Memorias sobre el terrorismo de Estado en Bahía Blanca y Punta Alta. Trabajo colectivo de reconstrucción de la historia local del genocidio. Su objetivo es enfrentar al silencio cómplice con la difusión de la verdad y la exigencia de justicia.
jueves, 21 de diciembre de 2006
Los doctores de La Escuelita
Página/12
Por Diego Martínez
Por disposición de la Justicia federal de Bahía Blanca fue detenido el capitán (R) Humberto Luis Fortunato Adalberti, médico del Cuerpo V de Ejército durante la última dictadura militar. El juez Alcindo Alvarez Canale le imputó “haber formado parte del plan criminal –clandestino e ilegal– implementado para secuestrar, torturar, asesinar y producir la desaparición de personas, utilizando la estructura orgánica de las Fuerzas Armadas” y lo sindicó como partícipe necesario en el delito de tormentos reiterados. En su declaración indagatoria el militar negó haber asistido al centro clandestino La Escuelita. Con las manos esposadas cubiertas por un saco fue trasladado a una seccional de la Policía Federal, donde acompañará al ex suboficial Santiago Cruciani, primer procesado con prisión preventiva por delitos de lesa humanidad cometidos en Bahía Blanca.
Adalberti era jefe del pabellón de oficiales del Hospital Militar. En 1987 dijo desconocer la existencia de La Escuelita. El año pasado admitió que “todos sabíamos lo que pasaba”. Durante el Juicio por la Verdad negó haber concurrido al centro de exterminio, tarea que adjudicó “por ser oficiales superiores” al director del hospital, el fallecido coronel Raúl Eduardo Mariné, y al subdirector, mayor Jorge Guillermo Streich, identificado por sobrevivientes como uno de los médicos que los revisaba tras las sesiones de torturas, impune en un geriátrico de San Martín de los Andes.
La denuncia más sólida contra Adalberti pertenece al ex oficial de reserva Alberto Taranto, que lo acusó de concurrir a La Escuelita “en ausencia” del mayor Streich. Por su parte, el teniente coronel Julián Oscar Corres –administrador de la picana, apodado Laucha– recordó “la concurrencia de dos médicos, capitanes”, de quienes ignoraba sus apellidos. Streich y Adalberti eran capitanes.
Streich reconoció que concurría “al LRD” (lugar de reunión de detenidos en la jerga castrense), dijo que no vio cadáveres ni torturados y sólo iba “por algún resfrío, gripe o diarrea”. No le pareció clandestino “porque me llevó el director por una ruta pública” y supo de la existencia de desaparecidos “por los diarios”. Cuando le preguntaron quién lo reemplazaba, aclaró: “Eramos cinco médicos, podía ser cualquier otro”, y nombró a Mariné, Garimaldi y Adalberti.
En su declaración en el 2000, Adalberti aclaró que “no les pregunto [a los pacientes] si están detenidos en forma legal o ilegal”. Después del golpe “empezaron a aparecer caras que a uno le llamaba la atención que pudieran pertenecer a las Fuerzas Armadas; uno se enteraba todos los días de gente que moría en enfrentamientos, que desaparecía”, admitió que “sospechaba” que los tiroteos eran fraguados, pero “era mejor no saber nada”.
Por La Escuelita pasaron al menos dos mujeres embarazadas. Graciela Izurieta fue vista por última vez en diciembre de 1976, en su quinto mes de embarazo. Graciela Romero de Metz dio a luz un varón el 17 de abril de 1977, “sin asistencia médica”, según su compañera de cautiverio Alicia Partnoy. Ambas continúan desaparecidas. Las principales funciones de los médicos militares eran regular la resistencia de los secuestrados en la mesa de torturas y aplicarles colirio en los ojos por las irritaciones que producían las vendas.
lunes, 18 de diciembre de 2006
Un fiel cumplidor de órdenes
Ecodías
Por Diego Martínez
Sin pena ni gloria, ignorado hasta por sus camaradas, olvidado por las plumas y sotanas que lo envalentonaron a voltear puertas en nombre de Dios y la Patria, pero impune hasta el final, murió a sus 69 años el teniente coronel (R) Emilio Jorge Fernando Ibarra, jefe del “equipo de combate contra la subversión”, como llamó en el Juicio por la Verdad a las patotas de secuestradores del Cuerpo V de Ejército durante la última dictadura, y “un fiel cumplidor de órdenes” según su propia definición.
Fue el general Adel Vilas en 1987 el primero en nombrar al “mayor Ibarra” como “jefe de grupos antisubversivos”, doscientos soldados y suboficiales trasladados a Bahía Blanca desde unidades militares de Esquel, Zapala y Puerto Deseado, que rotaban cada dos meses. Otros altos mandos lo recordaron pero negaron haberlo tenido bajo su responsabilidad. El jefe de operaciones coronel Rafael De Piano sugirió que esas bandas y el Destacamento de Inteligencia 181 dependían del general Abel Catuzzi, segundo comandante que reemplazó a Vilas. Catuzzi pateó la bola hacia arriba: del comandante, corrigió, del general Osvaldo Azpitarte, quien gracias a un derrame cerebral nunca declaró.
Aquel año Ibarra no llegó a ser citado. La obediencia debida de Raúl Alfonsín le evitó una condena inexorable. Declaró recién en 1999, aún con garantías de impunidad. “Dependía estructuralmente de la jefatura III Operaciones [a cargo del coronel Juan Manuel Bayón en 1976 y de De Piano en 1977], las órdenes me las impartía el teniente coronel [Rubén José] Ferretti”, puntualizó. “Las informaciones las suministraba el G2 [jefatura II de Inteligencia a cargo del coronel Aldo Mario Alvarez]”, y los secuestrados “los entregaba a personal de inteligencia”. De los citados, Azpitarte, Catuzzi y Ferretti murieron, Vilas en eso anda, Bayón vive, De Piano es un recoleto miembro del Círculo Militar y Alvarez está escondido en un barrio cerrado del Tigre. Los tres gozan de plena impunidad gracias a la justicia federal de Bahía Blanca.
Una tropa de ensueño
El testimonio de Ibarra durante el Juicio por la Verdad es un ejemplo insuperable de la degradación moral y la total carencia de noción del ridículo que puede padecer un represor frente a un micrófono. Ante la misma Cámara Federal que procesó por secuestros, torturas y asesinatos a los máximos jerarcas del comando, Ibarra contó que su especialidad era voltear puertas (“solamente en eventuales casos los oficiales me ganaron de mano”), logró exasperar a los jueces detallando enfrentamientos que no existieron pero “pueden chequear en La Nueva Provincia” y no se privó de relatar el día que fue herido “en combate”.
- ¿Por la propia tropa?, preguntó el fiscal Hugo Cañón, conciente que los “abatidos” Ricardo Garralda y José Luis Peralta habían estado secuestrados en La Escuelita.
- Nooo. Un rebote me pegó y una esquirla me tocó la cabeza. Me atendió el doctor Humberto Adalberti, redondeó.
“Ahí sí hubo intercambio de disparos”, lo traicionó el inconsciente cuando le preguntaron por el único tiroteo de su vida, al mando de un centenar de soldados contra una pareja de militantes montoneros. Pese a que Daniel Hidalgo ya estaba muerto y “Chela” Souto Castillo tenía 21 años y cuatro meses de embarazo, no se animaron a reducirla: se parapetaron en un edificio vecino y con una bazuca destruyeron el cuarto piso de Fitz Roy 137 para matarla.
Ibarra contó que, a diferencia de Vilas, el general Catuzzi recomendó “no matar a golpes” a los detenidos, admitió que los bienes robados se llevaban en camión al cuartel y “se hacía un inventario en un cuaderno”, aunque dijo ignorar el destino final. Cuando el juez Luis Cotter le preguntó la cantidad de muertos de su tropa Ibarra sonrió: “por suerte ninguno”. Calculó en apenas “seis o siete” los asesinados por el Ejército y en “cuarenta y pico” los detenidos. “Mi misión era entregarlos a inteligencia”, los acompañaba “hasta la tranquera” aunque “la prudencia sugería no tomar conocimiento” sobre los procedimientos aplicados en La Escuelita.
El médico Alberto Taranto tuvo la desgracia de conocerlo mientras cumplía una guardia en el Hospital Militar. Ibarra llegó agitado y pidió “urgente un médico para La Escuelita”. El conscripto se negó, discutieron, intercedió el subdirector del hospital, mayor odontólogo Oscar Augusto Argaño, pero Taranto le repitió que se negaba a ir a un centro clandestino. Argaño lo llevó ante el director, coronel Raúl Mariné, que le notificó una sanción de cinco días de arresto y partió con Ibarra rumbo a La Escuelita.
En 1979, cuando lo designaron juez de instrucción militar, pidió el pase a retiro. Nada de papeles. Aunque no se lo habían planteado como posibilidad el comandante lo sancionó por “no haber reflexionado exhaustivamente”, lamentó su “limitado sentido de la responsabilidad” y su “nula vocación” para una materia tan rigurosa como la justicia militar. No fueron requisitos excluyentes: hasta su retiro en 1985 se dedicó junto al teniente coronel Jorge Alberto Burlando a negar la existencia del “lugar denominado La Escuelita”, donde los sobrevivientes denunciaban haber sido torturados, y a reiterar la falacia oficial de hacer pasar por “enfrentamientos con las fuerzas legales” a los fusilamientos de personas destruidas por la tortura y adormecidas por los médicos militares. A diferencia de Burlando, abogado auditor, Ibarra instruía causas sobre las mismas personas que había secuestrado.
Su muerte pasó desapercibida tanto para los capellanes castrenses que lo auxiliaron en momentos difíciles y tuvo la deferencia de nombrar ante la justicia (Aldo Vara y Dante Vega) como para el arzobispo Jorge Mayer, que supo bendecir condecoraciones por enfrentar a “la guerrilla subversiva que quiere arrebatarnos la cruz”, e incluso para La Nueva Provincia, que no dedicó una línea al guerrero ni tuvo la delicadeza de bonificarle el aviso fúnebre a sus hijos y nietos. Así mueren.
Por Diego Martínez
Sin pena ni gloria, ignorado hasta por sus camaradas, olvidado por las plumas y sotanas que lo envalentonaron a voltear puertas en nombre de Dios y la Patria, pero impune hasta el final, murió a sus 69 años el teniente coronel (R) Emilio Jorge Fernando Ibarra, jefe del “equipo de combate contra la subversión”, como llamó en el Juicio por la Verdad a las patotas de secuestradores del Cuerpo V de Ejército durante la última dictadura, y “un fiel cumplidor de órdenes” según su propia definición.
Fue el general Adel Vilas en 1987 el primero en nombrar al “mayor Ibarra” como “jefe de grupos antisubversivos”, doscientos soldados y suboficiales trasladados a Bahía Blanca desde unidades militares de Esquel, Zapala y Puerto Deseado, que rotaban cada dos meses. Otros altos mandos lo recordaron pero negaron haberlo tenido bajo su responsabilidad. El jefe de operaciones coronel Rafael De Piano sugirió que esas bandas y el Destacamento de Inteligencia 181 dependían del general Abel Catuzzi, segundo comandante que reemplazó a Vilas. Catuzzi pateó la bola hacia arriba: del comandante, corrigió, del general Osvaldo Azpitarte, quien gracias a un derrame cerebral nunca declaró.
Aquel año Ibarra no llegó a ser citado. La obediencia debida de Raúl Alfonsín le evitó una condena inexorable. Declaró recién en 1999, aún con garantías de impunidad. “Dependía estructuralmente de la jefatura III Operaciones [a cargo del coronel Juan Manuel Bayón en 1976 y de De Piano en 1977], las órdenes me las impartía el teniente coronel [Rubén José] Ferretti”, puntualizó. “Las informaciones las suministraba el G2 [jefatura II de Inteligencia a cargo del coronel Aldo Mario Alvarez]”, y los secuestrados “los entregaba a personal de inteligencia”. De los citados, Azpitarte, Catuzzi y Ferretti murieron, Vilas en eso anda, Bayón vive, De Piano es un recoleto miembro del Círculo Militar y Alvarez está escondido en un barrio cerrado del Tigre. Los tres gozan de plena impunidad gracias a la justicia federal de Bahía Blanca.
Una tropa de ensueño
El testimonio de Ibarra durante el Juicio por la Verdad es un ejemplo insuperable de la degradación moral y la total carencia de noción del ridículo que puede padecer un represor frente a un micrófono. Ante la misma Cámara Federal que procesó por secuestros, torturas y asesinatos a los máximos jerarcas del comando, Ibarra contó que su especialidad era voltear puertas (“solamente en eventuales casos los oficiales me ganaron de mano”), logró exasperar a los jueces detallando enfrentamientos que no existieron pero “pueden chequear en La Nueva Provincia” y no se privó de relatar el día que fue herido “en combate”.
- ¿Por la propia tropa?, preguntó el fiscal Hugo Cañón, conciente que los “abatidos” Ricardo Garralda y José Luis Peralta habían estado secuestrados en La Escuelita.
- Nooo. Un rebote me pegó y una esquirla me tocó la cabeza. Me atendió el doctor Humberto Adalberti, redondeó.
“Ahí sí hubo intercambio de disparos”, lo traicionó el inconsciente cuando le preguntaron por el único tiroteo de su vida, al mando de un centenar de soldados contra una pareja de militantes montoneros. Pese a que Daniel Hidalgo ya estaba muerto y “Chela” Souto Castillo tenía 21 años y cuatro meses de embarazo, no se animaron a reducirla: se parapetaron en un edificio vecino y con una bazuca destruyeron el cuarto piso de Fitz Roy 137 para matarla.
Ibarra contó que, a diferencia de Vilas, el general Catuzzi recomendó “no matar a golpes” a los detenidos, admitió que los bienes robados se llevaban en camión al cuartel y “se hacía un inventario en un cuaderno”, aunque dijo ignorar el destino final. Cuando el juez Luis Cotter le preguntó la cantidad de muertos de su tropa Ibarra sonrió: “por suerte ninguno”. Calculó en apenas “seis o siete” los asesinados por el Ejército y en “cuarenta y pico” los detenidos. “Mi misión era entregarlos a inteligencia”, los acompañaba “hasta la tranquera” aunque “la prudencia sugería no tomar conocimiento” sobre los procedimientos aplicados en La Escuelita.
El médico Alberto Taranto tuvo la desgracia de conocerlo mientras cumplía una guardia en el Hospital Militar. Ibarra llegó agitado y pidió “urgente un médico para La Escuelita”. El conscripto se negó, discutieron, intercedió el subdirector del hospital, mayor odontólogo Oscar Augusto Argaño, pero Taranto le repitió que se negaba a ir a un centro clandestino. Argaño lo llevó ante el director, coronel Raúl Mariné, que le notificó una sanción de cinco días de arresto y partió con Ibarra rumbo a La Escuelita.
En 1979, cuando lo designaron juez de instrucción militar, pidió el pase a retiro. Nada de papeles. Aunque no se lo habían planteado como posibilidad el comandante lo sancionó por “no haber reflexionado exhaustivamente”, lamentó su “limitado sentido de la responsabilidad” y su “nula vocación” para una materia tan rigurosa como la justicia militar. No fueron requisitos excluyentes: hasta su retiro en 1985 se dedicó junto al teniente coronel Jorge Alberto Burlando a negar la existencia del “lugar denominado La Escuelita”, donde los sobrevivientes denunciaban haber sido torturados, y a reiterar la falacia oficial de hacer pasar por “enfrentamientos con las fuerzas legales” a los fusilamientos de personas destruidas por la tortura y adormecidas por los médicos militares. A diferencia de Burlando, abogado auditor, Ibarra instruía causas sobre las mismas personas que había secuestrado.
Su muerte pasó desapercibida tanto para los capellanes castrenses que lo auxiliaron en momentos difíciles y tuvo la deferencia de nombrar ante la justicia (Aldo Vara y Dante Vega) como para el arzobispo Jorge Mayer, que supo bendecir condecoraciones por enfrentar a “la guerrilla subversiva que quiere arrebatarnos la cruz”, e incluso para La Nueva Provincia, que no dedicó una línea al guerrero ni tuvo la delicadeza de bonificarle el aviso fúnebre a sus hijos y nietos. Así mueren.
sábado, 25 de noviembre de 2006
Un avance en Bahía Blanca
Página/12
PROCESARON AL REPRESOR SANTIAGO “El TIO” CRUCIANI
Por Diego Martínez
Luego de negarse a declarar en cinco oportunidades y previa denuncia por retardo de justicia del fiscal general Hugo Cañón, el juez federal Alcindo Alvarez Canale procesó y le dictó prisión preventiva al suboficial de inteligencia (R) Santiago Cruciani, alias “Tío” o “Mario Mancini”, principal interrogador al pie de la mesa de torturas del centro clandestino La Escuelita dependiente del V Cuerpo de Ejército. El juez lo consideró partícipe necesario en al menos 38 delitos de lesa humanidad, incluidas tres desapariciones forzadas, diez homicidios agravados por alevosía, trece secuestros seguidos de torturas, y fijó su responsabilidad civil en 7,5 millones de pesos.
Cruciani vivió en Mendoza hasta que lo escrachó la agrupación H.I.J.O.S. Se escondió en San Juan y luego en Mar del Plata, donde fue detenido el 10 de julio. Durante cuatro meses estuvo alojado en una confortable oficina de la Policía Federal. En agosto, el juez rechazó un pedido de arresto domiciliario planteado por la esposa del represor, Yolanda Ester Pozzi, una ex agente del Servicio de Inteligencia del Ejército que en el año 2000, cuando la Cámara Federal bahiense ordenó detener a su marido por negarse a declarar en el Juicio por la Verdad, denunció al tribunal por “privación ilegal de la libertad y torturas” (sic).
A principios de octubre, los fiscales Cañón y Antonio Castaño solicitaron su procesamiento por segunda vez, pero el juez se tomó un mes y medio más para resolver. Ayer a primera hora apeló la resolución el flamante defensor de Cruciani, teniente coronel auditor (R) Mauricio Daniel Gutiérrez, un abogado que durante la dictadura prestó servicios en el departamento jurídico del V Cuerpo, que se ufana ante sus íntimos de haber estado “un par de veces” en La Escuelita y que en los ’90 estuvo procesado por falsedad ideológica de documento público y encubrimiento del asesinato del soldado Omar Carrasco, causa prescripta en el 2005.
Cruciani, de 71 años, es el primer militar procesado en Bahía Blanca desde la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de impunidad y será trasladado en los próximos días al penal de Marcos Paz. En tanto continúa sin juez la causa por los secuestros, torturas y desapariciones cometidos por la Armada en el centro clandestino que funcionó en Baterías, base de Infantería de Marina. Tras las excusaciones de Alvarez Canale y Ramón Dardanelli Alsina, la Cámara Federal declaró nula la designación del juez ad hoc Francisco Gros (designado a dedo por Alvarez Canale), y ya se excusaron cuatro abogados elegidos por sorteo.
viernes, 6 de octubre de 2006
Llenar los blancos
Página/12, suplemento Las/12
La semana que viene se presenta en Buenos Aires La Escuelita, relatos testimoniales, el libro que Alicia Partnoy publicó en Estados Unidos en 1986 y que recién este año tendrá su edición en castellano. En una prosa que usa la primera persona para esos relatos que dan cuenta de los mínimos gestos de resistencia en medio de la anomia y el horror del campo de concentración, y la tercera cuando necesita contar con frialdad ese mismo absurdo, Partnoy se suma, como otras mujeres, al relato coral de múltiples testimonios que este mismo año volvieron a inscribirse con fuerza también en el terreno institucional –aunque con características distintas– y que dan cuenta de que sólo hay límites difusos entre la historia y el presente, algunos –como en el caso del testigo desaparecido– terriblemente desdibujados.
Por Liliana Viola
¿Quién dijo que la historia se sitúa en el pasado? Esta pregunta y otros cuestionamientos de tal grado de alerta y de dolor contribuyeron a entornar la puerta para toda una literatura testimonial que comenzó a circular en la Argentina con más fuerza que nunca, ahora que se cumplieron los 30 años del golpe. El testimonio del horror conforma un género difuso, incompleto para quienes busquen respuestas y precisiones. A su vez, elaborado bajo reglas muy diferentes a las de los otros discursos –el jurídico e incluso el de los derechos humanos– que en nuestro país han servido desde el comienzo de la democracia y sobre todo, desde el Juicio a las Juntas para demostrar la falacia de algunos conceptos impuestos, como “los dos demonios”, “la guerra sucia”, “la lucha contra la subversión”. Palabras que se abalanzaron en su momento y que por estos días intentan emerger como si la historia no alcanzara para hacerse cargo del presente. Esta pregunta habrá que hacerla ahora y en voz alta. Pero por sobre todo, se trata de un género único, heredero de la autobiografía y concentrado en la perversión de un instante; tiene el don de dar cuenta del horror en carne propia. “Mientras sea desaparecido –decía Videla hace 30 años– no puede tener tratamiento especial, porque no tiene identidad: no está muerto ni vivo.” Esta suspensión de la identidad, y la avalancha contra el sentido que da tiempo y coartada para que un Estado asesine, tiene, del otro lado, una maquinaria de recuerdos confusos y aparentemente débiles que buscan recuperar el sentido difuminado. El testimonio parece no tener utilidad, valor de cambio, y sin embargo puede situar la historia –y con ella parte de lo inexplicable– en el tiempo presente de quien está leyendo.
