, a partir de un plan terrorista, quisieron para la Argentina. La desaparición implica mucho dolor, sufrimiento, sobre todo para mis padres, que seguro ya se han encontrado (con su hijo), pero lo más importante es que esto no vuelva a ocurrir”.
Perfil del torturador buenazo
Por D.M.
Hijo de un militar, nacido en 1931 en San Rafael, Mendoza, donde cumplió arresto domiciliario hasta el inicio del juicio, Osvaldo Bernardino Páez integró en 1976 el “departamento operaciones” a cargo del coronel Juan Manuel Bayón, con quien comparte el banquillo, y el estado mayor del Cuerpo V que encabezaban los generales Osvaldo Azpitarte y Adel Vilas, ambos fallecidos. La división “educación, instrucción y acción cívica” a su cargo se ocupó durante el primer año de la dictadura de organizar desfiles y actos patrios, y de intervenir la oficina del Ministerio de Trabajo y los gremios para paralizarlos. Páez admitió en 1987 haber presidido un llamado “consejo de guerra especial” que parodió un juicio a tres militantes que el Ejército decidió no matar, y afirmó ante la Cámara Federal que “ni mi división ni yo participamos en acciones contra la subversión”. Cuando le preguntaron por un “LRD” (lugar de reunión de detenidos) distinto del que funcionó en el Batallón de Comunicaciones 181, donde se alojó a los dirigentes que el Ejército planificaba blanquear, respondió “afirmativo, tengo entendido que existía otro LRD” aunque “desconozco el lugar exacto por cuanto era zona restringida”. Su rol al pie de la mesa de torturas cuarenta días después del golpe de Estado, sumado a las órdenes de captura con su firma que el ex fiscal general Hugo Cañón descubrió hace un lustro en un galpón de Prefectura y a las constancias de operativos en Tres Arroyos al frente de la “Agrupación Tropas”, confirman el segundo plano al que pasaron los destinos formales durante el terrorismo de Estado. A partir de enero de 1977, Páez fue destinado al estado mayor del Comando de Institutos Militares de Campo de Mayo, sede del mayor centro de tortura y exterminio del país, donde se ignora qué tareas desempeñó. En 1987 fue procesado por homicidios, secuestros y torturas en Bahía Blanca pero recuperó la impunidad gracias a la ley de obediencia debida de Raúl Alfonsín. Veinte años después, reabiertas las causas, volvió a quedar detenido, un tiempo en su hábitat natural de Campo de Mayo, donde volvió a sentir el rigor de las jerarquías, y más tarde en su casa de República Siria 945, en San Rafael, donde se ufana de sus óptimas relaciones con el poder judicial local. Su declaración en los ’80 permitió imputarle un doble asesinato al teniente coronel Miguel Ángel García Moreno, prófugo tras el frustrado esfuerzo del abogado Eduardo San Emeterio para que Páez rectificara sus dichos. “¿A usted le parece que tres coroneles del ejército argentino tengan que estar en este calabozo?”, refunfuñó ante el juez Jorge Ferro este año durante una inspección ocular a la cárcel de Villa Floresta. La respuesta del camarista marplatense se conocerá en los primeros meses de 2012, cuando el Tribunal Oral Federal que integra dicte sentencia.
(Foto de Páez en 2008, gentiliza del periódico EcoDias)
QUEDAN MUCHOS AÚN SIN DETENER¡¡¡ ... Y, SI SE DAN UNA VUELTA POR PUNTA ALTA???... CÓMODAMENTE VERÁN, CÓMO PASEAN LOS VIEJOS REPRESORES¡¡¡...
ResponderEliminar