Agencia Walsh
Celia Jinkis de Korsunsky habló en su Bahía Blanca natal con el compañero Mariano Herrera. La madre de Eduardo, uno de los tantos jóvenes desaparecidos, se refirió a su encuentro con Azucena Villaflor, recordó lo complejo que significaba luchar en Bahía, la protesta en la Catedral local y el encuentro con el asesino Alfredo Astiz, entre otras situaciones que merecen ser leídas.
Por Mariano Herrera
Cuando entrás a la casa de Celia te sorprende un silencio que te hace pensar que alguien está durmiendo la siesta, sin embargo la casa de Celia está llena de música. Está en los textos que me muestra de su hijo en los que habla de la música como una manera de unir a las personas; está en sus palabras cuando cita canciones para describir tal o cual situación; está presente cuando recuerda las marchas de las madres con sus cantos y con sus palmas que fueron formando una melodía de memoria durante 30 años. Y está en su manera de contar las cosas, una manera tan tierna que cualquier canción se podría armar con sus palabras. También hay otras cosas que a cada rato son nombradas por Celia: una tiene que ver con el coraje. Celia todavía hoy se sorprende de las cosas que han hecho las Madres para saber aunque sea algo de la vida de sus hijos. Otra tiene que ver con el miedo que se tenía pero que no había que demostrar porque no había que ceder, y vaya que no cedieron. Y también está presente el humor. Celia tiene un amplio anecdotario dentro de su historia como madre de Plaza de Mayo que a pesar de tanto dolor lo muestra, lo transmite, lo enseña y lo comparte con una sonrisa.
A Celia Jinkis de Korsunsky no le pregunté la edad, primero porque no me animé, segundo porque dicen que no se debe y tercero porque no hacía falta. Ella dice que la edad le está trayendo problemas de memoria, que hay cosas que no se acuerda, y es verdad ya que algunos nombres se les escapan, pero lo primordial, lo necesario, lo que tiene que ver con la historia que debe conocerse lo recuerda y lo recuerda muy bien.
La madre de Eduardo
Celia, nacida en un pueblo de La Pampa llamado Bernasconi, ya vivía en Bahía Blanca cuando su hijo Eduardo Sergio Korsunsky desapareció. Este se encontraba viviendo y trabajando en la localidad de San Nicolás, provincia de Buenos Aires. Tenía 24 años al momento de desaparecer, era militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores y había estudiado Economía en la Universidad Nacional del Sur. La llegada del siniestro Remus Tetu al rectorado de esa universidad de Bahía Blanca hizo que Eduardo dejara la carrera.
Desapareció el 4 de agosto de 1976. Allí Celia inicia su búsqueda y se convierte en una de las primeras madres de Plaza de Mayo: “Empecé a viajar a San Nicolás, que es el lugar donde desapareció. Recuerdo lugares desconocidos, calles empedradas, veredas angostitas, todo muy colonial. Después mis viajes fueron para Buenos Aires, al Ministerio del Interior. En esos viajes conocí a Azucena Villaflor y ahí era fácil darse cuenta que era una maestra. Ella, para que pareciéramos más, empezó a ponernos en fila, una detrás de la otra para hacerla más larga... pero las que quedaban más atrás estaban temblando. Era la primera vez que se hacía y por eso había mucho terror”.
Cuenta Celia que en esa fila eran como 60, que en Buenos Aires lo primero que hizo fue ir a la Liga por los Derechos del Hombre y ahí fue conociendo personas que estaban en su misma situación. La plaza, el Ministerio y los cuarteles se fueron convirtiendo en lugares comunes para los familiares de desaparecidos. Y en algo común también se convirtió la represión, los caballos de la policía, las armas apuntando: “El miedo era mucho sobre todo al principio, después vas aprendiendo cosas porque ya te enfrascás que hay que hacer esto y lo otro y entonces no pensás tanto, no te das cuenta del peligro y los tipos con las armas te quedan como un paisaje. Te acostumbrás de que los tipos están ahí”.
Las madres de los padres
Siempre la historia habla de las Madres de Plaza de Mayo pero nunca, o pocas veces, se refiere a los papás de los desaparecidos. Todo tiene una explicación y en la misma hay un sentido de protección de las propias madres a sus maridos. El sentimiento maternal se extendía: “Cuando venía algún papá lo metíamos adentro de la rueda que hacíamos en la plaza, los protegíamos para que los milicos no los vean, y con los jóvenes hacíamos lo mismo. Hacíamos de mamás de todos. Un día me preguntaron por qué hacíamos eso y dije que era suficiente con los que había desaparecidos y alguien tenía que cuidar a los que quedaban”. Celia reconoce que participaban más las madres que los padres, pero a la vez vuelve a hablar de esa protección hacia ellos: “Los padres eran presas fáciles. Aunque hubo varias mujeres desaparecidas, una creía que por ser mamá podíamos proteger a los hombres y a los jóvenes”.