POESIAS EN LA ESCUELITA
Por estos días comenzaron a reeditarse en castellano algunas obras testimoniales que fueron escritas hace muchos años fuera del país y en otros idiomas. Sorprendería conocer la cantidad de trabajos de este tenor que circularon durante todos estos años de democracia en el exterior, sobre todo en el ámbito universitario, que no tuvieron registro dentro del país. Una visita a Amazon.com da cuenta de muchos títulos que a su vez tuvieron importante repercusión en el público y la crítica extranjeros. La literatura testimonial en América latina es un campo en el que se han destacado las mujeres, señala Nora Strejlevich en El arte de no olvidar (Catálogos, 2006). Es justamente una mujer, Marguerite Feitlowitz, la autora del A Lexicon of Terror..., un libro que publicó la Universidad de Harvard y que, basado en testimonios de numerosas víctimas de la dictadura, reconstruye un glosario de palabras y conceptos tras los cuales se fue construyendo la realidad compartida de aquellos años. Sin pretensión académica ni tampoco melancolía, se suma a esta lista Tales of Disappearence & Survival in Argentina (La Escuelita). Fue publicado hace 20 años en Estados Unidos por Alicia Partnoy, quien ahora lo presenta en Buenos Aires con el título La Escuelita. Relatos testimoniales.
Durante los años que pasó en la cárcel como presa política, sus poemas e historias circularon en secreto y hasta alcanzaron a ser publicados anónimamente en diarios y revistas de organizaciones de derechos humanos. Desde su llegada a Estados Unidos ha dado numerosas conferencias para Amnesty International, organizaciones religiosas, universidades y otras entidades. Partnoy ha participado en varios trabajos de recopilación de testimonios, entre los que se incluye otro libro que presenta los relatos de más de 30 mujeres violadas durante las últimas persecuciones políticas en Latinoamérica. Podría decirse, ante la lectura del prólogo, que las historias de La Escuelita son el testimonio de una activista secuestrada por los militares en 1977 que estuvo desaparecida 5 meses en el campo de concentración de Bahía Blanca antes de pasar a otra prisión y, finalmente, al exilio. Pero enseguida aparece algo más. La particularidad de este trabajo es su rechazo a convertir sus recuerdos inconexos y hasta superfluos en un material descifrable para quienes necesitan datos y pruebas. No es un relato tamizado por la lógica con el objetivo de hacer entender, hacer pedagogía, dar a conocer lo que le pasó, dar a juzgar. De hecho, la voz de este libro es muy diferente de la que la misma Partnoy dejaba oír ante la Conadep en la década del 80: “El 12 de enero de 1977, me encontraba en mi casa con mi hija Ruth Irupé (de un año y medio), cuando escuché que sonaba insistentemente el timbre de calle. Era mediodía. Caminé los 30 metros de pasillo que separaban mi departamento de la puerta principal. Cuando llegué alguien estaba pateando con fuerza la puerta. Pregunté: ¿quién es? y me respondieron: Ejército, mientras seguían golpeando”.
Este libro testimonial es un libro de relatos y poemas que además lleva las ilustraciones de su madre: un universo personal organizado en 19 viñetas quebrado por la percepción imposible tras las rejas, las sombras y la tortura. Es una voz interrumpida constantemente por el humor, la locura y la intención poética de sobreponerse al absurdo mientras se esfuerza por dejar señales de los otros que estuvieron con ella. A su vez, al final del libro un apéndice les pone nombre, edad y momento de desaparición a los personajes que antes anduvieron como sombras. Otro apéndice revela características físicas, rango y sobrenombres de los represores. Sin precedentes en el país, este discurso tan impreciso como detallista fue interpretado con valor de documento en 1999, en ocasión de los Juicios de la Verdad: el fiscal decidió presentar fragmentos de este libro en la causa.
El género testimonial –otros horrores mundiales que preceden al nuestro, como el del Holocausto, lo han comprobado con la constante aparición de materiales nuevos– demuestra su capacidad de resistencia, de gota por gota que no deja de caer. Aun si las palabras Nunca Más fueran el perfil de una esperanza imposible, dice Nora Strejlevich, las víctimas seguirían narrando su viaje por el horror. Y aun así, esas palabras seguirán faltando; el presente demuestra que faltan y que no es posible ante el horror y la prepotencia leer un rato y dar vuelta la página.
Anticipo de La Escuelita
Alicia Partnoy
Editorial La Bohemia
Nombre
La última vez que escuché mi nombre completo fue en el Comando del V Cuerpo del Ejército, la tarde de mi secuestro. El milico, con voz pausada y hasta risueña, lo repetía mientras a un costado se oía el tecleo de una máquina de escribir. Yo acababa de estrenar la venda sobre los ojos.
–¿Nombre?
–Alicia Partnoy.
–¿Edad?
–Veintiún años.
–¿Alias?
–Ninguno.
El día que arrestaron a Graciela, la hermana de Zulma, todos nos cambiamos los sobrenombres. En mi caso particular en realidad no hacía falta. Es que Graciela conocía mi nombre, la dirección de mis viejos, mi historia. Si hablaba en la tortura no iba a ser el cambio de sobrenombres lo que me salvara. Pero no habló. Dice Zulma que le contó “Chamamé” que a Graciela la torturaron mucho. Pero no habló. Yo me fui por unos días de casa, por precaución. Me empecé a llamar Rosa. A veces la cuestión de los alias parecía ridícula. Uno pensaba: “en un pueblo, vaya y pase, todos se conocen, hay un solo Gumersindo, un Pascual, pero en la ciudad ¿cómo se encuentra a una Alicia entre cientos, un Carlos entre miles?”. De a poco fuimos aprendiendo. Cada piedrita de información contribuía a formar el alud que aplastaría al resto de los compañeros. El color del pelo, el timbre de la voz, la textura de las manos, el nombre, el sobrenombre. Detalles. Cuando llegó la hora de mi alud yo era Rosa. Cuando vinieron a buscarme no supe si venían por Rosa o por Alicia. Lo cierto es que venían por mí.
En La Escuelita no tengo apellido. Sólo la Vasca me llama por mi nombre. Varias veces nos han dicho que van a empezar a asignarnos números, pero hasta ahora no han sido más que amenazas.
El día de nuestra tercera ducha –ya llevaba yo casi dos meses aquí–, me traían del baño: el pelo largo mojado bajo la venda blanca de los ojos, el vestido con el desgarrón que me hice al saltar el tapial del fondo de mi casa, las manos atadas, los huesos creciéndome en puntas sobre los pómulos y las coyunturas. De pronto escuché que un guardia cantaba una milonga de Atahualpa: “Si la muerte traicionera/ me acogota a su palenque/ háganme con dos rebenques/ la cruz pa’mi cabecera”. Desde entonces me llaman La Muerte. Será tal vez por eso que cada día al despertarme repito para mis adentro que yo, Alicia Partnoy, todavía estoy viva.
Nariz
Ahora que gracias a ella puedo ver, las cosas han cambiado. Sin embargo, desde que tengo memoria siempre renegué de mi nariz, no solamente por los problemas respiratorios, las cuatro operaciones, etc. Nunca me gustó la forma. No es que fuera demasiado grande. Sólo lo suficiente para hacerme sentir incómoda. Me molestaba esa curva semítica y cuando estudiaba mi perfil solía levantarme la punta con el índice, en busca de armonía. Claro que ahora no tengo ese problema. Puedo mirarme en el espejo solamente una vez cada veinte días, cuando me sacan la venda para bañarme. Entonces ya no es la nariz lo que me preocupa, contemplo mis cejas cada vez más pobladas, los ojos, se me han puesto raros, profundos.
Cuando éramos chicos mi hermano para hacerme enojar me llamaba Cyrana, por aquella novela de Cyrano de Bergerac. “Erase un hombre a una nariz pegado.” Me ponía furiosa.
El otro día me animé a pedir un antihistamínico. El “Doctor”, un gordo gigantesco, se sentó en el borde de mi cama a preguntar cómo me sentía. Le hablé de esa alergia que de a ratos no me deja respirar. Me dio una pastilla redonda y pequeña.
Los pedazos de gasa que a veces me traen para sonarme se amontonan bajo la almohada.
A pesar de todo, ese resentimiento hacia mi nariz se ha ido suavizando en estos últimos días. Cuando está obstruida por la alergia no puedo olfatear el cigarrillo del guardia que entra a hurtadillas, la lluvia, el pan, pero tampoco la mugre de mi frazada ni el olor metálico de nuestro miedo. Es decir, ventajas y desventajas corren parejas.
Son las condiciones de vida en La Escuelita las que permiten que este apéndice de mi cara manifieste su oculta virtud: la nariz me permite ver. No es que me haya puesto metafórica de pronto. Sí, veo gracias a ella. Lo que ocurre es que su forma mantiene la venda de mis ojos ligeramente levantada. Por las pequeñas rendijas desfilan porciones de este mundo.
Sólo el “Peine” sabe cómo atar una venda lo suficientemente ancha como para burlar mi nariz. Otros guardias me ponen pedazos de algodón y cinta adhesiva para clausurar esas ventanitas ilegales y –para ellos– peligrosas. Mientras tanto, mi nariz parece crecer, orgullosa, cada vez que me colocan una nueva venda. Es que, finalmente, ella y yo nos hemos reconciliado.
Telepatía
Todavía no sé muy bien si fue para peor o para mejor que lo de la telepatía no haya funcionado. Probé varias veces. Me importaba sobre todo comunicarme con mi familia, aunque los usos podrían llegar a ser infinitos. Me acuerdo que la primera vez que lo intenté fue el día en que trajeron un pedazo de carne y una papa hervida para el almuerzo. El plato constituía una exquisitez digna de otra escenografía. Carne y papa fueron digeridas con pasmosa rapidez. Entonces fue probablemente el hambre lo que me despertó las ganas de explorar el mundo extrasensorial. Empecé primero por relajar el cuerpo. Se suponía que la mente, aligerada de su peso, podría viajar en la dirección que yo determinara. Pero el experimento no funcionó. Era de esperar que mi mente, elevada hasta el techo de la habitación, tuviera la virtud de observar mi cuerpo tendido sobre el colchón de rayas rojas y mugre. Pero no. Quizás esos ojos del espíritu también estuvieran vendados.
Al día siguiente probé de nuevo. Fue la misma tarde en que me desperté sobresaltada tratando de acordarme dónde había dejado a mi hija aquel mediodía, para abrir los ojos a una venda que me los tapaba hacía ya veinte mediodías. Ese sobresalto me dio una idea. Mi mente todavía tenía uno de sus bordes en libertad. ¡Si pudiera estirarse hacia afuera! Querer es poder. Si yo quiero, puedo controlar mi pensamiento, hacerlo viajar, huir. SALIR. ¡Te lo ordeno! A mí me dan tantas órdenes: “¡Sentarse! ¡Acostarse! ¡Boca abajo! ¡Apurarse!”. Por eso yo le exigí a mi pensamiento: “¡Vamos! Rajá. Rápido. Salí”. Es que tenía una misión para él. De todas maneras, ahora que lo pienso bien, tal vez haya sido mejor que no me obedeciera. Porque entonces yo le hubiera pedido que averiguara mi futuro, y cuando él regresara a contarme cuántas balas había visto en mi cadáver, yo no iba a tener paz. Ahora tampoco tengo paz, pero por lo menos me queda la esperanza de que todavía me quede una cuota de aire para respirar en libertad.
Hice un tercer intento esta tarde. Utilicé otro método. Reconstruí en mi imaginación la casa de la calle Uruguay, mi mamá y sus cuadros en el galponcito, papá preparando té en la cocina, mi hermano doblado sobre un libro, el sol, los árboles del patio. “Estoy bien”, repetí mentalmente. “Estoy viva. Estoy viva. Todavía estoy viva. Estoy bien.” Apreté los párpados con fuerza, los puños, las mandíbulas. “Estoy bien. Escuchen, estoy bien.” Mamá siguió pintando, papá revolvió el té y Daniel dio vuelta la página de su libro. En el patio los árboles se balancearon, pero yo no los vi, sólo los imaginé. Ellos tampoco me escucharon. Los pies me cosquilleaban. Quería salir corriendo.
Creo que fue entonces cuando abrí los ojos. Por la ranura de debajo de la venda vi las piernas de Hugo. “El Bruja” acababa de traerlo de la ducha. Le habían puesto un vestido de mujer, para regocijo del “Loro” que carcajeaba al verlo tratar de trepar la cucheta. Al rato pasó Batata, vestido con un camisón rosa. Decían los guardias que no había pantalones para los hombres, entre las risas y la humillación que flotaba en el aire como un olor incómodo, no pude seguir con la telepatía. De todas maneras no había podido comunicarme.
Es extraño pero de repente me doy cuenta de que, desde hace un rato, tengo la certeza de que uno de mis abuelos se acaba de morir.
La semana que viene se presenta en Buenos Aires La Escuelita, relatos testimoniales, el libro que Alicia Partnoy publicó en Estados Unidos en 1986 y que recién este año tendrá su edición en castellano. En una prosa que usa la primera persona para esos relatos que dan cuenta de los mínimos gestos de resistencia en medio de la anomia y el horror del campo de concentración, y la tercera cuando necesita contar con frialdad ese mismo absurdo, Partnoy se suma, como otras mujeres, al relato coral de múltiples testimonios que este mismo año volvieron a inscribirse con fuerza también en el terreno institucional –aunque con características distintas– y que dan cuenta de que sólo hay límites difusos entre la historia y el presente, algunos –como en el caso del testigo desaparecido– terriblemente desdibujados.
Por Liliana Viola
¿Quién dijo que la historia se sitúa en el pasado? Esta pregunta y otros cuestionamientos de tal grado de alerta y de dolor contribuyeron a entornar la puerta para toda una literatura testimonial que comenzó a circular en la Argentina con más fuerza que nunca, ahora que se cumplieron los 30 años del golpe. El testimonio del horror conforma un género difuso, incompleto para quienes busquen respuestas y precisiones. A su vez, elaborado bajo reglas muy diferentes a las de los otros discursos –el jurídico e incluso el de los derechos humanos– que en nuestro país han servido desde el comienzo de la democracia y sobre todo, desde el Juicio a las Juntas para demostrar la falacia de algunos conceptos impuestos, como “los dos demonios”, “la guerra sucia”, “la lucha contra la subversión”. Palabras que se abalanzaron en su momento y que por estos días intentan emerger como si la historia no alcanzara para hacerse cargo del presente. Esta pregunta habrá que hacerla ahora y en voz alta. Pero por sobre todo, se trata de un género único, heredero de la autobiografía y concentrado en la perversión de un instante; tiene el don de dar cuenta del horror en carne propia. “Mientras sea desaparecido –decía Videla hace 30 años– no puede tener tratamiento especial, porque no tiene identidad: no está muerto ni vivo.” Esta suspensión de la identidad, y la avalancha contra el sentido que da tiempo y coartada para que un Estado asesine, tiene, del otro lado, una maquinaria de recuerdos confusos y aparentemente débiles que buscan recuperar el sentido difuminado. El testimonio parece no tener utilidad, valor de cambio, y sin embargo puede situar la historia –y con ella parte de lo inexplicable– en el tiempo presente de quien está leyendo.
POESIAS EN LA ESCUELITA
Por estos días comenzaron a reeditarse en castellano algunas obras testimoniales que fueron escritas hace muchos años fuera del país y en otros idiomas. Sorprendería conocer la cantidad de trabajos de este tenor que circularon durante todos estos años de democracia en el exterior, sobre todo en el ámbito universitario, que no tuvieron registro dentro del país. Una visita a Amazon.com da cuenta de muchos títulos que a su vez tuvieron importante repercusión en el público y la crítica extranjeros. La literatura testimonial en América latina es un campo en el que se han destacado las mujeres, señala Nora Strejlevich en El arte de no olvidar (Catálogos, 2006). Es justamente una mujer, Marguerite Feitlowitz, la autora del A Lexicon of Terror..., un libro que publicó la Universidad de Harvard y que, basado en testimonios de numerosas víctimas de la dictadura, reconstruye un glosario de palabras y conceptos tras los cuales se fue construyendo la realidad compartida de aquellos años. Sin pretensión académica ni tampoco melancolía, se suma a esta lista Tales of Disappearence & Survival in Argentina (La Escuelita). Fue publicado hace 20 años en Estados Unidos por Alicia Partnoy, quien ahora lo presenta en Buenos Aires con el título La Escuelita. Relatos testimoniales.
Durante los años que pasó en la cárcel como presa política, sus poemas e historias circularon en secreto y hasta alcanzaron a ser publicados anónimamente en diarios y revistas de organizaciones de derechos humanos. Desde su llegada a Estados Unidos ha dado numerosas conferencias para Amnesty International, organizaciones religiosas, universidades y otras entidades. Partnoy ha participado en varios trabajos de recopilación de testimonios, entre los que se incluye otro libro que presenta los relatos de más de 30 mujeres violadas durante las últimas persecuciones políticas en Latinoamérica. Podría decirse, ante la lectura del prólogo, que las historias de La Escuelita son el testimonio de una activista secuestrada por los militares en 1977 que estuvo desaparecida 5 meses en el campo de concentración de Bahía Blanca antes de pasar a otra prisión y, finalmente, al exilio. Pero enseguida aparece algo más. La particularidad de este trabajo es su rechazo a convertir sus recuerdos inconexos y hasta superfluos en un material descifrable para quienes necesitan datos y pruebas. No es un relato tamizado por la lógica con el objetivo de hacer entender, hacer pedagogía, dar a conocer lo que le pasó, dar a juzgar. De hecho, la voz de este libro es muy diferente de la que la misma Partnoy dejaba oír ante la Conadep en la década del 80: “El 12 de enero de 1977, me encontraba en mi casa con mi hija Ruth Irupé (de un año y medio), cuando escuché que sonaba insistentemente el timbre de calle. Era mediodía. Caminé los 30 metros de pasillo que separaban mi departamento de la puerta principal. Cuando llegué alguien estaba pateando con fuerza la puerta. Pregunté: ¿quién es? y me respondieron: Ejército, mientras seguían golpeando”.
Este libro testimonial es un libro de relatos y poemas que además lleva las ilustraciones de su madre: un universo personal organizado en 19 viñetas quebrado por la percepción imposible tras las rejas, las sombras y la tortura. Es una voz interrumpida constantemente por el humor, la locura y la intención poética de sobreponerse al absurdo mientras se esfuerza por dejar señales de los otros que estuvieron con ella. A su vez, al final del libro un apéndice les pone nombre, edad y momento de desaparición a los personajes que antes anduvieron como sombras. Otro apéndice revela características físicas, rango y sobrenombres de los represores. Sin precedentes en el país, este discurso tan impreciso como detallista fue interpretado con valor de documento en 1999, en ocasión de los Juicios de la Verdad: el fiscal decidió presentar fragmentos de este libro en la causa.
El género testimonial –otros horrores mundiales que preceden al nuestro, como el del Holocausto, lo han comprobado con la constante aparición de materiales nuevos– demuestra su capacidad de resistencia, de gota por gota que no deja de caer. Aun si las palabras Nunca Más fueran el perfil de una esperanza imposible, dice Nora Strejlevich, las víctimas seguirían narrando su viaje por el horror. Y aun así, esas palabras seguirán faltando; el presente demuestra que faltan y que no es posible ante el horror y la prepotencia leer un rato y dar vuelta la página.
Anticipo de La Escuelita
Alicia Partnoy
Editorial La Bohemia
Nombre
La última vez que escuché mi nombre completo fue en el Comando del V Cuerpo del Ejército, la tarde de mi secuestro. El milico, con voz pausada y hasta risueña, lo repetía mientras a un costado se oía el tecleo de una máquina de escribir. Yo acababa de estrenar la venda sobre los ojos.
–¿Nombre?
–Alicia Partnoy.
–¿Edad?
–Veintiún años.
–¿Alias?
–Ninguno.
