JUICIOS A REPRESORES: PROCESOS ETERNOS COMO GARANTIA DE IMPUNIDAD
Pese a que nueve de cada diez represores no son investigados, al ritmo actual habrá juicios hasta 2025. ¿Buscará la Justicia a quienes no cometieron “el error” de dejar sobrevivientes? Clandestinidad, pacto de silencio y Poder Judicial, claves de la impunidad.
Por Diego Martínez
diemar75@gmail.com
La nota está fechada en Campo de Mayo el 18 de febrero de 1987 y lleva la firma del teniente coronel Jorge Héctor Di Pasquale, hoy prófugo por su actuación en el Destacamento de Inteligencia 182 que nutría de interrogadores a La Escuelita de Neuquén. Informa sobre dos reuniones de la promoción 97 del Colegio Militar de la Nación durante los días que la ley de Punto Final concedió a la Justicia para citar a imputados por crímenes de lesa humanidad. En la primera, escribió, "surge naturalmente el tema de la situación de los oficiales que podrían ser llamados por las Cámaras Federales por su actuación en la LCS", "lucha contra la subversión" según los viejos reglamentos militares. A la segunda, en el Círculo Militar, se sumaron "oficiales de la Fuerza Aérea y de la Armada", apuntó, y enumeró conclusiones:
1. "La totalidad de los miembros de la promoción 97 participaron de la guerra contra la subversión.
2. "Es un problema de la institución y no un tema que cada oficial deba resolver en forma individual. Por lo tanto exige una RESPUESTA INSTITUCIONAL", con mayúsculas.
3. "Es un problema POLITICO y no legal.
4. "Existe consenso que no es conveniente presentarse a la justicia, ya que se podría incurrir en falso testimonio".
"No se quiere" romper la jerarquía ni la disciplina pero existe "inquietud y preocupación", advirtió, y volvió al meollo en la séptima: "No puede ser que queden oficiales detenidos ya que todos tuvimos participación". Anticipó que algunos "no se presentarían ante la justicia, no se ocultarían y resistirían", y reclamó "una postura firme ante el poder político para lograr un final decoroso".
Di Pasquale fue dado de baja del Ejército en 1991 por no presentarse ante la justicia, que lo investigaba por el último levantamiento carapintada, y volvió a esconderse tras la reapertura de las causas. Es comprensible: su jefe Mario Gómez Arenas y los otros oficiales del Destacamento, Jorge Molina Ezcurra y Sergio San Martín, cumplen condena en la cárcel de General Roca.
Durante los 22 años transcurridos desde la confesión varias discusiones pasaron a la historia. Secuestrar, torturar, matar y esconder cadáveres, sin uniforme pero con sueldo y cobertura estatal, no es un problema político sino legal, y no para las instituciones sino para los autores. La respuesta institucional llegó: juicios con plenas garantías. La inconveniencia de presentarse sigue vigente: hay 44 prófugos. Pero quien tiene pedido de captura puede ser detenido. Las conclusiones 1 y 7, en cambio, perdurarán para siempre y son las que invitan a pensar el sentido y las limitaciones del actual proceso de justicia:
"La totalidad de los miembros de la promoción 97 participaron de la guerra contra la subversión", le recordó Di Pasquale a su superior. "No puede ser que queden oficiales detenidos ya que todos tuvimos participación", reclamó.
Según registros del CELS, ninguno de los 173 miembros de la promoción 97 fue condenado. Tres murieron antes de ser citados y sólo 16 están en la mira de la justicia: siete con prisión preventiva, uno en Brasil a la espera de la extradición, dos excarcelados, cuatro aún no fueron citados (incluido Walter Grosse, ex jefe de inteligencia de Monte Peloni, que en 2006 agredió a periodistas durante un acto de reivindicación de la dictadura), en tanto Di Pasquale y Carlos Taffarel siguen prófugos, vieja costumbre de la promoción. Ernesto Barreiro, torturador de La Perla que detonó al alzamiento de Semana Santa, emigró cuando se reabrieron las causas. Los organismos de derechos humanos cordobeses lo descubrieron y Estados Unidos lo extraditó por mentiroso. Norberto Tozzo estuvo tres años y medio guardado hasta que el Estado aceptó recompensar a las bellas personas de su entorno, que antes trajinaron organismos pidiendo plata para entregarlo.
En síntesis: de "la totalidad" que participó menos del diez por ciento está en la mira de la justicia, y nada induce a pensar que la promoción 97 posea alguna virtud especial por la cual fue seleccionada para tan noble tarea. Rico y Seineldín no se sublevaron en nombre del diez por ciento.
¿Y el 90?
El Estado se comprometió a investigar y juzgar a todos los responsables de delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura. Los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández dieron muestras de voluntad e impulsaron medidas para honrar el compromiso. Los resultados son pobres:
--Desde la reapertura de causas sólo 39 imputados recibieron sentencia.
--Según el CELS hay 524 procesados que, al ritmo de 2008 (32 sentencias), terminarán de ser juzgados en 2025.
--Para 2009 hay cuatro juicios confirmados (dos en curso), con 13 acusados en total.
--El promedio de edad de los imputados supera los 60 años. En 2008 murieron veinte, dos por voluntad propia. Olivera Róvere y los ex jefes de área que juzga el TOF-5 promedian 79 abriles. Los jerarcas de Campo de Mayo que con suerte serán juzgados en 2011 rondan los 80. Aparecerán antes en los fúnebres de La Nación que en las crónicas de PáginaI12.