Las madres de Bahía
Bahía Blanca es una ciudad difícil en lo que respecta a desaparecidos y derechos humanos. V Cuerpo de Ejercito por un lado, diario La Nueva Provincia por el otro y Base Naval Puerto Belgrano unos kilómetros más allá, hacían y hacen de Bahía una ciudad con un pensamiento militar que se iba expandiendo. Así y todo las madres y los familiares de desaparecidos se hicieron un lugar. Todo a través del boca en boca; Celia conoció a la familia Giménez que junto a otras similares ya se estaban organizando y juntas comenzaron la lucha en la que muchos llaman la Bahía del olvido: “Se juntaban en distintas casas, rotaban porque tampoco era seguro estar siempre en la misma. Incluso el que venía en coche lo dejaba a tres cuadras del lugar. Fui conociendo a cada uno que componía ese grupo, eran madres y padres e íbamos viendo que cosas se podían hacer”. En Bahía la Plaza de Mayo vendría a ser la Plaza Rivadavia, sin embargo ésta no funcionó como aquella. El asunto en Bahía era más difícil y más peligroso: “Acá era distinto, no nos podíamos juntar en la plaza. A veces lo pensábamos, ver si nos íbamos a animar porque no éramos tanta cantidad, éramos 28 o 30. Después pasamos bajo la APDH y uno se animó a hacer más cosas. Durante más de dos meses íbamos al cuartel y pedíamos hablar con el Comandante. Sabíamos que era para nada porque nunca nos iba a atender. Entrábamos ahí, todas con el pañuelo, y cuando nos veían ¡se ponían re locos!”.
Las madres de todos
El concepto de madre se fue extendiendo, dice Celia, porque la hermandad hacía que si había algún dato de cualquier desaparecido todas se alegraran: “El pedido era por todos porque era para todos. Todos los hijos pasaron a ser hijos de uno”. Y las madres de Bahía la lucharon, a su manera, con sus actividades. Ya en democracia con muestras de fotos en el hall del municipio, quedándose siempre una por si alguien preguntaba o conocía a alguno de los desaparecidos; y también juntando firmas para pedir juicio y castigo para los militares: “Una vez hicimos firmar el pañuelo y logramos juntar tantos pañuelos que los fuimos poniendo todos alrededor de la plaza. La plaza Rivadavia quedó rodeada por nuestros pañuelos”. De su gran memoria que dice no tener Celia saca otra anécdota, en este caso también se trata de una tarde en que juntaban firmas: “Un pibe de 17, 18 años nos dice: ‘¿y qué querían ellos?’ Entonces yo le dije: ‘¿Por qué no te vas al fondo del mar y les preguntás que querían hacer?’. Dio media vuelta y se fue, no vino más”.
El pañuelo en la iglesia
Celia habla de coraje y también de locura, de que las llamaban “las locas”: “Nos decían así, y después nos gustó la idea, estábamos locas, nos hacíamos las guapas” (risas). Y entre esas locuras surgió la de meterse en la Catedral bahiense, pleno centro de la ciudad: “Entramos y un seminarista nos preguntó quiénes éramos. En ese entonces la que hablaba era Zaira Diego y entonces después vino alguien y nos invitó a salir y nosotras que no salíamos. Nos miraban todos como a bichos raros”.
El día que lo vieron a Astiz
Hablaba antes del carácter especial que tiene Bahía Blanca, tan especial que cobijó por momentos a genocidas de la calaña de Alfredo Astiz que un 24 de marzo estaba sentado en un bar, muy cerca de donde marchaban las madres. Y las madres fueron a encontrarse con la bestia: “Nunca lo había visto... estaba ahí sentado leyendo una revista y tomando un café, nunca dio vuelta la hoja que leía... con los oídos seguramente escuchando bien y la mirada de reojo por si volaba algo. Se sabía que no había que hacerle nada. Le decían de todo, recuerdo una chica que le dijo: “no te mueras nunca, que la víbora te vaya comiendo de a poquito”.
“Salimos de las ollas para luchar”
Muchas cosas por contar quedan afuera, porque Celia dice que no se acuerda, pero se acuerda. Se acuerda de las miles de cartas que enviaban a un diario financiero hasta que este publicó algo sobre las madres de Bahía. Se acuerda de las marchas, de las respuestas recibidas, de las no respuestas recibidas, de las tardes en la APDH, y se acuerda de los desaparecidos, de los chicos: “Es un compromiso muy fuerte que hicieron entre todos para llegar a algo. Yo siempre comparo con la canción de Gieco, Cinco Siglos Igual: habrán dicho ‘basta, vamos a ver si hacemos algo’. No se, no habrá sido así tan simple pero me parece hermoso entregar la vida”.
Hoy Celia comparte su lucha junto a otras organizaciones como Ausencias Presencias, APDH y SUTEBA. Con muchos de ellos comparte estos 30 años y a otros les transmite eso de dejar la cocina para salir a la calle: “A veces pienso y me pregunto cómo tuvimos el coraje nada menos que contra quien uno luchaba. Tuvimos miedo, tuvimos de todo pero lo hicimos. No habremos hecho tanto como se hizo en otros lugares pero hicimos. Saliendo de la cocina y yendo a la calle, salimos de las ollas para luchar. Estaba eso de no ponerse a llorar a gritos porque todo era a las escondidas y porque si te ponés a llorar no podés pensar y tenés que pensar que tenés que hacer. Si lloro me pierdo en los laberintos y no puedo armar nada”.
Pero algo armaron, armaron una ronda que protege, que acuna, que cuenta, que insiste, que canta. Una linda melodía de la memoria.
Memorias sobre el terrorismo de Estado en Bahía Blanca y Punta Alta. Trabajo colectivo de reconstrucción de la historia local del genocidio. Su objetivo es enfrentar al silencio cómplice con la difusión de la verdad y la exigencia de justicia.
jueves, 31 de mayo de 2007
miércoles, 23 de mayo de 2007
Una cita en tribunales para una testigo muy particular
Página/12
La directora del diario de Bahía Blanca La Nueva Provincia, apologista de la última dictadura, fue citada en La Plata en el marco del Juicio por la Verdad. Es por el caso de una detenida -sobrina del abogado de la empresa- por la que intercedió ante Camps.