El día que arrestaron a Graciela, la hermana de Zulma, todos nos cambiamos los sobrenombres. En mi caso particular en realidad no hacía falta. Es que Graciela conocía mi nombre, la dirección de mis viejos, mi historia. Si hablaba en la tortura no iba a ser el cambio de sobrenombres lo que me salvara. Pero no habló. Dice Zulma que le contó “Chamamé” que a Graciela la torturaron mucho. Pero no habló. Yo me fui por unos días de casa, por precaución. Me empecé a llamar Rosa. A veces la cuestión de los alias parecía ridícula. Uno pensaba: “en un pueblo, vaya y pase, todos se conocen, hay un solo Gumersindo, un Pascual, pero en la ciudad ¿cómo se encuentra a una Alicia entre cientos, un Carlos entre miles?”. De a poco fuimos aprendiendo. Cada piedrita de información contribuía a formar el alud que aplastaría al resto de los compañeros. El color del pelo, el timbre de la voz, la textura de las manos, el nombre, el sobrenombre. Detalles. Cuando llegó la hora de mi alud yo era Rosa. Cuando vinieron a buscarme no supe si venían por Rosa o por Alicia. Lo cierto es que venían por mí.
En La Escuelita no tengo apellido. Sólo la Vasca me llama por mi nombre. Varias veces nos han dicho que van a empezar a asignarnos números, pero hasta ahora no han sido más que amenazas.
El día de nuestra tercera ducha –ya llevaba yo casi dos meses aquí–, me traían del baño: el pelo largo mojado bajo la venda blanca de los ojos, el vestido con el desgarrón que me hice al saltar el tapial del fondo de mi casa, las manos atadas, los huesos creciéndome en puntas sobre los pómulos y las coyunturas. De pronto escuché que un guardia cantaba una milonga de Atahualpa: “Si la muerte traicionera/ me acogota a su palenque/ háganme con dos rebenques/ la cruz pa’mi cabecera”. Desde entonces me llaman La Muerte. Será tal vez por eso que cada día al despertarme repito para mis adentro que yo, Alicia Partnoy, todavía estoy viva.
Nariz
Ahora que gracias a ella puedo ver, las cosas han cambiado. Sin embargo, desde que tengo memoria siempre renegué de mi nariz, no solamente por los problemas respiratorios, las cuatro operaciones, etc. Nunca me gustó la forma. No es que fuera demasiado grande. Sólo lo suficiente para hacerme sentir incómoda. Me molestaba esa curva semítica y cuando estudiaba mi perfil solía levantarme la punta con el índice, en busca de armonía. Claro que ahora no tengo ese problema. Puedo mirarme en el espejo solamente una vez cada veinte días, cuando me sacan la venda para bañarme. Entonces ya no es la nariz lo que me preocupa, contemplo mis cejas cada vez más pobladas, los ojos, se me han puesto raros, profundos.
Cuando éramos chicos mi hermano para hacerme enojar me llamaba Cyrana, por aquella novela de Cyrano de Bergerac. “Erase un hombre a una nariz pegado.” Me ponía furiosa.
El otro día me animé a pedir un antihistamínico. El “Doctor”, un gordo gigantesco, se sentó en el borde de mi cama a preguntar cómo me sentía. Le hablé de esa alergia que de a ratos no me deja respirar. Me dio una pastilla redonda y pequeña.
Los pedazos de gasa que a veces me traen para sonarme se amontonan bajo la almohada.
A pesar de todo, ese resentimiento hacia mi nariz se ha ido suavizando en estos últimos días. Cuando está obstruida por la alergia no puedo olfatear el cigarrillo del guardia que entra a hurtadillas, la lluvia, el pan, pero tampoco la mugre de mi frazada ni el olor metálico de nuestro miedo. Es decir, ventajas y desventajas corren parejas.
Son las condiciones de vida en La Escuelita las que permiten que este apéndice de mi cara manifieste su oculta virtud: la nariz me permite ver. No es que me haya puesto metafórica de pronto. Sí, veo gracias a ella. Lo que ocurre es que su forma mantiene la venda de mis ojos ligeramente levantada. Por las pequeñas rendijas desfilan porciones de este mundo.
Sólo el “Peine” sabe cómo atar una venda lo suficientemente ancha como para burlar mi nariz. Otros guardias me ponen pedazos de algodón y cinta adhesiva para clausurar esas ventanitas ilegales y –para ellos– peligrosas. Mientras tanto, mi nariz parece crecer, orgullosa, cada vez que me colocan una nueva venda. Es que, finalmente, ella y yo nos hemos reconciliado.
Telepatía
Todavía no sé muy bien si fue para peor o para mejor que lo de la telepatía no haya funcionado. Probé varias veces. Me importaba sobre todo comunicarme con mi familia, aunque los usos podrían llegar a ser infinitos. Me acuerdo que la primera vez que lo intenté fue el día en que trajeron un pedazo de carne y una papa hervida para el almuerzo. El plato constituía una exquisitez digna de otra escenografía. Carne y papa fueron digeridas con pasmosa rapidez. Entonces fue probablemente el hambre lo que me despertó las ganas de explorar el mundo extrasensorial. Empecé primero por relajar el cuerpo. Se suponía que la mente, aligerada de su peso, podría viajar en la dirección que yo determinara. Pero el experimento no funcionó. Era de esperar que mi mente, elevada hasta el techo de la habitación, tuviera la virtud de observar mi cuerpo tendido sobre el colchón de rayas rojas y mugre. Pero no. Quizás esos ojos del espíritu también estuvieran vendados.
Al día siguiente probé de nuevo. Fue la misma tarde en que me desperté sobresaltada tratando de acordarme dónde había dejado a mi hija aquel mediodía, para abrir los ojos a una venda que me los tapaba hacía ya veinte mediodías. Ese sobresalto me dio una idea. Mi mente todavía tenía uno de sus bordes en libertad. ¡Si pudiera estirarse hacia afuera! Querer es poder. Si yo quiero, puedo controlar mi pensamiento, hacerlo viajar, huir. SALIR. ¡Te lo ordeno! A mí me dan tantas órdenes: “¡Sentarse! ¡Acostarse! ¡Boca abajo! ¡Apurarse!”. Por eso yo le exigí a mi pensamiento: “¡Vamos! Rajá. Rápido. Salí”. Es que tenía una misión para él. De todas maneras, ahora que lo pienso bien, tal vez haya sido mejor que no me obedeciera. Porque entonces yo le hubiera pedido que averiguara mi futuro, y cuando él regresara a contarme cuántas balas había visto en mi cadáver, yo no iba a tener paz. Ahora tampoco tengo paz, pero por lo menos me queda la esperanza de que todavía me quede una cuota de aire para respirar en libertad.
Hice un tercer intento esta tarde. Utilicé otro método. Reconstruí en mi imaginación la casa de la calle Uruguay, mi mamá y sus cuadros en el galponcito, papá preparando té en la cocina, mi hermano doblado sobre un libro, el sol, los árboles del patio. “Estoy bien”, repetí mentalmente. “Estoy viva. Estoy viva. Todavía estoy viva. Estoy bien.” Apreté los párpados con fuerza, los puños, las mandíbulas. “Estoy bien. Escuchen, estoy bien.” Mamá siguió pintando, papá revolvió el té y Daniel dio vuelta la página de su libro. En el patio los árboles se balancearon, pero yo no los vi, sólo los imaginé. Ellos tampoco me escucharon. Los pies me cosquilleaban. Quería salir corriendo.
Creo que fue entonces cuando abrí los ojos. Por la ranura de debajo de la venda vi las piernas de Hugo. “El Bruja” acababa de traerlo de la ducha. Le habían puesto un vestido de mujer, para regocijo del “Loro” que carcajeaba al verlo tratar de trepar la cucheta. Al rato pasó Batata, vestido con un camisón rosa. Decían los guardias que no había pantalones para los hombres, entre las risas y la humillación que flotaba en el aire como un olor incómodo, no pude seguir con la telepatía. De todas maneras no había podido comunicarme.
Es extraño pero de repente me doy cuenta de que, desde hace un rato, tengo la certeza de que uno de mis abuelos se acaba de morir.
viernes, 29 de septiembre de 2006
Justicia para dos enfermeras bahienses
Ecodías
PERPETUA PARA EL EX COMISARIO ETCHECOLATZ
Mientras en Bahía Blanca continúan impunes los crímenes cometidos al amparo del Estado Terrorista, en La Plata el ex comisario Miguel Etchecolatz fue condenado a reclusión perpetua por los homicidios agravados de las enfermeras bahienses Nora Formiga y Elena Arce Sahores.
Por Diego Martínez
Mientras las causas por los crímenes cometidos en jurisdicción del Cuerpo V de Ejército y la base naval Puerto Belgrano descansan sin sobresaltos en la justicia federal y en todo el país son casi 250 los militares y policías detenidos por delitos cometidos durante la última dictadura militar, el Tribunal Federal 1 de La Plata condenó a reclusión perpetua al ex comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz por “delitos de lesa humanidad” cometidos “en el marco del genocidio que tuvo lugar en la Argentina entre 1976 y 1983”. El ex director de investigaciones de la policía bonaerense fue condenado por dos privaciones ilegales de la libertad y torturas y seis homicidios agravados, entre ellos los de Nora Lidia Formiga y Elena Arce Sahores, jóvenes enfermeras de Bahía Blanca, docentes en la Cruz Roja platense y militantes de la Juventud Universitaria Peronista. Sus historias han sido reconstruidas por familiares y allegados desde el comienzo de la democracia hasta estos días, ya que también formaron parte del Juicio a las Juntas en 1985 y del Juicio por la Verdad de La Plata en 1999. La condena incluyó el caso de Diana Teruggi, asesinada durante un operativo que incluyó el secuestro de su beba Clara Anahí Mariani, aún no restituida, y el asesinato del bahiense Juan Carlos Peiris, miembro de la Juventud de Trabajadores Peronistas.
“Son mis amigas”
El 22 de noviembre de 1977 Elena Arce Sahores viajó de Buenos Aires a La Plata para dar clases de enfermería en la Cruz Roja. Eran las 17.30 cuando llegaba junto a su novio al departamento de su amiga Nora Formiga, en calle 54 al 1271. Metros antes vieron un tumulto, corridas, testigos paralizados. El muchacho sugirió alejarse pero Elena reconoció a las víctimas.
- ¿Por qué se llevan a mis amigas? -gritó.
- ¿Las conoce? -preguntó, fusil en mano, uno de los secuestradores.
- Son mis amigas.
Las secuestradas eran Nora, Teresa Calderoni, otra joven embarazada no identificada y, tras su presentación, Elena. La patota la integraban miembros del Regimiento 7 de Infantería y policías bonaerenses de civil. Les ataron las manos por la espalda, las encapucharon, las metieron en los baúles de un Dodge 1500 naranja y un Renault 12 azul y partieron con rumbo desconocido.
A los tres días volvieron a saquear el departamento. Abrieron con la llave de la secuestrada y cargaron los muebles en un camión del Ejército. Como el dueño vivía en el edificio levantaron un acta “para dejar expresa constancia de los elementos secuestrados en la finca”. Enumeraron unos pocos, que tampoco devolvieron. La firmaron el capitán Enrique Armando Cicciari y el sargento primero Juan Basilio Viscelli. En la faja de clausura se leía “R.I.7. Grupo Operacional 113”.
Calderoni fue liberada al mes. La tiraron al costado de un camino. “No puedo hablar porque me matan”, repitió durante años. En cautiverio vio a Nora y a Elena, muy torturadas, en el centro clandestino La Cacha, en la localidad de Olmos. Luego fueron trasladadas a la comisaría 8 de La Plata, donde compartieron calabozo durante ocho días. La noche del 20 de enero de 1978 les avisaron que serían liberadas y se las llevaron.
En la seccional policial alcanzaron a compartir datos sobre La Cacha, que luego permitieron reconstruir el “circuito Camps”, como se conoce a los centros clandestinos del sur del Gran Buenos Aires regenteados por el ex coronel Ramón Camps. El mes pasado, después de 29 años, familiares de Adriana Tasca –secuestrada durante su quinto mes de embarazo- le agradecieron a las hermanas Formiga el gesto de Nora y Elena. Las bahienses informaron al resto de los cautivos que Adriana estaba en La Cacha y su certeza de que no la matarían sin antes parir. El dato permitió no abandonar la búsqueda e identificar al nieto 82 recuperado por Abuelas de Plaza de Mayo.
“Los cuerpos no se entregan”
En febrero de 1978, en medio del calvario que para los familiares de desaparecidos implicó el silencio de militares y eclesiásticos, Alfredo Arce Garzón logró entrevistarse con el coronel Mario Horacio Torres, jefe del departamento operaciones del Cuerpo V. Según declaró el padre de Elena durante el Juicio a las Juntas, el militar tomó nota, prometió averiguar y días después le aconsejó “no piense más en ella y rece mucho”. Tres días después, cuando le reclamó el cuerpo de su hija para sepultarla, el coronel fue elocuente: “los cuerpos no se entregan”.
Siete años atrás, durante el Juicio por la Verdad, Torres dio su versión de aquellos diálogos. Recibió a Arce Garzón “con un copetín” pero “el señor, poco comunicativo, no tomó ni comió nada”. Después habló con “un compañero, el coronel Roberto Roualdés”, quien al día siguiente le respondió que “no existe ninguna lista donde esa persona figure como desaparecida (sic) o baja en combate”. Roualdés no era cualquier compañero: era jefe de la subzona Capital, dueño de la vida y la muerte en la mayor ciudad argentina. Al comunicarle la noticia Torres notó al padre de Elena “más angustiado” y le recomendó “una profunda fe en Dios, que rece mucho”.
Cuando los jueces le recordaron las palabras de Arce Garzón el coronel negó haber admitido la desaparición de Elena. “Jamás podría decirle a un padre de la muerte de su hija y menos hablar del cadáver”. Arce Garzón ya no estaba para responderle pero su hija Alejandra se encargó de recordar las verdaderas palabras del militar y agregó que durante el último diálogo “Torres le dijo que se olvidara de él porque si le preguntaban algo no lo iba a conocer”. Aún nadie denunció al coronel Torres por falso testimonio.
“No servía para matar”
En agosto de 1978 un nuevo dato reavivó esperanzas. En respuesta a un hábeas corpus la comisaría 8 informó que Elena, Nora y Margarita Delgado habían ingresado como detenidas e incomunicadas el 11 de enero y nueve días más tarde habían sido liberadas “a disposición del Área Operacional 113”.
- Pero no busque más a Elena, está en el cielo –le aconsejó al padre de la víctima un oficial de apellido Inchausti.
Tres años después el entonces capitán de fragata Jorge Retes admitió en presencia de Alejandra Arce que había visto a las enfermeras secuestradas en la Escuela de Mecánica de la Armada. “Las careamos en la ESMA para determinar su ingreso a Montoneros”, agregó. Según declaró la ex esposa de Retes en 1999 el marino contó que intentaron utilizarla “en la contraguerrilla” pero “como no servía para matar” los oficiales de la Armada “la usaban para mantener relaciones sexuales”. Retes se retiró como capitán de navío y vivió impune en Bahía Blanca hasta su muerte en septiembre de 2000.
No es el único dato sobre la participación de la Armada. Al recibirse de enfermera Calderoni consiguió trabajo en el Hospital Naval, donde un suboficial le confesó “yo te conozco, vos sos la Tana”. Casi se desmaya: así la llamaban en cautiverio. “Yo te quería mucho pero tus amigas están muertas, nosotros las matamos”, admitió el marino. Al día siguiente la mujer renunció.
En 1999 el Equipo Argentino de Antropología Forense exhumó tres cadáveres hallados el 21 de enero de 1978 en la intersección de las rutas 6 y 215, cerca de La Plata, y confirmó que se trataba de Nora, Elena y Margarita Delgado, las enfermeras “liberadas” el día anterior de la comisaría 8. Según el acta de defunción las tres “NN” (no name, sin nombre) habían fallecido por “destrucción de masa encefálica por proyectil de arma de fuego”. Esta semana Etchecolatz se convirtió en el primer asesino condenado por esos crímenes.
PERPETUA PARA EL EX COMISARIO ETCHECOLATZ
Mientras en Bahía Blanca continúan impunes los crímenes cometidos al amparo del Estado Terrorista, en La Plata el ex comisario Miguel Etchecolatz fue condenado a reclusión perpetua por los homicidios agravados de las enfermeras bahienses Nora Formiga y Elena Arce Sahores.
Por Diego Martínez
Mientras las causas por los crímenes cometidos en jurisdicción del Cuerpo V de Ejército y la base naval Puerto Belgrano descansan sin sobresaltos en la justicia federal y en todo el país son casi 250 los militares y policías detenidos por delitos cometidos durante la última dictadura militar, el Tribunal Federal 1 de La Plata condenó a reclusión perpetua al ex comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz por “delitos de lesa humanidad” cometidos “en el marco del genocidio que tuvo lugar en la Argentina entre 1976 y 1983”. El ex director de investigaciones de la policía bonaerense fue condenado por dos privaciones ilegales de la libertad y torturas y seis homicidios agravados, entre ellos los de Nora Lidia Formiga y Elena Arce Sahores, jóvenes enfermeras de Bahía Blanca, docentes en la Cruz Roja platense y militantes de la Juventud Universitaria Peronista. Sus historias han sido reconstruidas por familiares y allegados desde el comienzo de la democracia hasta estos días, ya que también formaron parte del Juicio a las Juntas en 1985 y del Juicio por la Verdad de La Plata en 1999. La condena incluyó el caso de Diana Teruggi, asesinada durante un operativo que incluyó el secuestro de su beba Clara Anahí Mariani, aún no restituida, y el asesinato del bahiense Juan Carlos Peiris, miembro de la Juventud de Trabajadores Peronistas.
“Son mis amigas”
El 22 de noviembre de 1977 Elena Arce Sahores viajó de Buenos Aires a La Plata para dar clases de enfermería en la Cruz Roja. Eran las 17.30 cuando llegaba junto a su novio al departamento de su amiga Nora Formiga, en calle 54 al 1271. Metros antes vieron un tumulto, corridas, testigos paralizados. El muchacho sugirió alejarse pero Elena reconoció a las víctimas.
- ¿Por qué se llevan a mis amigas? -gritó.
- ¿Las conoce? -preguntó, fusil en mano, uno de los secuestradores.
- Son mis amigas.
Las secuestradas eran Nora, Teresa Calderoni, otra joven embarazada no identificada y, tras su presentación, Elena. La patota la integraban miembros del Regimiento 7 de Infantería y policías bonaerenses de civil. Les ataron las manos por la espalda, las encapucharon, las metieron en los baúles de un Dodge 1500 naranja y un Renault 12 azul y partieron con rumbo desconocido.
A los tres días volvieron a saquear el departamento. Abrieron con la llave de la secuestrada y cargaron los muebles en un camión del Ejército. Como el dueño vivía en el edificio levantaron un acta “para dejar expresa constancia de los elementos secuestrados en la finca”. Enumeraron unos pocos, que tampoco devolvieron. La firmaron el capitán Enrique Armando Cicciari y el sargento primero Juan Basilio Viscelli. En la faja de clausura se leía “R.I.7. Grupo Operacional 113”.
Calderoni fue liberada al mes. La tiraron al costado de un camino. “No puedo hablar porque me matan”, repitió durante años. En cautiverio vio a Nora y a Elena, muy torturadas, en el centro clandestino La Cacha, en la localidad de Olmos. Luego fueron trasladadas a la comisaría 8 de La Plata, donde compartieron calabozo durante ocho días. La noche del 20 de enero de 1978 les avisaron que serían liberadas y se las llevaron.
En la seccional policial alcanzaron a compartir datos sobre La Cacha, que luego permitieron reconstruir el “circuito Camps”, como se conoce a los centros clandestinos del sur del Gran Buenos Aires regenteados por el ex coronel Ramón Camps. El mes pasado, después de 29 años, familiares de Adriana Tasca –secuestrada durante su quinto mes de embarazo- le agradecieron a las hermanas Formiga el gesto de Nora y Elena. Las bahienses informaron al resto de los cautivos que Adriana estaba en La Cacha y su certeza de que no la matarían sin antes parir. El dato permitió no abandonar la búsqueda e identificar al nieto 82 recuperado por Abuelas de Plaza de Mayo.
“Los cuerpos no se entregan”
En febrero de 1978, en medio del calvario que para los familiares de desaparecidos implicó el silencio de militares y eclesiásticos, Alfredo Arce Garzón logró entrevistarse con el coronel Mario Horacio Torres, jefe del departamento operaciones del Cuerpo V. Según declaró el padre de Elena durante el Juicio a las Juntas, el militar tomó nota, prometió averiguar y días después le aconsejó “no piense más en ella y rece mucho”. Tres días después, cuando le reclamó el cuerpo de su hija para sepultarla, el coronel fue elocuente: “los cuerpos no se entregan”.