¿Qué partes de “la totalidad” llegan a la justicia?
En principio los autores mediatos: ocupaban cadenas de mandos, impartieron o transmitieron órdenes, son responsables por los delitos de sus subordinados aunque nadie los haya visto en mesas de torturas. Luego los autores materiales, identificados gracias al trabajo de hormiga de ex detenidos-desaparecidos, familiares de víctimas, militantes que durante décadas juntaron datos sobre represores, judiciales comprometidos (escasos), viudas despechadas, parientes de uniformados --a quienes escucharon ufanarse de sus labores cuando se sabían impunes-- que con el retorno de la justicia decidieron aportar lo suyo. La posta de ese trabajo pasó por manos de tres generaciones pero aún enfrenta obstáculos arduos.
La negativa de las Fuerzas Armadas y de seguridad a entregar los archivos de la época, en teoría un acto de insubordinación, es en la práctica hasta comprensible. Descolgar el retrato de Videla no deja de ser un gesto simbólico. Dar nombres de camaradas interrogadores o pilotos de traslados es otro cantar, demasiado oneroso. Diferente es la negativa de algunos magistrados a buscar con cautela y tesón esos documentos.
La combinación de “desidia, indolencia y complicidad” del Poder Judicial denunciada por los organismos implica en la práctica que sean los sobrevivientes quienes carguen aún con la responsabilidad de identificar a sus victimarios. La evidencia más clara surge del contraste entre la cantidad de imputados de la ESMA, donde Massera decidió no matar a la mano de obra esclava al servicio de sus ambiciones políticas, y el puñado de responsables de Campo de Mayo, el agujero negro más grande del país. La conclusión tácita que se deriva de esa relación es aún más atroz que la evidencia numérica de la impunidad. El mensaje para quienes no reniegan del genocidio por principios sino por las consecuencias mal previstas (algo así como “la próxima vez no debemos dejar un solo sobreviviente para garantizarnos la impunidad”) debería generar algún tipo de debate entre quienes tienen un compromiso real con la justicia.
Las limitaciones del Poder Judicial para investigar no son sin embargo el mayor obstáculo. La barrera que tal vez nunca permita dejar de asociar terrorismo de Estado con impunidad radica en la clandestinidad elegida por las Fuerzas Armadas para ocultar sus crímenes. El principal objetivo de esa decisión no fue sortear la justicia terrenal una vez reinstaurado el Estado de Derecho sino el temor a la condena del Papa, tal como altos jefes militares le confiaron a Jacobo Timerman, que lo declaró en el Juicio a las Juntas, y como el general Ramón Díaz Bessone le confesó a la documentalista Marie Monique-Robin: "¿Cree que hubiéramos podido fusilar a 7.000? Al fusilar tres nomás mire el lío que el Papa le armó a Franco". El miedo al vocero divino no sólo rindió el fruto deseado: significó impunidad eterna para la mayor parte de la mano de obra del Estado terrorista y, en contrapartida, sospecha eterna sobre todos los miembros de las Fuerzas Armadas y de seguridad.
Si a esos obstáculos se agrega el pacto de silencio de los verdugos (no existe ninguna política para quebrarlo, como recordó días pasados el general Martín Balza, y la culpa cristiana pesa menos de lo que los ateos suponen), no hace falta ser pesimista para concluir que la mayor parte de los ejecutores jamás se sentará ante un tribunal.
¿Los cómplices civiles? ¿Los capellanes que sedaron conciencias tras los vuelos? ¿Los jueces que se taparon los ojos? ¿Los empresarios que entregaron listas de delegados? ¿Los directores de diarios que ocultaron el fusilamiento de sus empleados? Bien gracias.
Los abogados de los genocidas y algunos jueces lograron correr el foco del problema de fondo para discutir si Astiz merece esperar el juicio en libertad, si se puede fotografiar a Olivera Róvere, si un abogado tiene derecho a estigmatizar a los sobrevivientes o si los torturadores de La Perla merecen ser huéspedes del Tercer Cuerpo de Ejército. Los Yacobucci, Gordo, las Garzón de Lascano, los Giletta, Bisordi, Macedo Rumi, Alvarez Canale, entre otros, son un hecho, deciden, distraen, desgastan. Pero no deberían poder tapar el bosque: hace ya un tercio de siglo el brazo armado de las clases dominantes guardó la Constitución, sembró 400 centros clandestinos e invocando la “lucha contra el comunismo ateo y apátrida" borró del mapa a miles de personas, demasiado para medio millar de hombres.
La autoamnistía, los carapintadas, las confesiones de Díaz Bessone o Di Pasquale, están allí para no perder nunca de vista el "Fuimos Todos", aunque hoy les convenga olvidarlo, esconderse si hay orden de captura y rezar en el caso de los tapados para que el Estado no se replantee su ineficacia y busque el modo de instaurar un sistema de persecución penal a la altura del genocidio.
El punto final y la obediencia debida ya no existen. El aparato de justicia se puso en marcha. Pero nueve de cada diez miembros de la promoción 97, que admitieron su participación en la guerra sucia y reclamaron impunidad por escrito, ni siquiera son investigados. Madres y Abuelas llenan de orgullo a millones de argentinos en todo el mundo pero mueren sin ver a los verdugos condenados y, peor aún, sin conocer dónde fueron enterrados sus hijos. ¿Será posible un final decoroso?
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