Por Diego Martínez
A sus 79 años, luego de casi medio siglo como directora del diario La Nueva Provincia y mientras siguen impunes los asesinatos de los obreros gráficos que en los años previos al golpe le paraban la rotativa, Diana Julio de Massot fue citada por primera vez ante la Justicia. Los jueces de la Cámara Federal de La Plata no le preguntarán sobre Enrique Heinrich y Miguel Angel Loyola, que hasta la madrugada de sus secuestros trabajaron en su empresa, sino sobre la detenida desaparecida Susana Lebed, médica, militante de la Juventud Peronista y sobrina del abogado del multimedio naval, por quien la viuda de Massot intercedió en 1976 ante los generales Ramón Camps y Edmundo Ojeda, jefes de las policías Bonaerense y Federal. La cita es en los tribunales platenses en el marco del Juicio por la Verdad.
Lebed fue secuestrada en la casa de sus padres, en City Bell, la madrugada del 1º de octubre. “Soy un jefe de familia honorable, cristiano, católico nacionalista. Es un atropello”, reaccionó Aníbal Lebed.
- ¿Son de las fuerzas combinadas? Confío en el Ejército -agregó ingenuo.
- ¿Qué Ejército? Somos policías -le respondieron.
Susana se despertó con una ametralladora en la cabeza. Otra apuntó a su hermana Fátima, de 12 años. “Es una criatura, no pueden”, rogó su madre Nélida Jáuregui. En tres Torino cargaron a Susana y a tres compañeras de estudios con quienes había vivido hasta dos meses antes. La mujer quiso seguirlos pero Aníbal y Fátima la frenaron. Juntos rezaron un Padrenuestro.
Según relató Lebed en el Juicio a las Juntas, “desesperados hablamos a Bahía con mi cuñado, doctor [Néstor] Jáuregui, asesor letrado de La Nueva Provincia, para que interiorizara a la señora Diana Julio, amiga de la familia y vinculada con el gobierno, a efectos de que tratara de hacer lo posible”.
El pedido llegó en un momento particular: septiembre fue especialmente sangriento en Bahía Blanca. En tres enfrentamientos fraguados los militares habían fusilado a ocho personas previamente secuestradas en La Escuelita. El diario no se limitó a publicar los comunicados oficiales con información falsa. En esos días difundió cuatro notas tituladas “¿Qué pasa en Bahía Blanca? Radiografía de la subversión”.
“La señora, con toda decisión tomó el teléfono y habló con el coronel Camps –siguió Lebed–. Le contestó que aún no tenía los listados. Entonces se trasladó a Capital y se entrevistó entre otros con el jefe de la Policía Federal, general Ojeda, que le dijo: ‘Recomiéndele a Lebed que no se mueva porque lo van a chupar a él también y va a perjudicar a su hija. Trabaja en tres hospitales de la guerrilla’.” Católica como Lebed e integrante de la Liga Anticomunista Mundial, hoy la señora podrá detallar sus gestiones tras el diálogo con Ojeda.
El resto de la historia de Lebed se conoce por sus amigas, que declararon en el Juicio por la Verdad. A Mónica Salvarezza y Susana Ceci las encerraron en el baúl de un auto, desde donde escuchaban los gritos de Susana. Al llegar al centro clandestino les advirtieron “de acá no sale nadie”, contó Salvarezza. “Te vamos a dar con la verdulera”, le advirtieron. La desnudaron, la picanearon y la llevaron a otra habitación. “Ahí estaba Susi. No la veo pero la escucho. ‘Mónica me muero. Llamen a un médico porque me muero, se me cortan las manos’, gritaba. Se sentía olor a carne quemada y había un hombre que le hablaba en francés. Ella era profesora de francés. Fue la última vez que la escuché”, relató (paradójicamente Salvarezza es empleada de La Nueva Provincia, célebre por la apología de la verdulera de Vicente Massot, hijo de la señora).
La psicóloga Liliana Polenta, que trabajaba en el mismo hospital de Florencio Varela que Lebed, contó que al llegar al centro clandestino la encandilaron y le mostraron fotos de compañeros de estudios de Susana. Consultada sobre el médico Enrique Oscar Rosón, jefe de Lebed en la guardia de los viernes, recordó que “era más bien fascista” y destacó su “enemistad marcada hacia Susana”, quien “defendía sus ideales, no se callaba, discutía”. Rosón habría admitido en un sumario interno del hospital haber dicho “los mocosos me quieren embromar, los voy a hacer reventar con la SIDE”.
Las tres jóvenes fueron tiradas al costado de una ruta el 10 de octubre. “En media hora sáquense las vendas”, ordenaron los militares. “¿Cómo calculo media hora si me robaron el reloj?”, preguntó Salvarezza. Como respuesta le quebraron el tabique.
Una semana después del secuestro de Lebed, el diario de Diana Julio aseguró que “en la Argentina no hay crímenes como no sean los perpetrados por las bandas marxistas y peronistas; no hay torturas como no sean las del ERP y Montoneros”. Hoy podrá ampliar el porqué de semejante certeza.
viernes, 18 de mayo de 2007
Alvarez Canale desde su sillón
Ecodías
Luego de librar una orden de detención contra seis represores que prestaron funciones en el V Cuerpo de Ejército, con asiento en nuestra ciudad, durante la última dictadura militar, el juez federal Alcindo Álvarez Canale brindó una conferencia de prensa para anunciar el arresto en San Rafael, Mendoza, del coronel Osvaldo Bernardino Páez.
Del listado de 76 represores que se investigan por su participación en violaciones a los Derechos Humanos en la causa por los delitos de `Lesa Humanidad´ cometidos bajo el control operacional del Comando V Cuerpo de Ejército, el Juzgado federal a cargo de Álvarez Canale libró orden de detención de seis.