Siete años atrás, durante el Juicio por la Verdad, Torres dio su versión de aquellos diálogos. Recibió a Arce Garzón “con un copetín” pero “el señor, poco comunicativo, no tomó ni comió nada”. Después habló con “un compañero, el coronel Roberto Roualdés”, quien al día siguiente le respondió que “no existe ninguna lista donde esa persona figure como desaparecida (sic) o baja en combate”. Roualdés no era cualquier compañero: era jefe de la subzona Capital, dueño de la vida y la muerte en la mayor ciudad argentina. Al comunicarle la noticia Torres notó al padre de Elena “más angustiado” y le recomendó “una profunda fe en Dios, que rece mucho”.
Cuando los jueces le recordaron las palabras de Arce Garzón el coronel negó haber admitido la desaparición de Elena. “Jamás podría decirle a un padre de la muerte de su hija y menos hablar del cadáver”. Arce Garzón ya no estaba para responderle pero su hija Alejandra se encargó de recordar las verdaderas palabras del militar y agregó que durante el último diálogo “Torres le dijo que se olvidara de él porque si le preguntaban algo no lo iba a conocer”. Aún nadie denunció al coronel Torres por falso testimonio.
“No servía para matar”
En agosto de 1978 un nuevo dato reavivó esperanzas. En respuesta a un hábeas corpus la comisaría 8 informó que Elena, Nora y Margarita Delgado habían ingresado como detenidas e incomunicadas el 11 de enero y nueve días más tarde habían sido liberadas “a disposición del Área Operacional 113”.
- Pero no busque más a Elena, está en el cielo –le aconsejó al padre de la víctima un oficial de apellido Inchausti.
Tres años después el entonces capitán de fragata Jorge Retes admitió en presencia de Alejandra Arce que había visto a las enfermeras secuestradas en la Escuela de Mecánica de la Armada. “Las careamos en la ESMA para determinar su ingreso a Montoneros”, agregó. Según declaró la ex esposa de Retes en 1999 el marino contó que intentaron utilizarla “en la contraguerrilla” pero “como no servía para matar” los oficiales de la Armada “la usaban para mantener relaciones sexuales”. Retes se retiró como capitán de navío y vivió impune en Bahía Blanca hasta su muerte en septiembre de 2000.
No es el único dato sobre la participación de la Armada. Al recibirse de enfermera Calderoni consiguió trabajo en el Hospital Naval, donde un suboficial le confesó “yo te conozco, vos sos la Tana”. Casi se desmaya: así la llamaban en cautiverio. “Yo te quería mucho pero tus amigas están muertas, nosotros las matamos”, admitió el marino. Al día siguiente la mujer renunció.
En 1999 el Equipo Argentino de Antropología Forense exhumó tres cadáveres hallados el 21 de enero de 1978 en la intersección de las rutas 6 y 215, cerca de La Plata, y confirmó que se trataba de Nora, Elena y Margarita Delgado, las enfermeras “liberadas” el día anterior de la comisaría 8. Según el acta de defunción las tres “NN” (no name, sin nombre) habían fallecido por “destrucción de masa encefálica por proyectil de arma de fuego”. Esta semana Etchecolatz se convirtió en el primer asesino condenado por esos crímenes.
sábado, 9 de septiembre de 2006
"Que diga asesinados"
Ecodías
La masacre de calle Catriel
Por la tarde, cerca de 300 personas se acercaron al espacio verde destinado por ordenanza para recordar a Zulma Matzkin, Juan Carlos Castillo, Pablo Fornasari y Mario Tarchitzki, jóvenes asesinados por las fuerzas represoras del terrorismo de Estado el 4 de septiembre de 1976. Sus muertes fueron fraguadas bajo un “enfrentamiento” en Catriel 321, previo a los secuestros seguidos de torturas en el centro clandestino de detención local “La Escuelita” ubicado en territorio del V Cuerpo del Ejército. Justamente por esta causa está detenido Santiago “el Tío” Cruciani, represor e interrogador de La Escuelita, quien ya se negó a declarar en tres oportunidades.
Testimonios sentidos
Luego de leer las innumerables adhesiones y compartir la lectura de la poesía “Dónde están”, comenzaron los emotivos testimonios de familiares y amigos de las víctimas.
Alberto Oliver, amigo de Juan Carlos Castillo, habló “de su hombría, de su valentía, de su amor hacia los demás, su solidaridad y de todo eso que hacía de él un excelente hombre”. Juan Carlos Pisano fue compañero de militancia, y lo recordó “como esas personas que pasan por la vida de uno y dejan una marca muy grande, era una persona buena, con todo lo que significa la bondad”.
A Pablo Fornasari lo trajo al presente Nora Peralta, compañera de la carrera de veterinaria: “Era un excelente alumno, comprometido con la carrera que había abrazado con el objetivo de ponerla al servicio de los intereses populares el día que obtuviera su título (...) Era un ser muy comprometido con lo que hacía, desde estudiar hasta militar. Se destacaba por su gran compañerismo, su solidaridad, su gran sensibilidad hacia los más desprotegidos, los más humildes... era un líder natural”. Por su parte Enrique, hermano de Pablo, por primera vez participó activamente en un acto por la memoria y dijo que “todavía hay muchas cosas que solucionar, muchas heridas por cerrar”. Cerró el recuerdo por Pablo, Hernán Fuentes, compañero de militancia.
Sobre Zulma Matzkin, su sobrino Sandro exclamó que “a pesar de que no está debemos pretender aprender del ejemplo que dejó, a ser buenas personas, solidarias, a pelear por lo que creemos es justo, a dejar un mundo mejor al que encontramos (…) mi tía vive en mi memoria, pero además de memoria también tenemos la obligación de pedir justicia, de pretender la verdad, que es algo tan fuerte que es capaz de levantarse de una tumba para ir a darle en el rostro a los genocidas”.
Por último Fabián Lew leyó una emotiva carta escrita por Clarita, hermana de Mario Tarchitzki, quien hoy vive en Israel y junto a su familia no olvidan a “Manolo”.
El acto terminó con el descubrimiento del boceto de la escultura que homenajeará a los bahienses fusilados en Catriel 321 donde también son reprensados a partir del pasado lunes por cuatro árboles con sus nombres plantados por sus propios familiares.
La masacre de calle Catriel
Por la tarde, cerca de 300 personas se acercaron al espacio verde destinado por ordenanza para recordar a Zulma Matzkin, Juan Carlos Castillo, Pablo Fornasari y Mario Tarchitzki, jóvenes asesinados por las fuerzas represoras del terrorismo de Estado el 4 de septiembre de 1976. Sus muertes fueron fraguadas bajo un “enfrentamiento” en Catriel 321, previo a los secuestros seguidos de torturas en el centro clandestino de detención local “La Escuelita” ubicado en territorio del V Cuerpo del Ejército. Justamente por esta causa está detenido Santiago “el Tío” Cruciani, represor e interrogador de La Escuelita, quien ya se negó a declarar en tres oportunidades.
Testimonios sentidos
Luego de leer las innumerables adhesiones y compartir la lectura de la poesía “Dónde están”, comenzaron los emotivos testimonios de familiares y amigos de las víctimas.
Alberto Oliver, amigo de Juan Carlos Castillo, habló “de su hombría, de su valentía, de su amor hacia los demás, su solidaridad y de todo eso que hacía de él un excelente hombre”. Juan Carlos Pisano fue compañero de militancia, y lo recordó “como esas personas que pasan por la vida de uno y dejan una marca muy grande, era una persona buena, con todo lo que significa la bondad”.
A Pablo Fornasari lo trajo al presente Nora Peralta, compañera de la carrera de veterinaria: “Era un excelente alumno, comprometido con la carrera que había abrazado con el objetivo de ponerla al servicio de los intereses populares el día que obtuviera su título (...) Era un ser muy comprometido con lo que hacía, desde estudiar hasta militar. Se destacaba por su gran compañerismo, su solidaridad, su gran sensibilidad hacia los más desprotegidos, los más humildes... era un líder natural”. Por su parte Enrique, hermano de Pablo, por primera vez participó activamente en un acto por la memoria y dijo que “todavía hay muchas cosas que solucionar, muchas heridas por cerrar”. Cerró el recuerdo por Pablo, Hernán Fuentes, compañero de militancia.
Sobre Zulma Matzkin, su sobrino Sandro exclamó que “a pesar de que no está debemos pretender aprender del ejemplo que dejó, a ser buenas personas, solidarias, a pelear por lo que creemos es justo, a dejar un mundo mejor al que encontramos (…) mi tía vive en mi memoria, pero además de memoria también tenemos la obligación de pedir justicia, de pretender la verdad, que es algo tan fuerte que es capaz de levantarse de una tumba para ir a darle en el rostro a los genocidas”.
Por último Fabián Lew leyó una emotiva carta escrita por Clarita, hermana de Mario Tarchitzki, quien hoy vive en Israel y junto a su familia no olvidan a “Manolo”.
El acto terminó con el descubrimiento del boceto de la escultura que homenajeará a los bahienses fusilados en Catriel 321 donde también son reprensados a partir del pasado lunes por cuatro árboles con sus nombres plantados por sus propios familiares.
sábado, 15 de julio de 2006
Detuvieron al interrogador de La Escuelita
Página/12
La Justicia de Bahía Blanca ordenó la detención del suboficial Santiago Cruciani, torturador del campo de concentración del Cuerpo V de Ejército. Su historia y los testimonios de sus víctimas.
Por Diego Martínez
“¡Dale de nuevo, Laucha!”, ordenaba con voz ronca al pie de la mesa de torturas. El Laucha apoyaba la picana sobre cuerpos desnudos, vendados, atados de pies y manos, que se arqueaban por el paso de la corriente. El recuerdo pertenece a Oscar Meilán, ex detenido-desaparecido del campo de concentración del Cuerpo V. La voz, a “el Tío” o “mayor Mario Mancini”, alias e identidad de encubrimiento del suboficial de inteligencia Santiago Cruciani, principal interrogador de La Escuelita de Bahía Blanca, detenido el sábado por orden del juez federal Alcindo Alvarez Canale y alojado desde el lunes en un calabozo de la Policía Federal bahiense.
Su voz retumba en la memoria de los sobrevivientes. “Tenía una risa sarcástica y hacía gala de un gran manejo político”, recuerda Oscar Bermúdez. Su trabajo en Bahía comenzó un año del golpe, cuando llegó al Destacamento de Inteligencia 181 y se vinculó con matones sindicales y militantes de la Concentración Nacionalista Universitaria. Los últimos dos meses de 1975 participó del Operativo Independencia, en Tucumán, y ya en los días previos al golpe interrogó bajo tortura a los primeros secuestrados de la ciudad. Pero lo suyo no se limitó al cuartel: también recibió en su oficina a familiares de desaparecidos, con los cuales mantuvo contacto epistolar cuando lo trasladaron a la Agregaduría Miliar en Lima, a fines de 1977.
Hombre de convicciones religiosas, no dudó en acercarse a la parroquia Nuestra Señora del Carmen, donde oficiaba misa el sacerdote Néstor Hugo Navarro, actual obispo de Alto Valle, considerado por algunos sobrevivientes “el pastor que nos contuvo, la única voz de la Iglesia en Bahía Blanca”. Ante la justicia Navarro declaró que en junio de 1976 el falso Mancini “se presentó como suboficial del Ejército en el colegio La Inmaculada”. Trataron temas “de neto corte pastoral y espiritual”, incluso “se mostraba partidario sobre todo aspecto renovador de la Iglesia”. Con los meses el tema cambió: el sacerdote consultaba al torturador sobre “personas desaparecidas de mi conocimiento”. Le confesó que a Carlos Rivera lo tenía el Ejército (que días después lo fusiló en un tiroteo fraguado), que al desaparecido Horacio Russín “lo tiene la Armada”, y le anticipó la liberación de Diana Diez, secuestrada por la Marina, una semana antes de que se concretara.
El actual diácono de la parroquia, Alberto Migliorici, quien compartió un grupo pastoral con el torturador, recuerda el caso de Elizabeth Frers, militante católica formada en el centro pastoral La Pequeña Obra y en la Juventud Universitaria Católica, vista en La Escuelita y ejecutada en La Plata: “Estaba fascinado. Decía que era la síntesis perfecta entre catolicismo y marxismo. Un día dijo ‘vamos a tratar de sacarla a flote’. Después dejó de nombrarla”. Consultado sobre los enfrentamientos fraguados, Cruciani “daba a entender que al Ejército no le interesaba mostrar grandes carnicerías sino pequeños enfrentamientos. Usaba el término ‘noticia falopa’, es decir información para justificar lo que hacían”.
El 31 de mayo de 2000, en el marco del Juicio por la Verdad, la Cámara Federal bahiense se trasladó a Mendoza para escucharlo. La acompañaron ex detenidos-desaparecidos que conocían su voz pero no su rostro. Encontraron a un hombre alto, calvo, pelo blanco, anteojos, bigote, cejas gruesas, jean y campera verde. “Se hacía el viejito decrépito, disfrazado de abuelito, no lo podía creer -recuerda la sobreviviente Patricia Chabat-. Sentí asco, ganas de preguntarle ¿dónde están los demás?, pero sólo atiné a gritar ‘Tío, Tío’, lo único que me salía”.
Cruciani dio sus datos personales y dijo “no voy a seguir declarando”. Los jueces le informaron que lo consideraban “uno de los ejecutores con mayor intervención en los interrogatorios” y ordenaron su arresto, domiciliario por su salud, hasta que se dignara a hablar. Su esposa Yolanda Pozzi denunció al tribunal bahiense por “privación ilegal de la libertad y torturas” (sic). Estuvo 36 días detenido hasta que la Corte Suprema ordenó a la Cámara Federal bahiense que remitiera el expediente a Casacion Penal, que paralizó el juicio y ordenó liberarlo. Tras un escrache de HIJOS Mendoza se mudó a San Juan, pago de los Pozzi, y luego a Mar del Plata, donde vive una de sus hijas. Hasta el sábado estuvo escondido en una casa del barrio “2 de Abril”.
La Justicia de Bahía Blanca ordenó la detención del suboficial Santiago Cruciani, torturador del campo de concentración del Cuerpo V de Ejército. Su historia y los testimonios de sus víctimas.
Por Diego Martínez
“¡Dale de nuevo, Laucha!”, ordenaba con voz ronca al pie de la mesa de torturas. El Laucha apoyaba la picana sobre cuerpos desnudos, vendados, atados de pies y manos, que se arqueaban por el paso de la corriente. El recuerdo pertenece a Oscar Meilán, ex detenido-desaparecido del campo de concentración del Cuerpo V. La voz, a “el Tío” o “mayor Mario Mancini”, alias e identidad de encubrimiento del suboficial de inteligencia Santiago Cruciani, principal interrogador de La Escuelita de Bahía Blanca, detenido el sábado por orden del juez federal Alcindo Alvarez Canale y alojado desde el lunes en un calabozo de la Policía Federal bahiense.
Su voz retumba en la memoria de los sobrevivientes. “Tenía una risa sarcástica y hacía gala de un gran manejo político”, recuerda Oscar Bermúdez. Su trabajo en Bahía comenzó un año del golpe, cuando llegó al Destacamento de Inteligencia 181 y se vinculó con matones sindicales y militantes de la Concentración Nacionalista Universitaria. Los últimos dos meses de 1975 participó del Operativo Independencia, en Tucumán, y ya en los días previos al golpe interrogó bajo tortura a los primeros secuestrados de la ciudad. Pero lo suyo no se limitó al cuartel: también recibió en su oficina a familiares de desaparecidos, con los cuales mantuvo contacto epistolar cuando lo trasladaron a la Agregaduría Miliar en Lima, a fines de 1977.
Hombre de convicciones religiosas, no dudó en acercarse a la parroquia Nuestra Señora del Carmen, donde oficiaba misa el sacerdote Néstor Hugo Navarro, actual obispo de Alto Valle, considerado por algunos sobrevivientes “el pastor que nos contuvo, la única voz de la Iglesia en Bahía Blanca”. Ante la justicia Navarro declaró que en junio de 1976 el falso Mancini “se presentó como suboficial del Ejército en el colegio La Inmaculada”. Trataron temas “de neto corte pastoral y espiritual”, incluso “se mostraba partidario sobre todo aspecto renovador de la Iglesia”. Con los meses el tema cambió: el sacerdote consultaba al torturador sobre “personas desaparecidas de mi conocimiento”. Le confesó que a Carlos Rivera lo tenía el Ejército (que días después lo fusiló en un tiroteo fraguado), que al desaparecido Horacio Russín “lo tiene la Armada”, y le anticipó la liberación de Diana Diez, secuestrada por la Marina, una semana antes de que se concretara.
El actual diácono de la parroquia, Alberto Migliorici, quien compartió un grupo pastoral con el torturador, recuerda el caso de Elizabeth Frers, militante católica formada en el centro pastoral La Pequeña Obra y en la Juventud Universitaria Católica, vista en La Escuelita y ejecutada en La Plata: “Estaba fascinado. Decía que era la síntesis perfecta entre catolicismo y marxismo. Un día dijo ‘vamos a tratar de sacarla a flote’. Después dejó de nombrarla”. Consultado sobre los enfrentamientos fraguados, Cruciani “daba a entender que al Ejército no le interesaba mostrar grandes carnicerías sino pequeños enfrentamientos. Usaba el término ‘noticia falopa’, es decir información para justificar lo que hacían”.
El 31 de mayo de 2000, en el marco del Juicio por la Verdad, la Cámara Federal bahiense se trasladó a Mendoza para escucharlo. La acompañaron ex detenidos-desaparecidos que conocían su voz pero no su rostro. Encontraron a un hombre alto, calvo, pelo blanco, anteojos, bigote, cejas gruesas, jean y campera verde. “Se hacía el viejito decrépito, disfrazado de abuelito, no lo podía creer -recuerda la sobreviviente Patricia Chabat-. Sentí asco, ganas de preguntarle ¿dónde están los demás?, pero sólo atiné a gritar ‘Tío, Tío’, lo único que me salía”.
Cruciani dio sus datos personales y dijo “no voy a seguir declarando”. Los jueces le informaron que lo consideraban “uno de los ejecutores con mayor intervención en los interrogatorios” y ordenaron su arresto, domiciliario por su salud, hasta que se dignara a hablar. Su esposa Yolanda Pozzi denunció al tribunal bahiense por “privación ilegal de la libertad y torturas” (sic). Estuvo 36 días detenido hasta que la Corte Suprema ordenó a la Cámara Federal bahiense que remitiera el expediente a Casacion Penal, que paralizó el juicio y ordenó liberarlo. Tras un escrache de HIJOS Mendoza se mudó a San Juan, pago de los Pozzi, y luego a Mar del Plata, donde vive una de sus hijas. Hasta el sábado estuvo escondido en una casa del barrio “2 de Abril”.
lunes, 10 de julio de 2006
La Cueva de los Leones
Página/12
Hace treinta años fueron secuestrados, torturados y acribillados a balazos dos delegados gremiales del diario La Nueva Provincia de Bahía Blanca. La directora los había acusado de integrar un “soviet” infiltrado en la empresa. El diario minimizó la noticia y nunca más recordó el caso.
Por Diego Martínez
Tres meses después del golpe de Estado, mientras La Escuelita se poblaba de secuestrados y el Cuerpo V se cobraba sus primeras víctimas en tiroteos fraguados, un grupo de desconocidos vestidos de civil pero que se movilizaban en vehículos militares secuestró en sus hogares a Enrique Heinrich y Miguel Angel Loyola, obreros gráficos de La Nueva Provincia e integrantes del Sindicato de Artes Gráficas de Bahía Blanca. Durante los años previos ambos habían encabezado las reivindicaciones laborales de los trabajadores de la empresa. El diario dirigido por Diana Julio de Massot no denunció los secuestros, informó en veinte líneas la aparición de los cadáveres y nunca más recordó el caso. Cuando dos periodistas locales consultaron sobre esos asesinatos al responsable de los grupos operativos del Ejército, el general Adel Vilas fue contundente: “hay empresas que prefieren matar a sus empleados antes que indemnizarlos”. El arzobispo Jorge Mayer prefirió criminalizar a las víctimas para negarles su ayuda cristiana y la justicia archivó la causa sin investigar.
Heinrich era maquinista en la rotativa y secretario general del sindicato. Loyola, esterotipista y tesorero. La primera tarea juntos fue a fines de 1971: como delegados del taller reafiliaron a varios compañeros expulsados cinco años antes. No era un contexto fácil. El 25 de mayo de 1973, ante el retorno de “un sistema que la ciencia política llama democracia” (LNP 25-5-73), la nieta del fundador dejó en claro que en su empresa el régimen castrense continuaba: Héctor Morelli, obrero de la rotativa, peronista acérrimo y tío de Heinrich, fue despedido por marchar frente al diario para festejar el triunfo de Cámpora.
A fines de 1973 los quites de colaboración en demanda de aumentos salariales demoraron la salida del diario, que se publicó con menos páginas de las habituales. El primer día de 1974 el acatamiento masivo a un paro desató la ira de la patrona, que como respuesta envió cuarenta telegramas de despido compulsivo y sin indemnización. Pero por orden del ministerio de Trabajo debió reintegrarlos.