Además de Páez, los otros cinco militares buscados son coronel Aldo Mario Álvarez, general de brigada Juan Manuel Bayón, coronel Rafael Benjamín Depiano, mayor del Ejército Hugo Jorge Delmé y capitán médico Jorge Streich, de quienes el juez daba a conocer que “todas estas personas son mayores de 70 años. En esta oportunidad ha sido detenido el entonces teniente coronel Osvaldo Bernardino Páez, actualmente de 76 años de edad, quien se retiró como teniente coronel, y que era oficial del departamento III, es decir Operaciones del Comando V Cuerpo, hasta diciembre de 1976 en que fue trasladado a la ciudad de Buenos Aires”, anunció Álvarez Canale.
Páez fue arrestado por la Policía Federal en San Rafael y su caso quedó en manos del juez federal Raúl Héctor Acosta, conocido mediáticamente por intentar procesar a Isabel Perón en la causa contra la Triple A.
Igualmente, según Canale, Páez “ha de ser remitido a esta ciudad a efectos de que preste la declaración indagatoria pertinente, si él (el juez) así lo cree. Con esto quiero decir que en la declaración indagatoria se puede negar a prestar declaraciones, (pero) no se puede negar al acto de indagatoria (al) que tiene que concurrir así sea por la fuerza”.
“No tengo presentación alguna de las otras órdenes, sí hubo algunas reiteraciones, incluso de tipo internacional. Lo que sí ha habido en el orden de tipo internacional, han pedido en el caso de Corres mayores precisiones para que se reúnan bien los requisitos internacionales para que Interpol puede actuar en consecuencia. Eso ya fue remitido primero a Interpol y por supuesto a la Cancillería argentina donde nosotros tenemos que, obligatoriamente, mandar los pedidos”, explicó el magistrado.
¿Cómo hago para interrogarlos?
“Estamos haciendo una especie de pirámide invertida: mayor jerarquía militar primero, y después vamos bajando porque es imposible material y humanamente tener a los 76 procesados juntos. Si yo los tuviera de esa forma, ¿cómo hago en diez días para interrogarlos?”, se preguntó el juez consultado acerca de los otros 70 militares involucrados en violaciones a los derechos humanos.
A su vez, aclaró que “el plazo va a ser exactamente igual (para todos). Puede haber excepciones por motivos, por supuesto, de enfermedad: alguien que se enferma en la audiencia, como pasaba a veces con Cruciani que aducía tener enfermedad, teníamos que interrumpir la audiencia. Primero, sea quien fuere, vamos a preservar el derecho a su vida y el derecho de salud”.
A esta altura, cabe preguntarse si en la Justicia en general caben tantos reparos y cuidados humanitarios para los llamados “ladrones de gallinas” o “giles” en la jerga popular, como para los represores acusados de crímenes de lesa humanidad.
Luego de librar una orden de detención contra seis represores que prestaron funciones en el V Cuerpo de Ejército, con asiento en nuestra ciudad, durante la última dictadura militar, el juez federal Alcindo Álvarez Canale brindó una conferencia de prensa para anunciar el arresto en San Rafael, Mendoza, del coronel Osvaldo Bernardino Páez.
Del listado de 76 represores que se investigan por su participación en violaciones a los Derechos Humanos en la causa por los delitos de `Lesa Humanidad´ cometidos bajo el control operacional del Comando V Cuerpo de Ejército, el Juzgado federal a cargo de Álvarez Canale libró orden de detención de seis.
Además de Páez, los otros cinco militares buscados son coronel Aldo Mario Álvarez, general de brigada Juan Manuel Bayón, coronel Rafael Benjamín Depiano, mayor del Ejército Hugo Jorge Delmé y capitán médico Jorge Streich, de quienes el juez daba a conocer que “todas estas personas son mayores de 70 años. En esta oportunidad ha sido detenido el entonces teniente coronel Osvaldo Bernardino Páez, actualmente de 76 años de edad, quien se retiró como teniente coronel, y que era oficial del departamento III, es decir Operaciones del Comando V Cuerpo, hasta diciembre de 1976 en que fue trasladado a la ciudad de Buenos Aires”, anunció Álvarez Canale.
Páez fue arrestado por la Policía Federal en San Rafael y su caso quedó en manos del juez federal Raúl Héctor Acosta, conocido mediáticamente por intentar procesar a Isabel Perón en la causa contra la Triple A.
Igualmente, según Canale, Páez “ha de ser remitido a esta ciudad a efectos de que preste la declaración indagatoria pertinente, si él (el juez) así lo cree. Con esto quiero decir que en la declaración indagatoria se puede negar a prestar declaraciones, (pero) no se puede negar al acto de indagatoria (al) que tiene que concurrir así sea por la fuerza”.
“No tengo presentación alguna de las otras órdenes, sí hubo algunas reiteraciones, incluso de tipo internacional. Lo que sí ha habido en el orden de tipo internacional, han pedido en el caso de Corres mayores precisiones para que se reúnan bien los requisitos internacionales para que Interpol puede actuar en consecuencia. Eso ya fue remitido primero a Interpol y por supuesto a la Cancillería argentina donde nosotros tenemos que, obligatoriamente, mandar los pedidos”, explicó el magistrado.
¿Cómo hago para interrogarlos?
“Estamos haciendo una especie de pirámide invertida: mayor jerarquía militar primero, y después vamos bajando porque es imposible material y humanamente tener a los 76 procesados juntos. Si yo los tuviera de esa forma, ¿cómo hago en diez días para interrogarlos?”, se preguntó el juez consultado acerca de los otros 70 militares involucrados en violaciones a los derechos humanos.