A mediados de 1975 los seis gremios que representaban a los trabajadores del multimedio (incluía también radio y canal de televisión) resolvieron en asamblea un paro por tiempo indeterminado. La medida “rompe el intento de diálogo”, explicó el asistente de dirección Federico Massot (ya fallecido) al delegado de Trabajo. En medio de referencias a Heinrich y Loyola, Massot destacó “fines políticos inconfesos” que ocasionan “un grave daño a la Nación”. Los gráficos exigían a la empresa (no a la Nación) la aplicación de un franco cada cuatro días, como establecía el convenio de trabajo. La medida tuvo alta adhesión, no hubo diario durante tres semanas y la empresa debió cumplir el convenio. En esos días el armador Manuel Molina, vocal del sindicato, fue baleado al llegar a su casa desde un Ami 8 gris que usaba el personal de seguridad del diario.
El día que La Nueva Provincia reapareció, la directora denunció la “labor disociadora” de los delegados, “cuyos fueros parecieran hacerles creer, temerariamente, que constituyen una nueva raza invulnerable de por vida” (LNP 1-9-75). Sugirió que pretendían intervenir el diario para “cooperativizarlo o crear alguna otra forma de autogestión sovietizante”, los equiparó con “la infiltración más radicalizada del movimiento obrero argentino” y anunció que “esta empresa también conoce el ‘soviet’ que aún usufructúa y aprovecha dentro de nuestra propia casa el desorden generado por un estado en descomposición”. Después condicionó el ingreso de los obreros a la firma de un acta por la cual se comprometían a colaborar y en caso de incumplimiento aceptaban ser despedidos sin indemnización. Los treinta que se negaron fueron suspendidos por cinco días.
La muerte embanderada
Al anochecer del 24 de marzo de 1976 Diana Julio y un veinteañero Vicente Massot desfilaron eufóricos con una bandera argentina alrededor de la rotativa, recuerda Molina. “¿A que no se animan a hacer huelga ahora?”, desafió la mujer a uno de los gremialistas, mientras su hijo le pateaba la bicicleta. En esos días de gloria cesantearon a 17 obreros gráficos, medida que excluyó a quienes tenían fueros sindicales.
A mediados de junio, mientras reclamaban el pago de días de paro descontados, Heinrich, Loyola y Molina fueron citados al Cuerpo V. “Nos recibió un capitán, no recuerdo el nombre –cuenta Molina. Dijo ‘muchachos, déjense de romper las pelotas, la mano viene dura’. No tomamos esa advertencia como una amenaza. No medimos qué había detrás”.
El 20 de junio la directora planteó desde su editorial que “la guerra contra la subversión debe ser total, frontal y definitiva” y exigió trasladar “dicha realidad a la ciudadanía, sin eufemismos absurdos ni verdades a medias”. Admitió la “manera no convencional” de enfrentar al enemigo, omnipresente “en la selva, el monte, la ciudad, la universidad, el hospital, el café-concert, el periodismo, la televisión e, incluso, la Iglesia”. Cuatro días después su diario publicó un comunicado del Cuerpo V sobre la muerte de Mónica Morán, “abatida en un enfrentamiento” según el Ejército, que la había secuestrado y mantenido varias semanas en cautiverio. En ese contexto de terror estatal y doble discurso llegó la hora de los gráficos.
Al atardecer del 30 de junio una patota se instaló en la casa de Loyola. Lo esperaron hasta las cuatro de la mañana, cuando terminó su jornada en la rotativa. A medida que llegaban, familiares y allegados fueron maniatados y vendados. “Algunos [de los secuestradores] usaban guantes y todos, por su manera de expresarse, denotaban cierta cultura”, declaró la mujer de Loyola en el sumario policial. Los vecinos vieron vehículos militares cortando la cuadra durante casi siete horas. Cuando cayó la presa, a los siete testigos del secuestro, incluida su mujer embarazada, los secuestradores les inyectaron somníferos en sus brazos para adormecerlos y no ser reconocidos. No sólo la Armada usaba este método en los vuelos de la muerte: también en La Escuelita bahiense se dopaba a las víctimas antes de trasladarlas.
Desde allí fueron a buscar a Heinrich, recién llegado del diario. Vivía con su esposa y cinco hijos en una casa de un dormitorio. Rompieron la puerta con un golpe seco y antes de que la familia alcanzara a moverse ya estaban en la habitación, encandilándolos con linternas. Heinrich pidió que se identificaran. “Somos de la Federal”, dijeron, y lo encañonaron. Mientras los chicos lloraban y la mujer intentaba detenerlos, Heinrich pidió que no le pegaran delante de sus hijos. Le ordenaron vestirse y se lo llevaron.
Palabra de Dios
Durante cuatro días estuvieron desaparecidos. Molina junto con un ex maestro del colegio La Piedad, donde había estudiado Loyola, fueron a la Curia a pedirle ayuda al arzobispo bahiense monseñor Jorge Mayer. Su respuesta fue la misma que escucharon todos los padres desesperados que lo consultaron por sus hijos secuestrados: “En algo andarán”. La noticia circulaba en los pasillos de La Nueva Provincia pero no apareció en sus páginas.
El domingo 4 de julio una familia que mateaba en “La cueva de los leones”, paraje a 17 kilómetros de Bahía, encontró los cadáveres maniatados por la espalda, con signos de torturas y destrozados a tiros. Los rodeaban 52 vainas calibre 9 milímetros. Aún no se sabe qué Fuerza intervino ni dónde transcurrieron sus cautiverios. Sí se sabe que ningún directivo ni periodista de La Nueva Provincia fue al velorio ni se solidarizó con las familias. El mismo día un miembro del sindicato de prensa recibió un llamado. “Ya hicimos cagar a dos rojos –le advirtieron. El próximo sos vos”. Logró viajar a Tandil con la ayuda de un periodista que aún trabaja en la empresa.
Dos días después, bajo el título “Son investigados dos homicidios”, alguien escribió la noticia en veinte líneas, perdidas en una hoja tamaño sábana. Apuntó que “se desempeñaban en la sección talleres de este diario”. Fue la primera y última referencia de La Nueva Provincia al asesinato de aquellos dos obreros que tuvieron el descaro de representar con dignidad a los empleados de la empresa
Un día después de recibir el sumario policial el juez penal de turno Francisco Bentivegna se inhibió de actuar y remitió la causa a su colega Juan Alberto Graziani, que al mes la archivó para siempre. En 1997 Jorge Molina consiguió que dos calles de la periferia bahiense recordaran a sus compañeros masacrados. Paradójicamente, están a pocas cuadras del “barrio de prensa Federico Massot”.
La amnesia bahiense / recuadro
“Con su coherencia y honestidad Heinrich y Loyola se habían ganado el respeto de sus compañeros”, recuerda Carlos Iaquinandi, miembro del Sindicato de Prensa bahiense hasta su exilio en 1976 y actual director en España del Servicio de Prensa Alternativo, SERPAL. “A pesar del miedo y las amenazas consiguieron organizar sindicalmente el taller de La Nueva Provincia. Creían en lo que hacían. No usaron el sindicato para enriquecerse ni para colocarse en ningún cargo. Al contrario, eligieron el camino más difícil. El que significó muerte, cárcel, tortura o exilio. Y por eso murieron. Por ser honestos en un tiempo donde para muchos hacer sindicalismo era llenarse los bolsillos, sacar provecho o a lo sumo pasar inadvertidos y tener buenas relaciones con las patronales. Esos quedaron vivos y libres, disfrutando de lo robado, ocupando cargos públicos y privados. Bahía Blanca sigue siendo un feudo de la amnesia colectiva impuesta y aceptada. Sólo una fenomenal hipocresía explica que treinta años después de aquellos terribles crímenes no haya una reivindicación amplia y colectiva de Heinrich y Loyola como personas y como sindicalistas.”
domingo, 25 de junio de 2006
Memorias de Puerto Belgrano
Página/12
En la mayor base naval del país funcionó un centro clandestino. Treinta años después, mientras en Bahía Blanca y Punta Alta se ignora su historia, Página/12 publica por primera vez el testimonio de una sobreviviente.
Por Diego Martínez
Puerto Belgrano, anochecer del 24 de diciembre de 1976. Los guardias del centro clandestino deciden celebrar Navidad con un grupo de secuestradas. Son unos quince marinos. Hay vino abundante y vitel thonné de entrada. De fondo suena un tocadiscos a todo volumen. Las cautivas se sientan a la mesa con vendas en los ojos y grilletes en los talones. Por caridad cristiana les quitan las esposas. A medianoche los represores escuchan los petardos de Punta Alta, descorchan sidra y las obligan a bailar. Mujeres cautivas, con vendas y cadenas, obligadas a danzar con sus verdugos, soldados de la Armada Argentina que no ocultan sus carcajadas por la dificultad de sus víctimas para moverse en ese infierno. La tortura psicológica complementa a la física. Sólo dos mujeres sobrevivieron para contarlo y una murió tiempo después. La otra confiesa: “Cada Navidad me quiero morir”. Y por primera vez en treinta años acepta hacer público su testimonio.
Puerto Belgrano, a 30 kilómetros de Bahía Blanca, es el mayor asentamiento naval del país. Cuna de los conspiradores que bombardearon Plaza de Mayo en 1955, símbolo de persecución ideológica durante el último medio siglo, no parece casual que su historia permanezca inédita. A diferencia de otros emblemas del terrorismo de Estado como la ESMA (reinaugurada en Puerto Belgrano el mes pasado, ahora como E.S.A., Escuela de Suboficiales de la Armada) o la base de Mar del Plata, sobre los cuales existen infinidad de testimonios y represores identificados, nunca hasta hoy trascendió el relato de un sobreviviente de Puerto Belgrano. Tampoco la justicia parece cercana. Pese a la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de impunidad y tras una presentación de H.I.J.O.S. Capital como querellante, el juez federal Alcindo Alvarez Canale se excusó por su parentesco con un marino investigado y el conjuez Francisco Gros, elegido por el primero sin el sorteo que exige el Consejo de la Magistratura, lleva dos meses sin resolver un pedido de recusación en su contra.
En el pago chico apenas se sabe que en los días posteriores al golpe varios dirigentes peronistas fueron interrogados en el buque “9 de Julio”. Nada se conoce sobre otro barco, desmantelado, copado por ratas pero custodiado por marinos, que durante meses alojó a cautivos trasladados desde la ESMA y Mar del Plata. Mucho menos sobre el centro clandestino que funcionó en la séptima casamata (bóveda donde se guarda material bélico) de Baterías, la vecina base de los infantes de marina. Allí transcurre esta historia.
La foto de Evita
Martha Mantovani fue secuestrada en noviembre de 1976, en pleno centro bahiense, por una patota de marinos que ocultaron sus rostros con los cancanes de sus esposas. “Había caminado media cuadra desde la librería donde trabajaba cuando sentí un culatazo en la cabeza. Iba con mi hija y un muchacho, que quedaron paralizados. Me tiraron en el piso de un Falcon negro, me cubrieron con una manta y me pisotearon con borceguíes”, recuerda. Además de terror sintió risotadas y una botella de whisky que pasaba de mano en mano. Luego, capucha y media hora de viaje.
Al llegar a destino percibió un declive, una especie de cochera subterránea. “Me desnudaron y me llevaron a un corredor largo. Antes de sacarme la capucha encendieron una luz potente. Me hicieron abrir los ojos y entonces vi sobre una pared el escudo peronista, la foto de Evita y graffitis del ERP y Montoneros. Después volvieron a encapucharme, me colgaron con grilletes de los pies, cabeza abajo, y en esa posición me interrogaron durante tres horas.”
Al día siguiente reconoció la voz aterrada de Diana Diez, su compañera de trabajo en ENTEL y colaboradora de Cáritas, la otra sobreviviente de aquella Navidad. Ambas habían integrado un grupo de empleados que el año anterior había desplazado al histórico secretario de la FOETRA local. “Diana lloraba y rezaba todo el tiempo, le decían ‘la virgen’. Murió poco después de salir y declarar ante la Justicia.”
Desde el comienzo Martha supo que estaba en la base naval. “Por debajo de la venda pude ver las anclitas del escudo de la Marina de Guerra en los platos de lata, en los vasos, en los grilletes. También me dieron una ‘aspirina naval’, según leí en el sobre.” Reafirmaban su certeza las salidas al patio arbolado donde cada día se ensayaban simulacros de fusilamiento, o bien hacían parar a los secuestrados al sol hasta desvanecerse. “Era un espacio amplio, de arena gruesa, cascotitos y conchillas. Sentíamos el olor de los eucaliptos y el ruido de las hojas. Por el chillar de las gaviotas sabía que estábamos al lado del mar. Se sentía ruido de aviones, helicópteros y camiones. Pasaba un tren por la mañana y otro por la tarde.”
El edificio, dedujo pese a la capucha, tenía al menos tres niveles. “En el primero había un corredor largo. Al costado, boxes de paredes bajas, precarias, intuyo que levantadas sólo para separar a los secuestrados. Había una enfermería y, al costado de la galería, el baño químico con la ducha, una gran caja metálica que traían con un tractor. En el segundo se realizaban los interrogatorios y en el tercero se torturaba. A esa sala, donde aplicaban submarino y picana sobre un elástico de flejes, se llegaba por una escalera externa”, recuerda.
Misericordia dominical
A los caracteres comunes a la mayor parte de los centros clandestinos (secuestrados tirados en el piso, con esposas, grilletes y vendas), los represores de Baterías agregaron sus toques de distinción. Por ejemplo, la misericordia dominical: en la base de los infantes de Marina se torturaba todos los días excepto los domingos, tal vez por ser el día que la feligresía católica reserva para la misa.
Los distinguía también el esmero en confundir a los cautivos para que perdieran la noción del día, la noche y el paso del tiempo: “Al rato de dormirnos gritaban ‘a levantarse, es la mañana’. Después se reían, volvíamos a dormirnos y otra vez lo mismo. Pasaron treinta años y todavía no puedo dormir tres horas seguidas”.
Los guardias se intercambiaban los apodos para no ser reconocidos. Entre los interrogadores sobresalían Legui y Rubio, alias que ¿sólo en la ESMA? usaba Alfredo Astiz. Junto con Cacho (oficial culto con olor mezcla de perfume y tabaco fino), ambos tenían autoridad sobre el resto. Entre los torturadores se destacaban el Turco y Leona. “Los guardias eran unos quince y estaban siempre borrachos. Usaban alias como Jaime, Negro, Tierno, Laucha, García, Tornillo, Jimmy, Viejo, Pájaro y Carlitos. También iba un enfermero a limpiarnos las úlceras en los tobillos y a ponernos gotas en los ojos.”
Otra peculiaridad de Baterías fue que la música no se usaba para silenciar las torturas sino para amplificarlas. “Transmitían los gritos de los torturados por los mismos parlantes del tocadiscos, para que todos escucháramos.” La música día y noche fue una constante hasta el último día de cautiverio. “Recuerdo a los Quilapayún, a los hermanos Parra y un tema de Nino Bravo llamado ‘Libre’.” Esos discos eran parte del botín de guerra robado en la casa de Cora María Pioli, secuestrada días después de recibirse de profesora en Letras en la Universidad del Sur, aún desaparecida.
La tortura psicológica en manos de la Armada no tuvo límites, incluso con aquellos enemigos a quienes resolvieron dejar con vida. “Una mañana lluviosa que nunca voy a olvidar, un guardia leyó en voz alta los avisos fúnebres del diario y entre los fallecidos incluyó a mi padre. Nombró a toda mi familia, sabía los nombres. Cuando salí comprendí que era pura saña: mi padre estaba vivo.”
DEL BOMBARDEO DEL ’55 AL ESPIONAJE EN DEMOCRACIA
Una base con mucha historia
Por D. M.
En 1955 fue epicentro de la planificación y ejecución del bombardeo sobre Plaza de Mayo. Aportó ideólogos, pilotos, infantes de marina, aviones y bombas. Desde la vecina base aeronaval Comandante Espora despegaron tres Catalinas con la leyenda Cristo Vence en sus alas. Después del 16 de junio se improvisaron en sus talleres nuevas espoletas (Perón había ordenado conservar las existentes en la base de Zárate, que controlaba) por si en septiembre era necesario volver a bombardear la Casa Rosada.
Desde principios de los ’70 se ensayaron en sus entrañas secuestros breves con tormentos incluidos. Tampoco escatimaron picana cuando dudaron sobre la lealtad de algún miembro de la propia tropa.
En los primeros meses de 1975, cebados por el diario La Nueva Provincia y agazapados tras las figuras del integrista rumano Remus Tetu y del sindicalista Rodolfo Ponce, provocaron el desbande de profesores y alumnos de la Universidad Nacional del Sur y de un grupo de sacerdotes que se había convertido en referente de cientos de jóvenes militantes. Esos mismos jóvenes, en su mayoría cristianos que trabajaban en villas miseria de Bahía Blanca, fueron durante la dictadura su principal presa de caza.
En los días previos al golpe el contraalmirante Luis María Mendía eligió su sala de cine para informar a la oficialidad que se avecinaba una guerra sin uniformes, con torturas cotidianas y eliminación física de personas, que serían dopadas y arrojadas al mar desde aviones navales para preservar “la ideología occidental y cristiana”.
Ya en democracia, mientras la sociedad exigía justicia, cientos de camaradas se trasladaron hasta Espora para recibir con honores, de madrugada, a sus héroes de guerra Astiz, Donda, Pernías & Capdevilla.
En cada una de sus cruzadas contaron con el apoyo incondicional de sus capellanes castrenses y del diario de Diana Julio y su hijo Vicente Massot, nostálgicos de la capucha que en un acto militante sin precedentes en la historia del periodismo argentino llegaron a publicar en tapa un “informe oficial de la Armada” con datos obtenidos a fuerza de picana en la mazmorra de la ESMA.
Hasta hace al menos dos meses, cuando el cabo Carlos Alegre tuvo el coraje de acercarse a un organismo de derechos humanos para denunciar el espionaje ilegal en los destacamentos de inteligencia navales, en Puerto Belgrano se seguían almacenando día a día informes sobre los “factores internos”, es decir el trabajo cotidiano de partidos políticos, periodistas y organizaciones sociales de todo el país.
En la mayor base naval del país funcionó un centro clandestino. Treinta años después, mientras en Bahía Blanca y Punta Alta se ignora su historia, Página/12 publica por primera vez el testimonio de una sobreviviente.
Por Diego Martínez
Puerto Belgrano, anochecer del 24 de diciembre de 1976. Los guardias del centro clandestino deciden celebrar Navidad con un grupo de secuestradas. Son unos quince marinos. Hay vino abundante y vitel thonné de entrada. De fondo suena un tocadiscos a todo volumen. Las cautivas se sientan a la mesa con vendas en los ojos y grilletes en los talones. Por caridad cristiana les quitan las esposas. A medianoche los represores escuchan los petardos de Punta Alta, descorchan sidra y las obligan a bailar. Mujeres cautivas, con vendas y cadenas, obligadas a danzar con sus verdugos, soldados de la Armada Argentina que no ocultan sus carcajadas por la dificultad de sus víctimas para moverse en ese infierno. La tortura psicológica complementa a la física. Sólo dos mujeres sobrevivieron para contarlo y una murió tiempo después. La otra confiesa: “Cada Navidad me quiero morir”. Y por primera vez en treinta años acepta hacer público su testimonio.
Puerto Belgrano, a 30 kilómetros de Bahía Blanca, es el mayor asentamiento naval del país. Cuna de los conspiradores que bombardearon Plaza de Mayo en 1955, símbolo de persecución ideológica durante el último medio siglo, no parece casual que su historia permanezca inédita. A diferencia de otros emblemas del terrorismo de Estado como la ESMA (reinaugurada en Puerto Belgrano el mes pasado, ahora como E.S.A., Escuela de Suboficiales de la Armada) o la base de Mar del Plata, sobre los cuales existen infinidad de testimonios y represores identificados, nunca hasta hoy trascendió el relato de un sobreviviente de Puerto Belgrano. Tampoco la justicia parece cercana. Pese a la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de impunidad y tras una presentación de H.I.J.O.S. Capital como querellante, el juez federal Alcindo Alvarez Canale se excusó por su parentesco con un marino investigado y el conjuez Francisco Gros, elegido por el primero sin el sorteo que exige el Consejo de la Magistratura, lleva dos meses sin resolver un pedido de recusación en su contra.
En el pago chico apenas se sabe que en los días posteriores al golpe varios dirigentes peronistas fueron interrogados en el buque “9 de Julio”. Nada se conoce sobre otro barco, desmantelado, copado por ratas pero custodiado por marinos, que durante meses alojó a cautivos trasladados desde la ESMA y Mar del Plata. Mucho menos sobre el centro clandestino que funcionó en la séptima casamata (bóveda donde se guarda material bélico) de Baterías, la vecina base de los infantes de marina. Allí transcurre esta historia.
La foto de Evita
Martha Mantovani fue secuestrada en noviembre de 1976, en pleno centro bahiense, por una patota de marinos que ocultaron sus rostros con los cancanes de sus esposas. “Había caminado media cuadra desde la librería donde trabajaba cuando sentí un culatazo en la cabeza. Iba con mi hija y un muchacho, que quedaron paralizados. Me tiraron en el piso de un Falcon negro, me cubrieron con una manta y me pisotearon con borceguíes”, recuerda. Además de terror sintió risotadas y una botella de whisky que pasaba de mano en mano. Luego, capucha y media hora de viaje.
Al llegar a destino percibió un declive, una especie de cochera subterránea. “Me desnudaron y me llevaron a un corredor largo. Antes de sacarme la capucha encendieron una luz potente. Me hicieron abrir los ojos y entonces vi sobre una pared el escudo peronista, la foto de Evita y graffitis del ERP y Montoneros. Después volvieron a encapucharme, me colgaron con grilletes de los pies, cabeza abajo, y en esa posición me interrogaron durante tres horas.”
Al día siguiente reconoció la voz aterrada de Diana Diez, su compañera de trabajo en ENTEL y colaboradora de Cáritas, la otra sobreviviente de aquella Navidad. Ambas habían integrado un grupo de empleados que el año anterior había desplazado al histórico secretario de la FOETRA local. “Diana lloraba y rezaba todo el tiempo, le decían ‘la virgen’. Murió poco después de salir y declarar ante la Justicia.”
Desde el comienzo Martha supo que estaba en la base naval. “Por debajo de la venda pude ver las anclitas del escudo de la Marina de Guerra en los platos de lata, en los vasos, en los grilletes. También me dieron una ‘aspirina naval’, según leí en el sobre.” Reafirmaban su certeza las salidas al patio arbolado donde cada día se ensayaban simulacros de fusilamiento, o bien hacían parar a los secuestrados al sol hasta desvanecerse. “Era un espacio amplio, de arena gruesa, cascotitos y conchillas. Sentíamos el olor de los eucaliptos y el ruido de las hojas. Por el chillar de las gaviotas sabía que estábamos al lado del mar. Se sentía ruido de aviones, helicópteros y camiones. Pasaba un tren por la mañana y otro por la tarde.”
El edificio, dedujo pese a la capucha, tenía al menos tres niveles. “En el primero había un corredor largo. Al costado, boxes de paredes bajas, precarias, intuyo que levantadas sólo para separar a los secuestrados. Había una enfermería y, al costado de la galería, el baño químico con la ducha, una gran caja metálica que traían con un tractor. En el segundo se realizaban los interrogatorios y en el tercero se torturaba. A esa sala, donde aplicaban submarino y picana sobre un elástico de flejes, se llegaba por una escalera externa”, recuerda.
Misericordia dominical
A los caracteres comunes a la mayor parte de los centros clandestinos (secuestrados tirados en el piso, con esposas, grilletes y vendas), los represores de Baterías agregaron sus toques de distinción. Por ejemplo, la misericordia dominical: en la base de los infantes de Marina se torturaba todos los días excepto los domingos, tal vez por ser el día que la feligresía católica reserva para la misa.
Los distinguía también el esmero en confundir a los cautivos para que perdieran la noción del día, la noche y el paso del tiempo: “Al rato de dormirnos gritaban ‘a levantarse, es la mañana’. Después se reían, volvíamos a dormirnos y otra vez lo mismo. Pasaron treinta años y todavía no puedo dormir tres horas seguidas”.
Los guardias se intercambiaban los apodos para no ser reconocidos. Entre los interrogadores sobresalían Legui y Rubio, alias que ¿sólo en la ESMA? usaba Alfredo Astiz. Junto con Cacho (oficial culto con olor mezcla de perfume y tabaco fino), ambos tenían autoridad sobre el resto. Entre los torturadores se destacaban el Turco y Leona. “Los guardias eran unos quince y estaban siempre borrachos. Usaban alias como Jaime, Negro, Tierno, Laucha, García, Tornillo, Jimmy, Viejo, Pájaro y Carlitos. También iba un enfermero a limpiarnos las úlceras en los tobillos y a ponernos gotas en los ojos.”
Otra peculiaridad de Baterías fue que la música no se usaba para silenciar las torturas sino para amplificarlas. “Transmitían los gritos de los torturados por los mismos parlantes del tocadiscos, para que todos escucháramos.” La música día y noche fue una constante hasta el último día de cautiverio. “Recuerdo a los Quilapayún, a los hermanos Parra y un tema de Nino Bravo llamado ‘Libre’.” Esos discos eran parte del botín de guerra robado en la casa de Cora María Pioli, secuestrada días después de recibirse de profesora en Letras en la Universidad del Sur, aún desaparecida.
La tortura psicológica en manos de la Armada no tuvo límites, incluso con aquellos enemigos a quienes resolvieron dejar con vida. “Una mañana lluviosa que nunca voy a olvidar, un guardia leyó en voz alta los avisos fúnebres del diario y entre los fallecidos incluyó a mi padre. Nombró a toda mi familia, sabía los nombres. Cuando salí comprendí que era pura saña: mi padre estaba vivo.”
DEL BOMBARDEO DEL ’55 AL ESPIONAJE EN DEMOCRACIA
Una base con mucha historia
Por D. M.
En 1955 fue epicentro de la planificación y ejecución del bombardeo sobre Plaza de Mayo. Aportó ideólogos, pilotos, infantes de marina, aviones y bombas. Desde la vecina base aeronaval Comandante Espora despegaron tres Catalinas con la leyenda Cristo Vence en sus alas. Después del 16 de junio se improvisaron en sus talleres nuevas espoletas (Perón había ordenado conservar las existentes en la base de Zárate, que controlaba) por si en septiembre era necesario volver a bombardear la Casa Rosada.
Desde principios de los ’70 se ensayaron en sus entrañas secuestros breves con tormentos incluidos. Tampoco escatimaron picana cuando dudaron sobre la lealtad de algún miembro de la propia tropa.
En los primeros meses de 1975, cebados por el diario La Nueva Provincia y agazapados tras las figuras del integrista rumano Remus Tetu y del sindicalista Rodolfo Ponce, provocaron el desbande de profesores y alumnos de la Universidad Nacional del Sur y de un grupo de sacerdotes que se había convertido en referente de cientos de jóvenes militantes. Esos mismos jóvenes, en su mayoría cristianos que trabajaban en villas miseria de Bahía Blanca, fueron durante la dictadura su principal presa de caza.
En los días previos al golpe el contraalmirante Luis María Mendía eligió su sala de cine para informar a la oficialidad que se avecinaba una guerra sin uniformes, con torturas cotidianas y eliminación física de personas, que serían dopadas y arrojadas al mar desde aviones navales para preservar “la ideología occidental y cristiana”.
Ya en democracia, mientras la sociedad exigía justicia, cientos de camaradas se trasladaron hasta Espora para recibir con honores, de madrugada, a sus héroes de guerra Astiz, Donda, Pernías & Capdevilla.
En cada una de sus cruzadas contaron con el apoyo incondicional de sus capellanes castrenses y del diario de Diana Julio y su hijo Vicente Massot, nostálgicos de la capucha que en un acto militante sin precedentes en la historia del periodismo argentino llegaron a publicar en tapa un “informe oficial de la Armada” con datos obtenidos a fuerza de picana en la mazmorra de la ESMA.
Hasta hace al menos dos meses, cuando el cabo Carlos Alegre tuvo el coraje de acercarse a un organismo de derechos humanos para denunciar el espionaje ilegal en los destacamentos de inteligencia navales, en Puerto Belgrano se seguían almacenando día a día informes sobre los “factores internos”, es decir el trabajo cotidiano de partidos políticos, periodistas y organizaciones sociales de todo el país.
sábado, 1 de abril de 2006
Plaza "4 de Septiembre"
Ecodías
El Concejo Deliberante de Bahía Blanca aprobó por unanimidad una ordenanza que bautizará una plaza de la ciudad con la fecha de uno de los fusilamientos del Cuerpo V de Ejército. La propuesta fue presentada por la hermana de una de las víctimas. Aquí la historia real detrás de la falacia militar encubierta por La Nueva Provincia y los jueces de la dictadura.
Por Diego Martínez
El 4 de septiembre de 1976 el Cuerpo V de Ejército informó que “por la población” había tomado conocimiento de una “reunión de delincuentes subversivos”. Cuando fueron a detenerlos “se generó un tiroteo durante el cual fueron abatidos”. Según el comunicado, firmado por el coronel Rafael Benjamín De Piano y publicitado por La Nueva Provincia (6-9-76), el operativo se desarrolló en una casa de Catriel 321 y concluyó con “cuatro abatidos”, dos identificados por sus documentos (Pablo Fornazari y Juan Carlos Castillo), más un hombre y una mujer desconocidos. En la supuesta casa de guerrilleros habrían encontrado un fusil, una escopeta, dos pistolas automáticas, un revólver y diez granadas. A pesar de contar con semejante arsenal, ningún militar había sufrido un rasguño.
Como muestra del óptimo trabajo de inteligencia previo detallaron el prontuario de los delincuentes y La Nueva Provincia publicó las fotos de Castillo y Fornazari suministradas por los verdugos. Como era costumbre, el mayor Juan Mario Bruzzone informó desde el Comando de Operaciones Tácticas a la Policía Federal para que se ocuparan de entregar los cadáveres y dieran intervención al juez federal Guillermo Federico Madueño.
Madueño inició la causa por “atentado y resistencia a la autoridad y muerte” y ordenó identificar los dos cadáveres. A la semana, la división Dactiloscopía y Rastros de la policía bonaerense aconsejó seccionar las manos “por no contar con los medios idóneos”. El juez dio luz verde y días después la Policía Federal le informó que el hombre se llamaba Manuel Tarchitzky pero que “el femenino no se pudo identificar”. Cuando trascendió la identificación de Tarchitzky, el padre de Zulma Matzkin intuyó que esa mujer era su hija y lo confirmó en la morgue. Manuel y Zulma eran amigos: juntos enseñaban a leer en los barrios Maldonado y Villa Nocito.
Fiel a su tradición, La Nueva Provincia publicó la falacia militar y ocultó la historia real, probada ante la justicia de Bahía Blanca en 1987, cuando la Cámara Federal identificó y procesó a varios de los asesinos, y reconstruida con mayor detalle durante los Juicios por la Verdad de 1999.
Castillo y Fornazari, militantes de la organización Montoneros, habían sido detenidos tres meses antes del falso enfrentamiento en la ruta 22, a la altura de Médanos, en una camioneta Fiat 125 Multicarga que luego usaría quien manejaba la picana eléctrica en La Escuelita, el teniente coronel Julián Oscar Corres, alias Laucha. Un día después los militares desvalijaron el negocio de repuestos de Castillo (Presión Sur, en San Martín 792) y secuestraron a su socio Héctor Rubén Sampini, quien continúa desaparecido. Antes de ser trasladado a la mesa de torturas de La Escuelita, Fornazari escribió una carta para sus padres en la cual les informó que había sido detenido por “el capitán Otero”, a quien había conocido durante el servicio militar, y que estaba en el Batallón de Comunicaciones 181 “en averiguación de antecedentes”. A Zulma Matzkin se la llevaron de la oficina donde trabajaba el 19 de julio al mediodía. Y Tarchitzky, físico nuclear egresado del Instituto Balseiro, fue secuestrado dos días después mientras dormía en la casa de su tío. Por el origen de su apellido su familia fue obligada a abandonar Bahía Blanca en 48 horas.
Antes de ser asesinados, los cuatro jóvenes padecieron su cautiverio en La Escuelita, el campo de concentración del Ejército a metros del camino La Carrindanga. Según la sobreviviente Alicia Partnoy, luego del secuestro Castillo y Fornazari “permanecieron durante horas con los ojos vendados, parados desnudos a la intemperie y rodeados de perros que no les permitían moverse”. Ya en La Escuelita “fueron torturados salvajemente”. En el caso de Castillo “después de ser torturado con picana eléctrica y estando sumamente débil era obligado a permanecer de pie, atado de los testículos a la reja de una de las ventanas de la habitación”.
Los hombres y mujeres que simularon ocupar cargos judiciales durante la dictadura también colaboraron con los sicarios. En octubre de 1976 la entonces fiscal María del Carmen Valdunciel de Moroni dictaminó a favor de sobreseer la causa y cinco días después el juez Madueño y su secretaria Gloria Girotti la cerraron y archivaron sin oír a los verdugos ni cuestionar la versión oficial. Durante décadas Madueño logró reciclarse en el aparato judicial. Cuando la prensa publicó la historia de su complicidad con el terrorismo de Estado en Bahía Blanca (ver Página/12 del 17-10-04, 29-05-05 y 30-05-05) el entonces juez del Tribunal Oral Federal 5 presentó su renuncia (Página/12, 02-07-05). Valdunciel de Moroni también logró reciclarse y aún actúa como defensora oficial ante la Cámara Federal de Bahía Blanca.
El homenaje de Susana Matzkin / recuadro
Fue necesario un cuarto de siglo para que Susana Matzkin lograra superar el terror internalizado en la sociedad bahiense desde la última dictadura y pudiera acercarse al lugar donde fue asesinada su hermana Zulma. “Desde entonces imaginé y soñé con ver allí una plaza con el nombre de los cuatro jóvenes fusilados”, recuerda.
El año pasado, como vecina de la ciudad y hermana de una víctima del terrorismo de Estado, presentó la propuesta al Concejo Deliberante. Su texto terminaba con la frase “yo buscaba la vida, nada más que la vida, pero me la han robado”. Esta semana y por unanimidad ese cuerpo legislativo aceptó construir y bautizar la plaza con la fecha del fusilamiento, hasta hoy conocido como “la masacre de calle Catriel”.
Susana Matzkin también contó a EcoDias que el artista bahiense Esteban González levantará una escultura alegórica con la figura de tres varones y una mujer que se emplazará alrededor de cuatro árboles y recordó que “en los 70 existía allí una villa miseria llamada barrio Palihue Chico, a la que se ingresaba por una calle de tierra, justamente Catriel, que no tenía salida porque terminaba en el arroyo. Años después esos vecinos fueron trasladados al barrio 18 de Agosto, se limpió el terreno y desde entonces un cartel indica ‘espacio para plaza’”. En pocos meses el baldío que fue testigo de la masacre será un espacio para la memoria y se llamará “4 de Septiembre”.
El Concejo Deliberante de Bahía Blanca aprobó por unanimidad una ordenanza que bautizará una plaza de la ciudad con la fecha de uno de los fusilamientos del Cuerpo V de Ejército. La propuesta fue presentada por la hermana de una de las víctimas. Aquí la historia real detrás de la falacia militar encubierta por La Nueva Provincia y los jueces de la dictadura.
Por Diego Martínez
El 4 de septiembre de 1976 el Cuerpo V de Ejército informó que “por la población” había tomado conocimiento de una “reunión de delincuentes subversivos”. Cuando fueron a detenerlos “se generó un tiroteo durante el cual fueron abatidos”. Según el comunicado, firmado por el coronel Rafael Benjamín De Piano y publicitado por La Nueva Provincia (6-9-76), el operativo se desarrolló en una casa de Catriel 321 y concluyó con “cuatro abatidos”, dos identificados por sus documentos (Pablo Fornazari y Juan Carlos Castillo), más un hombre y una mujer desconocidos. En la supuesta casa de guerrilleros habrían encontrado un fusil, una escopeta, dos pistolas automáticas, un revólver y diez granadas. A pesar de contar con semejante arsenal, ningún militar había sufrido un rasguño.
Como muestra del óptimo trabajo de inteligencia previo detallaron el prontuario de los delincuentes y La Nueva Provincia publicó las fotos de Castillo y Fornazari suministradas por los verdugos. Como era costumbre, el mayor Juan Mario Bruzzone informó desde el Comando de Operaciones Tácticas a la Policía Federal para que se ocuparan de entregar los cadáveres y dieran intervención al juez federal Guillermo Federico Madueño.
Madueño inició la causa por “atentado y resistencia a la autoridad y muerte” y ordenó identificar los dos cadáveres. A la semana, la división Dactiloscopía y Rastros de la policía bonaerense aconsejó seccionar las manos “por no contar con los medios idóneos”. El juez dio luz verde y días después la Policía Federal le informó que el hombre se llamaba Manuel Tarchitzky pero que “el femenino no se pudo identificar”. Cuando trascendió la identificación de Tarchitzky, el padre de Zulma Matzkin intuyó que esa mujer era su hija y lo confirmó en la morgue. Manuel y Zulma eran amigos: juntos enseñaban a leer en los barrios Maldonado y Villa Nocito.
Fiel a su tradición, La Nueva Provincia publicó la falacia militar y ocultó la historia real, probada ante la justicia de Bahía Blanca en 1987, cuando la Cámara Federal identificó y procesó a varios de los asesinos, y reconstruida con mayor detalle durante los Juicios por la Verdad de 1999.
Castillo y Fornazari, militantes de la organización Montoneros, habían sido detenidos tres meses antes del falso enfrentamiento en la ruta 22, a la altura de Médanos, en una camioneta Fiat 125 Multicarga que luego usaría quien manejaba la picana eléctrica en La Escuelita, el teniente coronel Julián Oscar Corres, alias Laucha. Un día después los militares desvalijaron el negocio de repuestos de Castillo (Presión Sur, en San Martín 792) y secuestraron a su socio Héctor Rubén Sampini, quien continúa desaparecido. Antes de ser trasladado a la mesa de torturas de La Escuelita, Fornazari escribió una carta para sus padres en la cual les informó que había sido detenido por “el capitán Otero”, a quien había conocido durante el servicio militar, y que estaba en el Batallón de Comunicaciones 181 “en averiguación de antecedentes”. A Zulma Matzkin se la llevaron de la oficina donde trabajaba el 19 de julio al mediodía. Y Tarchitzky, físico nuclear egresado del Instituto Balseiro, fue secuestrado dos días después mientras dormía en la casa de su tío. Por el origen de su apellido su familia fue obligada a abandonar Bahía Blanca en 48 horas.
Antes de ser asesinados, los cuatro jóvenes padecieron su cautiverio en La Escuelita, el campo de concentración del Ejército a metros del camino La Carrindanga. Según la sobreviviente Alicia Partnoy, luego del secuestro Castillo y Fornazari “permanecieron durante horas con los ojos vendados, parados desnudos a la intemperie y rodeados de perros que no les permitían moverse”. Ya en La Escuelita “fueron torturados salvajemente”. En el caso de Castillo “después de ser torturado con picana eléctrica y estando sumamente débil era obligado a permanecer de pie, atado de los testículos a la reja de una de las ventanas de la habitación”.
Los hombres y mujeres que simularon ocupar cargos judiciales durante la dictadura también colaboraron con los sicarios. En octubre de 1976 la entonces fiscal María del Carmen Valdunciel de Moroni dictaminó a favor de sobreseer la causa y cinco días después el juez Madueño y su secretaria Gloria Girotti la cerraron y archivaron sin oír a los verdugos ni cuestionar la versión oficial. Durante décadas Madueño logró reciclarse en el aparato judicial. Cuando la prensa publicó la historia de su complicidad con el terrorismo de Estado en Bahía Blanca (ver Página/12 del 17-10-04, 29-05-05 y 30-05-05) el entonces juez del Tribunal Oral Federal 5 presentó su renuncia (Página/12, 02-07-05). Valdunciel de Moroni también logró reciclarse y aún actúa como defensora oficial ante la Cámara Federal de Bahía Blanca.
El homenaje de Susana Matzkin / recuadro
Fue necesario un cuarto de siglo para que Susana Matzkin lograra superar el terror internalizado en la sociedad bahiense desde la última dictadura y pudiera acercarse al lugar donde fue asesinada su hermana Zulma. “Desde entonces imaginé y soñé con ver allí una plaza con el nombre de los cuatro jóvenes fusilados”, recuerda.
El año pasado, como vecina de la ciudad y hermana de una víctima del terrorismo de Estado, presentó la propuesta al Concejo Deliberante. Su texto terminaba con la frase “yo buscaba la vida, nada más que la vida, pero me la han robado”. Esta semana y por unanimidad ese cuerpo legislativo aceptó construir y bautizar la plaza con la fecha del fusilamiento, hasta hoy conocido como “la masacre de calle Catriel”.