A su vez, aclaró que “el plazo va a ser exactamente igual (para todos). Puede haber excepciones por motivos, por supuesto, de enfermedad: alguien que se enferma en la audiencia, como pasaba a veces con Cruciani que aducía tener enfermedad, teníamos que interrumpir la audiencia. Primero, sea quien fuere, vamos a preservar el derecho a su vida y el derecho de salud”.
A esta altura, cabe preguntarse si en la Justicia en general caben tantos reparos y cuidados humanitarios para los llamados “ladrones de gallinas” o “giles” en la jerga popular, como para los represores acusados de crímenes de lesa humanidad.
viernes, 11 de mayo de 2007
Un represor prófugo menos
Página/12
DETUVIERON AL JEFE DEL GRUPO DE TAREAS DE EL OLIMPO
Es Enrique José del Pino, alias “Miguel”. Está acusado de 114 casos de secuestros. Fue arrestado en un restaurante.
Por Victoria Ginzberg
Estaba prófugo desde hacía un año y medio, pero ayer almorzó sin esconderse en un restaurante de Palermo. Cuando salía del lugar, fue detenido por personal de Interpol. Enrique José del Pino había sido jefe del grupo de tareas que operaba en los centros clandestinos El Banco y El Olimpo, donde era conocido con el alias de “Miguel”. “Participaba de los operativos de secuestros y de las torturas”, lo recordó Isabel Fernández Blanco, sobreviviente de esos campos.
El juez federal Daniel Rafecas, que investiga las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la última dictadura en la jurisdicción del Primer Cuerpo de Ejército, había pedido la captura de Del Pino en septiembre de 2005. El represor estaba imputado del secuestro y torturas de, al menos, 114 víctimas. Su carrera había comenzado en 1975, bajo las órdenes de Antonio Domingo Bussi y Acdel Vilas, en Tucumán. De allí pasó a estar encargado del grupo de tareas de El Banco y El Olimpo. Además, Rafecas sumará a las acusaciones el secuestro y posible homicidio de Lucila Revora, que estaba embarazada de ocho meses, y el asesinato de Carlos Guillermo Fassano.
Los represores de El Olimpo que comandaba Del Pino hicieron un despliegue reservado para casos especiales para entrar a la casa de Revora y Fassano. El operativo del 11 de octubre de 1978 en Floresta duró más de una hora e incluyó bombas y hasta un helicóptero. Es que los militares le habían arrancado a un detenido en la tortura que allí había 150 mil dólares. Según el relato de un ex gendarme, los miembros de la patota se pelearon por el botín al punto tal que algunos de ellos tiraron una granada cuando un oficial de la Policía Federal, uno del Ejército y un oficial del Servicio Penitenciario estaban dentro de la casa. El policía murió y los otros dos resultaron heridos. El militar, que recibió un balazo en un brazo, era Del Pino.
El ex detenido-desaparecido Osvaldo Acosta narró en el Juicio a las Juntas que los represores discutieron fuertemente porque la plata de la casa de Floresta no aparecía. Como Acosta era abogado, le encargaron un sumario. “Me encontré en la particular situación de interrogar a mis secuestradores. Y hasta tenía facultad para dictar el sobreseimiento, lo que tuve que hacer al comprobar que no podía demostrar la existencia del dinero”, afirmó Acosta en 1985.
Del Pino tenía su base de operaciones en el Batallón 601, de Viamonte y Callao. “Cuando nos dieron la libertad vigilada, los teléfonos a los que había que comunicarse eran de allá, donde estaba Del Pino. Y siempre nos citaban en Córdoba y Callao. El era de estatura mediana y tenía un acento cordobés muy marcado. Era joven, es decir, no mucho más grande que nosotros, tendría treinta años”, señaló a Página/12 Fernández Blanco, que tenía 22 años cuando fue secuestrada. Del Pino tiene actualmente 62 años y a partir de ahora quedará alojado en la cárcel de Marcos Paz, junto con el resto de los represores presos en esa causa. “Miguel” o “Colombres” –otro de sus alias– también será interrogado en los próximos días por el juez federal de Bahía Blanca Alcindo Alvarez Canale por el fusilamiento de Mónica Morán. En 1987, Vilas reconoció que “el jefe del operativo era el teniente primero José Enrique del Pino, destinado en el Batallón de Inteligencia 601 y el capitán José Luis Blanquet”.
El militar detenido ayer, luego de una investigación que incluyó escuchas telefónicas, se suma a los quince represores de El Atlético, El Banco y El Olimpo ya procesados por Rafecas. A ellos se sumó además Ricardo Taddei, alias “Cura” o “Padre”, que el 27 de abril pasado se convirtió en el primer represor extraditado desde España luego de la anulación de las leyes de punto final y obediencia debida y la reapertura de las causas sobre el terrorismo de Estado, en las que todavía hay cuarenta y dos prófugos.
DETUVIERON AL JEFE DEL GRUPO DE TAREAS DE EL OLIMPO
Es Enrique José del Pino, alias “Miguel”. Está acusado de 114 casos de secuestros. Fue arrestado en un restaurante.
Por Victoria Ginzberg
Estaba prófugo desde hacía un año y medio, pero ayer almorzó sin esconderse en un restaurante de Palermo. Cuando salía del lugar, fue detenido por personal de Interpol. Enrique José del Pino había sido jefe del grupo de tareas que operaba en los centros clandestinos El Banco y El Olimpo, donde era conocido con el alias de “Miguel”. “Participaba de los operativos de secuestros y de las torturas”, lo recordó Isabel Fernández Blanco, sobreviviente de esos campos.