Susana Matzkin también contó a EcoDias que el artista bahiense Esteban González levantará una escultura alegórica con la figura de tres varones y una mujer que se emplazará alrededor de cuatro árboles y recordó que “en los 70 existía allí una villa miseria llamada barrio Palihue Chico, a la que se ingresaba por una calle de tierra, justamente Catriel, que no tenía salida porque terminaba en el arroyo. Años después esos vecinos fueron trasladados al barrio 18 de Agosto, se limpió el terreno y desde entonces un cartel indica ‘espacio para plaza’”. En pocos meses el baldío que fue testigo de la masacre será un espacio para la memoria y se llamará “4 de Septiembre”.
viernes, 31 de marzo de 2006
"Aunque me llamen genocida"
Página/12
Por Diego Martínez
Un ex marino “orgulloso” de haber sido funcionario de la última dictadura “aunque nos llamen genocidas” pretende dirigir la principal biblioteca popular de Bahía Blanca, que hoy renueva sus autoridades. Para optimizar sus chances le propuso integrar su lista a un ex preso político del tristemente célebre juicio por “infiltración ideológica marxista” contra los profesores de la Universidad Nacional del Sur. “A nuestra lista le vendría muy bien tener un izquierdista notorio para que no nos acusen de fascistas”, se sinceró.
Orlando Enrique Bolognani es capitán de navío retirado, tiene 71 años y mucho tiempo ocioso, que ostenta como principal capital “para sacar a flote” a la biblioteca Bernardino Rivadavia. Una semana después del golpe de Estado, “la toma del poder” en sus palabras, fue designado interventor de la Asociación Obrera Textil “para regularizar anomalías que se observan en el movimiento sindical argentino”. El abogado de la AOL hasta la intervención fue el doctor Norberto Centeno, secuestrado el 6 de julio de 1977 en el operativo conocido como La Noche de las Corbatas, visto en el centro de detención La Cueva (Base Aérea de Mar del Plata) y cuyo cadáver torturado apareció días más tarde.
Dos días después de su nombramiento Bolognani nombró como tesorero al capitán de corbeta y miembro del grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada, Jorge Radice, actualmente procesado, en prisión preventiva y embargado por el juez federal Sergio Torres por los delitos de robo y extorsión contra el ex detenido desaparecido Conrado Gómez. Según el relato del secretario del obispado castrense Emilio Grasselli a la hermana de Gómez, el contador “vivió mientras tuvo bienes para negociar, después lo trasladaron”, en referencia a los vuelos de la muerte. Ante la justicia la mujer relató que uno de los cheques arrancados bajo extorsión durante el cautiverio de su hermano estaba firmado “a la orden de la Asociación Obrera Textil, endosado a favor de José Héctor Ríos”, alias utilizado por Radice en las operaciones inmobiliarias de los marinos. El cheque fue rechazado y nunca llegó a la cuenta del gremio intervenido por Bolognani sólo porque la cifra que los marinos pretendían cobrar era superior a la depositada.
Tres décadas después de la dictadura que más libros robó y quemó en la historia argentina, el ex marino intenta reciclarse en la biblioteca local. Dos años atrás su lista fue impugnada por no reunir los requisitos legales. El año pasado fracasó: obtuvo apenas un 18 por ciento de los votos. Para mejorar sus posibilidades consiguió domicilios y mails de los socios, a quienes en varios casos dirigió cartas personales. Una de ellas la recibió por correo postal el sociólogo e historiador Victorio Schillizzi, cesanteado en 1975 por el interventor integrista de la UNS y cara visible de la Triple A bahiense, el rumano Remus Tetu, y preso durante un año y medio por un simulacro de juicio promovido por las Fuerzas Armadas y el diario naval La Nueva Provincia contra “los responsables de la infiltración marxista en los claustros”.
“Con o sin derechos humanos”, ironizó Bolognani, “la biblioteca anda muy mal, nosotros podemos arreglarla y usted puede contribuir”. Le propuso no hacerse eco “de las calumnias que andan circulando, que soy un genocida”, le aclaró que en su lista “Amigos de la Biblioteca” son “todos civiles excepto yo” (además de su esposa Ana Marría Collina lo acompañan Juan Manuel Valea, Ricardo Castro, Alejandro Videgaray, Maricel Albertino, Jorgelina Figini, Marcos Moral, Viviana Sgavetti y Pablo De Biestégui) y le propuso integrarla “para que no nos acusen de fascistas”.
Consultado por Página/12, Schillizzi consideró que “es una afrenta personal que no merezco, una ostensible provocación, sobre todo en estos días”, en referencia a los actos por los 30 años del golpe, que culminaron el miércoles cuando el premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel recorrió el terreno del Cuerpo V donde funcionó el centro de detención La Escuelita, fue distinguido por la UNS con un doctorado honoris causa y por el Concejo Deliberante local con un nombramiento unánime como “Huésped de Honor”, noticias que fiel a su tradición el diario La Nueva Provincia ocultó a sus lectores.
Por Diego Martínez
Un ex marino “orgulloso” de haber sido funcionario de la última dictadura “aunque nos llamen genocidas” pretende dirigir la principal biblioteca popular de Bahía Blanca, que hoy renueva sus autoridades. Para optimizar sus chances le propuso integrar su lista a un ex preso político del tristemente célebre juicio por “infiltración ideológica marxista” contra los profesores de la Universidad Nacional del Sur. “A nuestra lista le vendría muy bien tener un izquierdista notorio para que no nos acusen de fascistas”, se sinceró.
Orlando Enrique Bolognani es capitán de navío retirado, tiene 71 años y mucho tiempo ocioso, que ostenta como principal capital “para sacar a flote” a la biblioteca Bernardino Rivadavia. Una semana después del golpe de Estado, “la toma del poder” en sus palabras, fue designado interventor de la Asociación Obrera Textil “para regularizar anomalías que se observan en el movimiento sindical argentino”. El abogado de la AOL hasta la intervención fue el doctor Norberto Centeno, secuestrado el 6 de julio de 1977 en el operativo conocido como La Noche de las Corbatas, visto en el centro de detención La Cueva (Base Aérea de Mar del Plata) y cuyo cadáver torturado apareció días más tarde.
Dos días después de su nombramiento Bolognani nombró como tesorero al capitán de corbeta y miembro del grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada, Jorge Radice, actualmente procesado, en prisión preventiva y embargado por el juez federal Sergio Torres por los delitos de robo y extorsión contra el ex detenido desaparecido Conrado Gómez. Según el relato del secretario del obispado castrense Emilio Grasselli a la hermana de Gómez, el contador “vivió mientras tuvo bienes para negociar, después lo trasladaron”, en referencia a los vuelos de la muerte. Ante la justicia la mujer relató que uno de los cheques arrancados bajo extorsión durante el cautiverio de su hermano estaba firmado “a la orden de la Asociación Obrera Textil, endosado a favor de José Héctor Ríos”, alias utilizado por Radice en las operaciones inmobiliarias de los marinos. El cheque fue rechazado y nunca llegó a la cuenta del gremio intervenido por Bolognani sólo porque la cifra que los marinos pretendían cobrar era superior a la depositada.
Tres décadas después de la dictadura que más libros robó y quemó en la historia argentina, el ex marino intenta reciclarse en la biblioteca local. Dos años atrás su lista fue impugnada por no reunir los requisitos legales. El año pasado fracasó: obtuvo apenas un 18 por ciento de los votos. Para mejorar sus posibilidades consiguió domicilios y mails de los socios, a quienes en varios casos dirigió cartas personales. Una de ellas la recibió por correo postal el sociólogo e historiador Victorio Schillizzi, cesanteado en 1975 por el interventor integrista de la UNS y cara visible de la Triple A bahiense, el rumano Remus Tetu, y preso durante un año y medio por un simulacro de juicio promovido por las Fuerzas Armadas y el diario naval La Nueva Provincia contra “los responsables de la infiltración marxista en los claustros”.
“Con o sin derechos humanos”, ironizó Bolognani, “la biblioteca anda muy mal, nosotros podemos arreglarla y usted puede contribuir”. Le propuso no hacerse eco “de las calumnias que andan circulando, que soy un genocida”, le aclaró que en su lista “Amigos de la Biblioteca” son “todos civiles excepto yo” (además de su esposa Ana Marría Collina lo acompañan Juan Manuel Valea, Ricardo Castro, Alejandro Videgaray, Maricel Albertino, Jorgelina Figini, Marcos Moral, Viviana Sgavetti y Pablo De Biestégui) y le propuso integrarla “para que no nos acusen de fascistas”.
Consultado por Página/12, Schillizzi consideró que “es una afrenta personal que no merezco, una ostensible provocación, sobre todo en estos días”, en referencia a los actos por los 30 años del golpe, que culminaron el miércoles cuando el premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel recorrió el terreno del Cuerpo V donde funcionó el centro de detención La Escuelita, fue distinguido por la UNS con un doctorado honoris causa y por el Concejo Deliberante local con un nombramiento unánime como “Huésped de Honor”, noticias que fiel a su tradición el diario La Nueva Provincia ocultó a sus lectores.
sábado, 25 de marzo de 2006
La página más negra de La Nueva Provincia
Ecodías
A 30 años del comienzo del genocidio argentino, EcoDias publica por primera vez la historia del secuestro y asesinato de Enrique Heinrich y Miguel Angel Loyola, delegados de los obreros gráficos del diario La Nueva Provincia. Por impulsar medidas gremiales la directora Diana Julio de Massot los acusó de integrar un “soviet” infiltrado en la empresa. Con idéntico método al aplicado con los desaparecidos que la Armada Argentina arrojaba vivos al Río de la Plata, los sicarios locales inyectaron drogas para adormecer a los testigos de sus secuestros.
Por Diego Martínez
La señora se enardecía cada vez que una medida gremial afectaba al monopolio naval. Hacía quince años que Diana Julio de Massot dirigía con mano de hierro La Nueva Provincia, Canal 9 y LU2 Radio Bahía Blanca y le resultaba inadmisible que en su propia casa funcionara un sindicalismo auténtico, combativo, capaz de paralizar el taller en respaldo de reivindicaciones laborales. Sus principales promotores eran tres obreros de la rotativa: el maquinista Enrique Heinrich, secretario general del Sindicato de Artes Gráficas de Bahía Blanca, el esterotipista Miguel Angel Loyola, tesorero, y el armador Manuel Jorge Molina, vocal. El 30 de junio de 1976, dos semanas después de ser advertidos por el Cuerpo V de Ejército para que se dejaran “de romper las pelotas”, los dos primeros fueron secuestrados por hombres de civil que se movilizaban en vehículos militares. El diario no denunció los secuestros, informó en apenas veinte líneas la aparición de los cadáveres y nunca más recordó el caso. Cuando dos periodistas locales consultaron sobre esos asesinatos al dueño de la vida y la muerte del Cuerpo V, el general Adel Vilas fue contundente: “Hay empresas que prefieren matar a sus empleados antes que indemnizarlos. Pero soy peronista, no mato sindicalistas”. También el arzobispo Jorge Mayer prefirió criminalizar a las víctimas para negar su ayuda cristiana y la justicia archivó la causa sin investigar.
La primera tarea de Heinrich y Loyola fue a fines de 1971, como delegados del taller, cuando lograron reafiliar a varios compañeros expulsados cinco años antes. El 25 de mayo de 1973, furiosa ante el retorno de “un sistema que la ciencia política llama democracia” (LNP 25-5-73), la nieta del fundador dejó en claro que hacia el interior de su empresa el régimen castrense continuaba: Héctor Morelli, obrero de la rotativa, peronista acérrimo y tío de Heinrich, fue despedido por marchar frente al diario para festejar el triunfo de Héctor Cámpora.
A fines de 1973 los quites de colaboración en demanda de aumentos salariales retrasaron la salida del matutino, que se publicó con menos páginas de las habituales. El primer día de 1974 el acatamiento masivo a un paro de los gráficos provocó un ataque de ira de la patrona, que días después envió 40 telegramas de despido compulsivo y sin indemnización. Para peor, tras la intervención del Ministerio de Trabajo debió reintegrarlos.
A mediados de 1975 los seis gremios que representaban a los trabajadores del monopolio resolvieron en asamblea un paro por tiempo indeterminado. La medida “rompe el intento de diálogo”, explicó el asistente de dirección Federico Massot (hijo ya fallecido de la directora) al delegado del Ministerio de Trabajo. Tan abierto era el diálogo que la señora se negaba a compartir una oficina con sindicalistas.
Los gráficos exigían la aplicación de un franco cada cuatro días, como establecía el convenio de trabajo. La medida tuvo alta adhesión, el diario no apareció durante tres semanas y debió acceder al reclamo. En esos días Molina fue baleado al llegar a su casa desde un Ami 8 gris que usaba el personal de seguridad de la empresa.
El día que La Nueva Provincia (LNP) reapareció, la directora denunció la “labor disociadora de algunos delegados obreros cuyos fueros parecieran hacerles creer, temerariamente, que constituyen en verdad una nueva raza invulnerable de por vida” (LNP 1-9-75). Sugirió que pretendían intervenir el diario “a efectos de cooperativizarlo o crear alguna otra forma de autogestión sovietizante”, insistió con que “la infiltración más radicalizada ha hecho presa del movimiento obrero argentino” y anunció que “esta empresa también conoce el ‘soviet’ que aún usufructúa y aprovecha dentro de nuestra propia casa el desorden generado por un estado en descomposición”. Semejante acusación en 1975, en boca de un diario militarizado, desbordante de obsecuentes y de lectura obligatoria en el Cuerpo V y en la base naval de Puerto Belgrano, era una virtual condena a muerte.
Días después la directora condicionó el ingreso de los obreros a sus puestos de trabajo a la firma de un “acta de conformidad”, por la cual se comprometían a colaborar con la empresa y, en caso de incumplimiento, aceptaban el despido sin indemnización. Los 30 que se negaron fueron suspendidos por 5 días. Mientras Heinrich y el secretario de actas Luis Martínez denunciaron ante el Ministerio de Trabajo “una nueva maniobra empresaria de evidente lock-out”, el Sindicato de Prensa local, con las firmas de su secretario general Carlos Armero Sixto y del de la obra social Luis Andueza, denunciaron que “la obcecada, reaccionaria y antisocial política” del diario “condena al hambre y a la desesperación a 150 familias”.
Días de gloria
Al anochecer del 24 de marzo de 1976 mamá Diana y un veinteañero Vicente Massot desfilaron eufóricos con una bandera argentina alrededor de la rotativa. “¿A que no se animan a hacer huelga ahora?”, desafió la mujer al secretario de actas, mientras su hijo envalentonado le pateaba la bicicleta a un empleado. En aquellos días de euforia cesanteó a 17 obreros gráficos, medida que excluyó a quienes tenían fueros sindicales.
A mediados de junio, mientras reclamaban el pago de los días de paro descontados, Heinrich, Loyola y Molina fueron citados al Cuerpo V. “Nos recibió un capitán, no recuerdo el nombre -relata Molina-. Nos dijo ‘Muchachos, déjense de romper las pelotas, la mano viene dura’. No tomamos esa advertencia como una amenaza. No medimos qué había detrás de esas palabras”.
Dos semanas después, al atardecer del 30 de junio, una patota de civil se instaló en la casa de Loyola. Lo esperaron hasta las cuatro de la madrugada, cuando terminó su trabajo en la rotativa. A medida que llegaban, familiares y allegados fueron maniatados y vendados. “Algunos usaban guantes y todos, por su manera de expresarse, denotaban cierta cultura”, declaró la mujer de Loyola en el sumario policial. Los vecinos vieron vehículos militares cortando la cuadra durante casi 7 horas. Cuando al fin cayó la presa, los 7 testigos del secuestro, incluida su mujer embarazada, fueron inyectados en sus brazos con una droga que los durmió en segundos, marca registrada de la Armada Argentina en sus célebres vuelos de la muerte.
Desde allí fueron a buscar a Heinrich, recién llegado del diario. Vivía con su esposa y cinco hijos en una casa de un dormitorio. Rompieron la puerta con un golpe seco y antes de que la familia alcanzara a moverse ya estaban en la habitación, encandilándolos con linternas. Heinrich atinó a pedir que se identificaran. Dijeron “somos de la Federal” y lo encañonaron. Mientras los chicos lloraban y la mujer intentaba detenerlos, Heinrich pidió que no le pegaran delante de sus hijos. Le ordenaron vestirse y se lo llevaron.
Monseñor Mayer: “En algo andarán”
Durante 4 días estuvieron desaparecidos. Molina, junto con un ex maestro del colegio La Piedad, donde también había estudiado Loyola, fueron a la Curia a pedirle ayuda al arzobispo bahiense, monseñor Jorge Mayer. La respuesta de Mayer fue la misma que escucharon todos los padres desesperados que lo consultaron por sus hijos secuestrados: “En algo andarán”. La noticia circulaba en los pasillos de La Nueva Provincia pero no apareció en sus páginas.
El domingo 4 de julio una familia que mateaba en la “Cueva de los Leones”, paraje a 17 kilómetros de Bahía Blanca, encontró los cadáveres maniatados por la espalda, con signos de torturas y destrozados a tiros. Alrededor había 52 vainas calibre 9 milímetros. Nunca se supo dónde transcurrieron sus cautiverios. Ningún directivo ni periodista de La Nueva Provincia fue al velorio ni se solidarizó con el dolor de las familias.
Dos días después, bajo el título “Son investigados dos homicidios”, algún plumífero obediente redactó la noticia en veinte líneas, perdidas en una hoja tamaño sábana. Como quien informa sobre muertes insignificantes en algún rincón remoto del mundo apuntó que “se desempeñaban en la sección talleres de este diario”. Fue la primera y la última referencia de La Nueva Provincia al asesinato de los obreros que más disgustos le habían provocado. Un día después de recibir el sumario policial el juez penal de turno Francisco Bentivegna se inhibió de actuar y remitió la causa a su colega Juan Alberto Graziani, que al mes siguiente la archivó para siempre.
En 1997 Jorge Molina consiguió que dos calles de la periferia bahiense recordaran a sus compañeros. Paradójicamente, están a pocas cuadras del barrio Federico Massot.
La amnesia bahiense / recuadro
“Con su coherencia y honestidad Heinrich y Loyola se habían ganado el respeto de sus compañeros”, recuerda Carlos Iaquinandi, miembro del Sindicato de Prensa bahiense hasta su exilio en 1976 y actual director en España del Servicio de Prensa Alternativo, SERPAL. “A pesar del miedo y las amenazas consiguieron organizar sindicalmente el taller de La Nueva Provincia. Creían en lo que hacían. No usaron el sindicato para enriquecerse ni para colocarse en ningún cargo. Al contrario, eligieron el camino más difícil. El que significó muerte, cárcel, tortura o exilio. Y por eso murieron. Por ser honestos en un tiempo donde para muchos hacer sindicalismo era llenarse los bolsillos, sacar provecho o a lo sumo pasar inadvertidos y tener buenas relaciones con las patronales. Esos quedaron vivos y libres, disfrutando de lo robado, ocupando cargos públicos y privados. Bahía Blanca sigue siendo un feudo de la amnesia colectiva impuesta y aceptada. Sólo una fenomenal hipocresía explica que casi treinta años después de aquellos terribles crímenes no haya una reivindicación amplia y colectiva de Heinrich y Loyola como personas y como sindicalistas”.
A 30 años del comienzo del genocidio argentino, EcoDias publica por primera vez la historia del secuestro y asesinato de Enrique Heinrich y Miguel Angel Loyola, delegados de los obreros gráficos del diario La Nueva Provincia. Por impulsar medidas gremiales la directora Diana Julio de Massot los acusó de integrar un “soviet” infiltrado en la empresa. Con idéntico método al aplicado con los desaparecidos que la Armada Argentina arrojaba vivos al Río de la Plata, los sicarios locales inyectaron drogas para adormecer a los testigos de sus secuestros.
Por Diego Martínez
La señora se enardecía cada vez que una medida gremial afectaba al monopolio naval. Hacía quince años que Diana Julio de Massot dirigía con mano de hierro La Nueva Provincia, Canal 9 y LU2 Radio Bahía Blanca y le resultaba inadmisible que en su propia casa funcionara un sindicalismo auténtico, combativo, capaz de paralizar el taller en respaldo de reivindicaciones laborales. Sus principales promotores eran tres obreros de la rotativa: el maquinista Enrique Heinrich, secretario general del Sindicato de Artes Gráficas de Bahía Blanca, el esterotipista Miguel Angel Loyola, tesorero, y el armador Manuel Jorge Molina, vocal. El 30 de junio de 1976, dos semanas después de ser advertidos por el Cuerpo V de Ejército para que se dejaran “de romper las pelotas”, los dos primeros fueron secuestrados por hombres de civil que se movilizaban en vehículos militares. El diario no denunció los secuestros, informó en apenas veinte líneas la aparición de los cadáveres y nunca más recordó el caso. Cuando dos periodistas locales consultaron sobre esos asesinatos al dueño de la vida y la muerte del Cuerpo V, el general Adel Vilas fue contundente: “Hay empresas que prefieren matar a sus empleados antes que indemnizarlos. Pero soy peronista, no mato sindicalistas”. También el arzobispo Jorge Mayer prefirió criminalizar a las víctimas para negar su ayuda cristiana y la justicia archivó la causa sin investigar.