El juez federal Daniel Rafecas, que investiga las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la última dictadura en la jurisdicción del Primer Cuerpo de Ejército, había pedido la captura de Del Pino en septiembre de 2005. El represor estaba imputado del secuestro y torturas de, al menos, 114 víctimas. Su carrera había comenzado en 1975, bajo las órdenes de Antonio Domingo Bussi y Acdel Vilas, en Tucumán. De allí pasó a estar encargado del grupo de tareas de El Banco y El Olimpo. Además, Rafecas sumará a las acusaciones el secuestro y posible homicidio de Lucila Revora, que estaba embarazada de ocho meses, y el asesinato de Carlos Guillermo Fassano.
Los represores de El Olimpo que comandaba Del Pino hicieron un despliegue reservado para casos especiales para entrar a la casa de Revora y Fassano. El operativo del 11 de octubre de 1978 en Floresta duró más de una hora e incluyó bombas y hasta un helicóptero. Es que los militares le habían arrancado a un detenido en la tortura que allí había 150 mil dólares. Según el relato de un ex gendarme, los miembros de la patota se pelearon por el botín al punto tal que algunos de ellos tiraron una granada cuando un oficial de la Policía Federal, uno del Ejército y un oficial del Servicio Penitenciario estaban dentro de la casa. El policía murió y los otros dos resultaron heridos. El militar, que recibió un balazo en un brazo, era Del Pino.
El ex detenido-desaparecido Osvaldo Acosta narró en el Juicio a las Juntas que los represores discutieron fuertemente porque la plata de la casa de Floresta no aparecía. Como Acosta era abogado, le encargaron un sumario. “Me encontré en la particular situación de interrogar a mis secuestradores. Y hasta tenía facultad para dictar el sobreseimiento, lo que tuve que hacer al comprobar que no podía demostrar la existencia del dinero”, afirmó Acosta en 1985.
Del Pino tenía su base de operaciones en el Batallón 601, de Viamonte y Callao. “Cuando nos dieron la libertad vigilada, los teléfonos a los que había que comunicarse eran de allá, donde estaba Del Pino. Y siempre nos citaban en Córdoba y Callao. El era de estatura mediana y tenía un acento cordobés muy marcado. Era joven, es decir, no mucho más grande que nosotros, tendría treinta años”, señaló a Página/12 Fernández Blanco, que tenía 22 años cuando fue secuestrada. Del Pino tiene actualmente 62 años y a partir de ahora quedará alojado en la cárcel de Marcos Paz, junto con el resto de los represores presos en esa causa. “Miguel” o “Colombres” –otro de sus alias– también será interrogado en los próximos días por el juez federal de Bahía Blanca Alcindo Alvarez Canale por el fusilamiento de Mónica Morán. En 1987, Vilas reconoció que “el jefe del operativo era el teniente primero José Enrique del Pino, destinado en el Batallón de Inteligencia 601 y el capitán José Luis Blanquet”.
El militar detenido ayer, luego de una investigación que incluyó escuchas telefónicas, se suma a los quince represores de El Atlético, El Banco y El Olimpo ya procesados por Rafecas. A ellos se sumó además Ricardo Taddei, alias “Cura” o “Padre”, que el 27 de abril pasado se convirtió en el primer represor extraditado desde España luego de la anulación de las leyes de punto final y obediencia debida y la reapertura de las causas sobre el terrorismo de Estado, en las que todavía hay cuarenta y dos prófugos.
jueves, 10 de mayo de 2007
Los jerarcas de Bahía Blanca
Página/12
Por Diego Martínez
El juez federal Alcindo Alvarez Canale ordenó el lunes la detención de seis oficiales retirados para indagarlos como autores mediatos de secuestros, torturas, homicidios y desapariciones ocurridos durante la última dictadura, cuando integraban el Estado Mayor del Cuerpo V de Ejército. Se trata de los coroneles Aldo Mario Alvarez, Juan Manuel Bayón, Rafael Benjamín De Piano, Hugo Jorge Delmé, el teniente coronel Osvaldo Bernardino Páez y el mayor Jorge Guillermo Streich. Sus detenciones fueron solicitadas en enero de 2006 por la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos local e H.i.j.o.s Capital y reiteradas en octubre por los fiscales Hugo Cañón y Antonio Castaño.
Alvarez fue jefe del Departamento II Inteligencia. En 1987 y 2000 declaró que desconocía el centro clandestino que funcionaba a 200 metros de su oficina porque se dedicaba a planear la guerra con Chile. Sin embargo, el teniente coronel Julián Oscar Corres, dueño de la picana en La Escuelita y actualmente prófugo, declaró en el Juicio por la Verdad que dependía “del coronel Alvarez, G2 del Cuerpo”.
Bayón y De Piano fueron jefes de Operaciones en 1976 y 1977 respectivamente. Bayón nunca fue citado por su actuación en Bahía Blanca. De Piano firmaba los comunicados sobre enfrentamientos fraguados. Aún integra la comisión directiva del Círculo Militar.
Páez fue jefe de la División Educación, Instrucción y Acción Cívica del Departamento Operaciones, encargada de desfiles y condecoraciones, y presidió en 1976 el autodenominado “Consejo de Guerra Especial” que parodió un juicio a tres secuestrados que el Ejército decidió no asesinar.
El “mayor Delmé” –como lo recuerdan las familias que lo padecieron– era el encargado de negarles información a quienes pedían explicaciones sobre los desaparecidos. Streich fue mencionado por sobrevivientes como uno de los médicos que los revisaba después de la tortura. En 1999 reconoció que concurría a La Escuelita con su arma reglamentaria.
Excepto Streich (San Martín de Los Andes) y Páez (San Rafael, Mendoza) el resto debería ser detenido en la Capital Federal. Si la policía no encuentra a Alvarez en su casa de Virrey del Pino, la segunda opción “que el juez omitió consignar” es en Coronel Encalada 1200 del barrio cerrado Laguna del Sol, Troncos del Talar, partido de Tigre.
Hasta ayer el único detenido por los crímenes en esa zona era el suboficial Santiago Cruciani, trasladado esta semana al penal de Marcos Paz. Continúa prófuga la Laucha Corres. En octubre los fiscales solicitaron 75 detenciones que incluyen militares, policías, penitenciarios y civiles como el ex juez Guillermo Madueño. En seis meses Alvarez Canale apenas citó a nueve.
Por Diego Martínez
El juez federal Alcindo Alvarez Canale ordenó el lunes la detención de seis oficiales retirados para indagarlos como autores mediatos de secuestros, torturas, homicidios y desapariciones ocurridos durante la última dictadura, cuando integraban el Estado Mayor del Cuerpo V de Ejército. Se trata de los coroneles Aldo Mario Alvarez, Juan Manuel Bayón, Rafael Benjamín De Piano, Hugo Jorge Delmé, el teniente coronel Osvaldo Bernardino Páez y el mayor Jorge Guillermo Streich. Sus detenciones fueron solicitadas en enero de 2006 por la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos local e H.i.j.o.s Capital y reiteradas en octubre por los fiscales Hugo Cañón y Antonio Castaño.
Alvarez fue jefe del Departamento II Inteligencia. En 1987 y 2000 declaró que desconocía el centro clandestino que funcionaba a 200 metros de su oficina porque se dedicaba a planear la guerra con Chile. Sin embargo, el teniente coronel Julián Oscar Corres, dueño de la picana en La Escuelita y actualmente prófugo, declaró en el Juicio por la Verdad que dependía “del coronel Alvarez, G2 del Cuerpo”.
Bayón y De Piano fueron jefes de Operaciones en 1976 y 1977 respectivamente. Bayón nunca fue citado por su actuación en Bahía Blanca. De Piano firmaba los comunicados sobre enfrentamientos fraguados. Aún integra la comisión directiva del Círculo Militar.
Páez fue jefe de la División Educación, Instrucción y Acción Cívica del Departamento Operaciones, encargada de desfiles y condecoraciones, y presidió en 1976 el autodenominado “Consejo de Guerra Especial” que parodió un juicio a tres secuestrados que el Ejército decidió no asesinar.
El “mayor Delmé” –como lo recuerdan las familias que lo padecieron– era el encargado de negarles información a quienes pedían explicaciones sobre los desaparecidos. Streich fue mencionado por sobrevivientes como uno de los médicos que los revisaba después de la tortura. En 1999 reconoció que concurría a La Escuelita con su arma reglamentaria.
Excepto Streich (San Martín de Los Andes) y Páez (San Rafael, Mendoza) el resto debería ser detenido en la Capital Federal. Si la policía no encuentra a Alvarez en su casa de Virrey del Pino, la segunda opción “que el juez omitió consignar” es en Coronel Encalada 1200 del barrio cerrado Laguna del Sol, Troncos del Talar, partido de Tigre.
Hasta ayer el único detenido por los crímenes en esa zona era el suboficial Santiago Cruciani, trasladado esta semana al penal de Marcos Paz. Continúa prófuga la Laucha Corres. En octubre los fiscales solicitaron 75 detenciones que incluyen militares, policías, penitenciarios y civiles como el ex juez Guillermo Madueño. En seis meses Alvarez Canale apenas citó a nueve.
jueves, 3 de mayo de 2007
Con los puntos sobre las AAA
Página/12
Un juicio por calumnias e injurias que inició el presidente de la Cámara Federal de Bahía Blanca permitió que, por primera vez, se acreditara judicialmente la existencia de la Triple A en esa ciudad.
Por Diego Martínez
La Justicia consideró “convincentes y veraces” las declaraciones de cinco testigos que en 1974 vieron al actual presidente de la Cámara Federal de Bahía Blanca y profesor de la Universidad Nacional del Sur, Néstor Luis Montezanti, en medio de un grupo de matones que, a punta de pistola, ocupaban la Universidad Tecnológica Nacional y que –hasta fines de 1975– conformaron la Alianza Anticomunista Argentina bahiense. Así lo consignó el juez correccional José Luis Ares en la causa iniciada por Montezanti contra el ex estudiante de la UNS Alberto Rodríguez, testigo presencial en abril de 1975 del asesinato de su compañero David Cilleruelo en un pasillo de la universidad, quien lo había sindicado como “partícipe” del grupo paramilitar. Ares absolvió a Rodríguez por calumnias pero lo condenó por injurias por calificar al juez de “cómplice de los crímenes en esta universidad” y “hombre de la ‘misión Ivanisevich’”. Luego de conocerse el fallo decenas de vecinos bahienses se solidarizaron con el empleado bancario Rodríguez y organizaron una colecta para juntar los 6500 pesos con los que saldará el daño moral al camarista.
Gracias a la honra lacerada de Montezanti, a las convicciones de Rodríguez –que lejos de amedrentarse ratificó sus dichos– y a la férrea tarea del defensor oficial Jorge Sayago –que apelará el fallo–, la Justicia acreditó por primera vez la existencia de la Triple A de Bahía Blanca, cuyos crímenes permanecen impunes.
También dio por acreditada la existencia de un diploma en el estudio de Montezanti otorgado por una “Liga Anticomunista Argentina”, firmado por el comandante del Cuerpo V en 1975, general Guillermo Suárez Mason, “aunque de ello sólo se pueda extraer, a todo evento, una filiación ideológica” dado que “la Triple A no otorgaba diplomas”.
Aquella tarde de 1974, al enterarse de la toma de la UTN, más de 300 estudiantes de la UNS interrumpieron una asamblea y marcharon en solidaridad. Los testigos contaron que al llegar vieron al grupo armado y, en el medio, a “un hombre de traje y corbata” que resultó ser Montezanti. Pronto supieron que los ocupantes “eran trabajadores de la Junta Nacional de Granos y respondían al sindicalista Rodolfo Ponce”, diputado nacional, delegado de la CGT y cara visible de la AAA. Con el tiempo conocieron algunos nombres: Jorge Argibay, su hijo Pablo, Roberto Sañudo, Raúl Aceituno, Juan Carlos Curzio, Miguel Angel y Héctor Oscar Chisú (Argibay padre y Sañudo murieron. El resto nunca fue citado por la Justicia).
Los siete fueron contratados en 1975 por el rector interventor de la UNS Remus Tetu como “personal de seguridad y vigilancia”. Montezanti “charlaba animadamente con ellos” aunque no portaba armas. Pese al esfuerzo del camarista por desacreditar a quienes consideró “perjuros” y “canallas”, para Ares los testigos fueron “convincentes y veraces”. Si bien un “único y aislado incidente” impide vincular, “en grado de certeza”, al juez con la Triple A, Ares absolvió a Rodríguez del delito de calumnias por considerar que incurrió en un error de tipo que excluye el dolo, es decir que señaló al magistrado como miembro de la Triple A “convencido de buena fe de la real autoría en torno de la comisión de un delito de acción pública”.
Un petiso laburante
Pese a la oposición del defensor Sayago, que objetó la conversión del querellante en testigo y le sugirió declarar en la causa Triple A que instruye Norberto Oyarbide, el juez autorizó a Montezanti a explayarse sobre las acusaciones en su contra y sobre los datos consignados el 9 de abril por Página/12.
Afirmó que desde 1969 fue abogado de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), pero no tuvo “nada que ver con la Triple A ni con patotas”, pues se considera “un inútil redomado” en materia de armas. El secretario de la UOM bahiense Albertano Quiroga era enemigo de Rodolfo Ponce. “No se podían ver ni en figuritas. Nadie podía estar con ambos”, aclaró.
Durante la gestión en la UNS de Remus Tetu (profesor rumano que huyó a la Argentina luego de la Segunda Guerra Mundial, en la que formó parte del gobierno colaboracionista de la ocupación nazi, y que heredó al grupo de choque de Ponce) se consideraba “el último orejón del tarro, un petiso que laburaba”, a pesar de lo cual en 1975 le ofrecieron ser juez federal de Bahía Blanca.
“Deploro no haberme hecho cargo del juzgado porque el asesinato de Cilleruelo me hubiera tocado a mí”, lamentó, mientras su abogado Hugo Sierra –secretario del juzgado que tuvo una intervención simbólica en la causa– parpadeaba nervioso. Cilleruelo fue asesinado por el jefe de custodios de Tetu, suboficial de la Armada Jorge Argibay, y pese a las pruebas abrumadoras en su contra no estuvo un solo día preso por ese crimen.
Montezanti aclaró que no formuló ninguna presentación en favor del militante de Tacuara Néstor Beroch –tal como consignó este cronista– y explicó su fugaz relación con el general Adel Vilas, comandante del Cuerpo V en 1976. “En los primeros días del Proceso” el frío de un FAL entre sus piernas le interrumpió la siesta. “Eran tres milicos. Reventaron mi casa por algo que le adjudicaban a Quiroga. Indignado fui al correo y le escribí una carta documento a Vilas. Me llamó, me invitó a tomar un café, se disculpó y me pidió una tarjeta. Por eso me pidió que lo defendiera, cargo que extrañísimamente decliné.” El pedido de Vilas fue en 1987, es decir que conservó la tarjeta durante once años.
Sobre el médico acusado de asistir a secuestrados en La Escuelita, Humberto Adalberti tiene “el peor de los conceptos: ni honorarios me pagó”. Tomó su caso porque repudia los escraches, símbolos de “barbarie, salvajismo y primitivismo”. Pese a que vivió el juicio que impulsó como “un proceso de la Santa Inquisición” celebró haber tenido “mi día ante el tribunal”. “Ni nazi ni facho: demócrata convencido”, concluyó. Ares le creyó “pues las personas evolucionan y maduran”.
Cuando Rodríguez afirmó que en sus clases Montezanti adjudicaba la muerte de Cilleruelo a “un arreglo de cuentas en su organización”, este cronista –a un metro y medio del querellante– lo escuchó decir “hijo de mil puta” y vio su rostro desencajado. Un día antes había llamado “patoteros baratos” a quienes presenciaban la audiencia, incluidas dos Madres de Plaza de Mayo. “¿Quién se anima a colgar un cuadro firmado por Suárez Mason?”, preguntó Rodríguez. “No fue un filósofo, fue un criminal que repudian las propias Fuerzas Armadas”, explicó. El imputado agradeció a Montezanti la querella porque “gane o pierda pude decir toda la verdad”, leyó el listado de víctimas de la Triple A que “hoy vivirían felices” y se declaró orgulloso “porque no renuncio a mi pasado”. La sala lo aplaudió de pie.
- ¿Por qué en virtud del momento (en 2002 era candidato a camarista) no se dirigió al Senado o al Consejo de la Magistratura? -preguntó Montezanti.
- Por ignorante -se sinceró Rodríguez-. Así me lo explicó un abogado. Esto debió tratarse en el poder público.