La primera tarea de Heinrich y Loyola fue a fines de 1971, como delegados del taller, cuando lograron reafiliar a varios compañeros expulsados cinco años antes. El 25 de mayo de 1973, furiosa ante el retorno de “un sistema que la ciencia política llama democracia” (LNP 25-5-73), la nieta del fundador dejó en claro que hacia el interior de su empresa el régimen castrense continuaba: Héctor Morelli, obrero de la rotativa, peronista acérrimo y tío de Heinrich, fue despedido por marchar frente al diario para festejar el triunfo de Héctor Cámpora.
A fines de 1973 los quites de colaboración en demanda de aumentos salariales retrasaron la salida del matutino, que se publicó con menos páginas de las habituales. El primer día de 1974 el acatamiento masivo a un paro de los gráficos provocó un ataque de ira de la patrona, que días después envió 40 telegramas de despido compulsivo y sin indemnización. Para peor, tras la intervención del Ministerio de Trabajo debió reintegrarlos.
A mediados de 1975 los seis gremios que representaban a los trabajadores del monopolio resolvieron en asamblea un paro por tiempo indeterminado. La medida “rompe el intento de diálogo”, explicó el asistente de dirección Federico Massot (hijo ya fallecido de la directora) al delegado del Ministerio de Trabajo. Tan abierto era el diálogo que la señora se negaba a compartir una oficina con sindicalistas.
Los gráficos exigían la aplicación de un franco cada cuatro días, como establecía el convenio de trabajo. La medida tuvo alta adhesión, el diario no apareció durante tres semanas y debió acceder al reclamo. En esos días Molina fue baleado al llegar a su casa desde un Ami 8 gris que usaba el personal de seguridad de la empresa.
El día que La Nueva Provincia (LNP) reapareció, la directora denunció la “labor disociadora de algunos delegados obreros cuyos fueros parecieran hacerles creer, temerariamente, que constituyen en verdad una nueva raza invulnerable de por vida” (LNP 1-9-75). Sugirió que pretendían intervenir el diario “a efectos de cooperativizarlo o crear alguna otra forma de autogestión sovietizante”, insistió con que “la infiltración más radicalizada ha hecho presa del movimiento obrero argentino” y anunció que “esta empresa también conoce el ‘soviet’ que aún usufructúa y aprovecha dentro de nuestra propia casa el desorden generado por un estado en descomposición”. Semejante acusación en 1975, en boca de un diario militarizado, desbordante de obsecuentes y de lectura obligatoria en el Cuerpo V y en la base naval de Puerto Belgrano, era una virtual condena a muerte.
Días después la directora condicionó el ingreso de los obreros a sus puestos de trabajo a la firma de un “acta de conformidad”, por la cual se comprometían a colaborar con la empresa y, en caso de incumplimiento, aceptaban el despido sin indemnización. Los 30 que se negaron fueron suspendidos por 5 días. Mientras Heinrich y el secretario de actas Luis Martínez denunciaron ante el Ministerio de Trabajo “una nueva maniobra empresaria de evidente lock-out”, el Sindicato de Prensa local, con las firmas de su secretario general Carlos Armero Sixto y del de la obra social Luis Andueza, denunciaron que “la obcecada, reaccionaria y antisocial política” del diario “condena al hambre y a la desesperación a 150 familias”.
Días de gloria
Al anochecer del 24 de marzo de 1976 mamá Diana y un veinteañero Vicente Massot desfilaron eufóricos con una bandera argentina alrededor de la rotativa. “¿A que no se animan a hacer huelga ahora?”, desafió la mujer al secretario de actas, mientras su hijo envalentonado le pateaba la bicicleta a un empleado. En aquellos días de euforia cesanteó a 17 obreros gráficos, medida que excluyó a quienes tenían fueros sindicales.
A mediados de junio, mientras reclamaban el pago de los días de paro descontados, Heinrich, Loyola y Molina fueron citados al Cuerpo V. “Nos recibió un capitán, no recuerdo el nombre -relata Molina-. Nos dijo ‘Muchachos, déjense de romper las pelotas, la mano viene dura’. No tomamos esa advertencia como una amenaza. No medimos qué había detrás de esas palabras”.
Dos semanas después, al atardecer del 30 de junio, una patota de civil se instaló en la casa de Loyola. Lo esperaron hasta las cuatro de la madrugada, cuando terminó su trabajo en la rotativa. A medida que llegaban, familiares y allegados fueron maniatados y vendados. “Algunos usaban guantes y todos, por su manera de expresarse, denotaban cierta cultura”, declaró la mujer de Loyola en el sumario policial. Los vecinos vieron vehículos militares cortando la cuadra durante casi 7 horas. Cuando al fin cayó la presa, los 7 testigos del secuestro, incluida su mujer embarazada, fueron inyectados en sus brazos con una droga que los durmió en segundos, marca registrada de la Armada Argentina en sus célebres vuelos de la muerte.
Desde allí fueron a buscar a Heinrich, recién llegado del diario. Vivía con su esposa y cinco hijos en una casa de un dormitorio. Rompieron la puerta con un golpe seco y antes de que la familia alcanzara a moverse ya estaban en la habitación, encandilándolos con linternas. Heinrich atinó a pedir que se identificaran. Dijeron “somos de la Federal” y lo encañonaron. Mientras los chicos lloraban y la mujer intentaba detenerlos, Heinrich pidió que no le pegaran delante de sus hijos. Le ordenaron vestirse y se lo llevaron.
Monseñor Mayer: “En algo andarán”
Durante 4 días estuvieron desaparecidos. Molina, junto con un ex maestro del colegio La Piedad, donde también había estudiado Loyola, fueron a la Curia a pedirle ayuda al arzobispo bahiense, monseñor Jorge Mayer. La respuesta de Mayer fue la misma que escucharon todos los padres desesperados que lo consultaron por sus hijos secuestrados: “En algo andarán”. La noticia circulaba en los pasillos de La Nueva Provincia pero no apareció en sus páginas.
El domingo 4 de julio una familia que mateaba en la “Cueva de los Leones”, paraje a 17 kilómetros de Bahía Blanca, encontró los cadáveres maniatados por la espalda, con signos de torturas y destrozados a tiros. Alrededor había 52 vainas calibre 9 milímetros. Nunca se supo dónde transcurrieron sus cautiverios. Ningún directivo ni periodista de La Nueva Provincia fue al velorio ni se solidarizó con el dolor de las familias.
Dos días después, bajo el título “Son investigados dos homicidios”, algún plumífero obediente redactó la noticia en veinte líneas, perdidas en una hoja tamaño sábana. Como quien informa sobre muertes insignificantes en algún rincón remoto del mundo apuntó que “se desempeñaban en la sección talleres de este diario”. Fue la primera y la última referencia de La Nueva Provincia al asesinato de los obreros que más disgustos le habían provocado. Un día después de recibir el sumario policial el juez penal de turno Francisco Bentivegna se inhibió de actuar y remitió la causa a su colega Juan Alberto Graziani, que al mes siguiente la archivó para siempre.
En 1997 Jorge Molina consiguió que dos calles de la periferia bahiense recordaran a sus compañeros. Paradójicamente, están a pocas cuadras del barrio Federico Massot.
La amnesia bahiense / recuadro
“Con su coherencia y honestidad Heinrich y Loyola se habían ganado el respeto de sus compañeros”, recuerda Carlos Iaquinandi, miembro del Sindicato de Prensa bahiense hasta su exilio en 1976 y actual director en España del Servicio de Prensa Alternativo, SERPAL. “A pesar del miedo y las amenazas consiguieron organizar sindicalmente el taller de La Nueva Provincia. Creían en lo que hacían. No usaron el sindicato para enriquecerse ni para colocarse en ningún cargo. Al contrario, eligieron el camino más difícil. El que significó muerte, cárcel, tortura o exilio. Y por eso murieron. Por ser honestos en un tiempo donde para muchos hacer sindicalismo era llenarse los bolsillos, sacar provecho o a lo sumo pasar inadvertidos y tener buenas relaciones con las patronales. Esos quedaron vivos y libres, disfrutando de lo robado, ocupando cargos públicos y privados. Bahía Blanca sigue siendo un feudo de la amnesia colectiva impuesta y aceptada. Sólo una fenomenal hipocresía explica que casi treinta años después de aquellos terribles crímenes no haya una reivindicación amplia y colectiva de Heinrich y Loyola como personas y como sindicalistas”.
viernes, 24 de marzo de 2006
A treinta años del Golpe
Documento leído el 24 de marzo de 2006 frente al centro clandestino de detención “La Escuelita”, en el Cuerpo V de Ejército de Bahía Blanca.
Por Eduardo Hidalgo. Secretario general de APDH Bahía Blanca.
El ejercicio de la memoria, que volvemos a realizar este 24 de marzo, tiene al menos dos perfiles que confrontan, con secuelas que se mantienen hasta nuestros días. El inicio oficial de la dictadura más sangrienta que recuerda la historia argentina, y el movimiento de resistencia que le hizo frente y que se continúa hoy, en la lucha contra la impunidad. La resistencia, pasada y presente, la asumieron trabajadores, estudiantes, vecinos, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, los recluidos en prisiones “visibles” y en centros clandestinos. Hubo que enfrentar por entonces tortura, campos de concentración, secuestros, asesinatos, desapariciones, cárcel, exilio, hasta casi llegar al límite de las fuerzas. Fue el acto inaugural de un proyecto que remite, además del terror represivo, al horror económico, a la sangría política, social y cultural que seguimos padeciendo, en el marco de un funcionamiento institucional condicionado donde la representatividad es asumida como propiedad del partido que gana las elecciones, y no de los representados, que son quienes le otorgan el mandato a los electos para que cumplan y pongan en vigencia todos y cada uno de nuestros derechos.
El actual presidente ha dado unos pocos pasos y algunos gestos que los organismo valoramos positivamente, pero poco o casi nada se ha hecho respecto de la distribución de la riqueza, eje central para quebrar al poder económico concentrado, cuando hacerlo significa la base fundamental de una auténtica democracia es decir devolver todos y cada uno de los derechos arrebatados al pueblo argentino. Se trata entonces para nosotros de seguir siendo quienes éramos, con todas nuestras heridas y nuestros nombres sin respuesta, por eso nuestra identidad es la lucha por la memoria. la verdad y la justicia. Memoria para recordar y señalar a ejecutores y cómplices de lo que nos paso y nos pasa hoy, verdad para probar como lo hemos hecho en los estrados judiciales aún con todo el poder en contra y legislado para la impunidad, y justicia para los crímenes de ayer, por cada niño desnutrido cuyas consecuencias de capacidad se mostrarán brutalmente dentro de pocos años, y para cada compatriota y convecino que por su protesta en reclamo de la vigencia de sus derechos, es enjuiciado como un delincuente.
Mientras esto sucedió y sucede, Bahía Blanca mayoritariamente se mantiene sumergida en un pacto de silencio ominoso y terrible. El juego del “como sí”, una confabulación lamentable y tristísima que consiste en actuar como si aquí no hubiera pasado o no pasara nada, cuando en realidad pasó y pasa muchísimo. Pero la ciudad mantiene su complicidad con el nefasto error de negar y olvidar. Docentes y directivos de muchas escuelas impiden hablar con claridad sobre lo que nos pasó, o se transforman en transmisores del discurso de los dos demonios pretendiendo una neutralidad que no es posible cuando se habla de Terrorismo de Estado y sus consecuencias. Una corporación médica que sigue encubriendo en su seno y con excusas reglamentaristas a los profesionales que fueron denunciados por ser parte de la represión genocida. La corporación de abogados que recientemente han minimizado las opiniones contrarias respecto de su compra del edificio del diario local golpista, diciendo que son opiniones prejuiciosas, a pesar de las pruebas que se acumulan en las propias páginas de ese diario. Aquí la mayoría no se permitió ni siquiera la decencia ni la higiene síquica del duelo. La mayoría de los bahienses están convencidos que es posible apretar las manos sobre la tapa bajo la cual se oculta el horror de ayer y de hoy, y que cuando se animen a quitarlas el horror habrá desaparecido. Pero seguirá allí, en el mismo punto en que decidieron dejarlo disimulado bajo una gruesa capa de olvido. Porque el tiempo no sirve para borrar las huellas de lo que no se concientiza. Y nos preguntamos hoy junto a los que no se han plegado a esta amnesia planificada; ¿qué va a ocurrir entonces?, ¿Bahía Blanca asumirá su realidad?, ¿tendrá finalmente el coraje de rebelarse contra toda esa mediocridad que la empantana y no la deja ser?
Solo será posible si existe un proyecto común de verdadero cambio, sin dogmatismos, sin hegemonismos, sin falsos y decadentes liderazgos ya fracasados, es decir un cambio revolucionario con protagonismo y participación fundamental de la sociedad, que es solamente como se concibe un auténtico cambio social. De poco sirve que en la superficie y a cierta distancia se advierta la presencia de un intendente, un cuerpo de concejales, escuelas y muchos otros elementos vivos propios de una organización ciudadana, si hay un poder cuya planificación y acción la integraron y la integran hoy muchos dirigentes de todo orden, otorgándole un ritmo a la Bahía y que aúnan esfuerzos concurrentes a un mismo objetivo, cual es el de impedir que esta ciudad emerja de su letargo y continúe siendo sometida al arbitrio de una filosofía implantadora de costumbres y códigos tácitos. A instancias del entumecedor incienso con el que se fumiga diariamente a la población desde las páginas de ese diario, que impunemente aún por estos días reivindica a genocidas como Etchecolaz entre otros.
Será cuestión de esperar, entonces. Porque aunque nos prohibieron el agua, nunca pudieron ni podrán prohibirnos la sed. La historia es duración. No vale el grito aislado, por muy largo que sea su eco. Vale la prédica constante, continua, persistente. No vale la idea perfecta, absoluta, abstracta, indiferente a los hechos, a la realidad cambiante y móvil. Vale la idea germinal, concreta, dialéctica, operante, rica en potencia y capaz de movimiento.
Cuando asome ese día, los bahienses, que también son argentinos, podrán descubrir la vida real y decidir su propio destino. Mientras tanto, algunos pocos con la mente todavía sana seguiremos obrando para mantener encendido el fuego.
Por eso decimos en este día, como en cada uno de nuestros casi 20 años de existencia en esta ciudad, nuestros deseos: justicia para los 30.000 compañeros, justicia para el pueblo, plena e irrestricta vigencia de todos los derechos humanos para todos, y con nuestros sueños intactos y la vida por delante para hacerlos realidad, seguimos recordando que el sur también resiste.
lunes, 13 de marzo de 2006
"Luchar por la dignidad humana es luchar por la propia dignidad"
Ecodías
Mirta Mántaras en Bahía Blanca
Por Natalia Carabajal Figueroa
Acerca una silla y nos ubica en la mesa redonda. Ceba un mate, para que nos recuperemos de la escalera. Está atenta, sonriente. Es una mujer dinámica. Su cuerpo se mueve y acompaña cada palabra. Y sus palabras son sostenidas por sus acciones a lo largo de décadas.
Mirta Mántaras es abogada, escritora, periodista.
Más allá de sus palabras Mirta Mántaras nos habla de la fuerza del trabajo y del movimiento constante, incansable, para que se logre justicia.
- ¿Por qué juicio y castigo y no venganza?
- Cuando los familiares, los sobrevivientes estaban en esa lucha, lo que naturalmente sale del alma es poder vengarse o algo relacionado con la persona que le ha quitado a su hijo, su nieto, que le ha destrozado su familia. La no venganza fue una consigna expresa que se estableció, se comentó y se difundió porque lo que proponían era que fuera posible obtener un juicio, porque el juicio era algo que servía a la comunidad, que servía para que nosotros fuéramos forjando esta salida de la dictadura para convivir en un sistema civilizado
Esa consigna fue muy buena, porque permitió ir avanzando con un horizonte muy concreto y por otro lado ha sido muy importante para la adhesión de todas aquellas personas que inclusive en 1983 ignoraban lo que acá había pasado.
En un trayecto de la charla Mirta se detiene en la importancia que adquiere la creatividad en la búsqueda de justicia en el caso de los desaparecidos y los crímenes cometidos. Menciona a la calle, a los espacios públicos como lugar de florecimiento. Esta creatividad es parte del quehacer colectivo, creatividad que llevó, por ejemplo, a que surjan las reconocidas siluetas de los desaparecidos como representación y que se diseminen por el todo país.
“Cuando surgen las siluetas de los desaparecidos es para darles carnadura, para que permitan contar su historia. Se hace en muchas comisiones de la memoria, donde abren una carpeta con fotos, recuerdos que las mamás generalmente guardamos. Y se han hecho carpetas que al mirarlas parece que uno está frente a una persona, que la tiene delante con su espíritu, con sus amores, con lo que escribió algún día en su cuaderno… O sea, tiene carnadura”.
- “No están, no son” dijo Videla al referirse a los desaparecidos…
- “No están” significaba que no están porque ellos los habían asesinado, pero además “no son” significaba no tienen importancia ya sus luchas, sus objetivos, sus pasiones, su amor a una patria grande liberada. Querían borrar no sólo la persona física sino todo lo que la persona sentía, todo lo que la persona proyectaba, sus ideas políticas… Entonces cuando Videla dice “No están, no son”, nosotros le contestamos: “¡Presentes!” y son este, este, este… y han hecho esto, esto, esto, tienen estos rostros y estas han sido sus propuestas, estos han sido sus ideales: que todos tengamos igualdad de oportunidades.
- ¿Qué sentido le dieron los militares a la desaparición, a la no entrega de las personas?
- En realidad, la desaparición es el apropiarse del cuerpo, de un cuerpo yerto, de un cuerpo asesinado. Para los familiares es muy importante el cuerpo por el duelo. Pero ellos han hecho desaparecer a las personas no tanto para que no tengan identidad sino más bien para eludir la responsabilidad criminal por sus terribles delitos atroces y para no ser responsables de estos delitos. Ha sido una forma de eludir la responsabilidad por crímenes aberrantes y atroces que ofenden a la familia humana porque son delitos de lesa humanidad.
Mirta Mántaras menciona que la Cámara Federal de Bahía Blanca fue la única en el país que declaró la inconstitucionalidad de las leyes de impunidad y reconoce como un mérito de los bahienses que su Cámara Federal fue la única que mantuvo e insistió en la inconstitucionalidad de las leyes de obediencia debida.
Sobre el tema de la lucha, de la continuidad de las luchas y la dignidad nos dijo: “Cualquier lucha por la dignidad humana es una lucha de solidaridad, pero es una lucha por uno mismo, por la dignidad propia. La lucha es una lucha por la dignidad y esto está adentro del ser humano. La dignidad es el reconocimiento de cada quien como es, con su pensamiento y su identidad, con su individualidad y con su pertenencia a una sociedad, a un colectivo social. La dignidad es ser tenido por lo que uno es; por eso abarca a la familia humana el principio de la dignidad, por eso está exaltada en todas las convenciones internacionales como la base: la dignidad de la persona humana. Y cuando se habla de delitos de lesa humanidad, se habla de delitos que ofenden a la familia humana. La lucha por la libertad: es algo que surge del ser humano”.
“La lucha no se termina nunca, la sociedad es un sujeto colectivo social, tiene una vida que continúa, donde por supuesto van cambiando las personas: unos mueren, los otros nacen, pero la sociedad como sujeto colectivo social está en constante movimiento. Es eso de pasar la antorcha… Se pasa la antorcha a las generaciones nuevas y uno la recibió de los que ya se fueron. Porque el sujeto colectivo social es un sujeto histórico, es un sujeto que tiene un pasado, un presente y un futuro, entonces siempre va a haber una lucha de aquellos que están oprimidos, silenciados, maltratados, discriminados y de todos aquellos que consideran que esta vida es para todos concebida en forma igualitaria”.
Mirta Mántaras presentó su libro
A los hijos de todos
“Genocidio en la Argentina” es el nuevo libro de la doctora Mirta Mántaras, quien estuvo en la ciudad y presentó la publicación que ya fue declarada de interés provincial en Río Negro.
Mántaras, abogada patrocinante de la APDH y de las víctimas y familiares de desaparecidos, refirió que en Bahía Blanca se declaró la nulidad de las causas por inconstitucionalidad de la ley de Obediencia Debida y Punto Final. Además, explicó que se han presentado muchos hijos que cuando se comenzaron con las causas eran pequeños y ahora se presentan para reclamar justicia.
Abordaje histórico
A modo de reseña Mántaras dijo que “el abordaje del libro es histórico pero que tiene que ver con una enseñanza que nosotros tuvimos durante todos estos años de lucha por el juicio y castigo a los culpables: las organizaciones de derechos humanos, aun las más pequeñas, las que están en los pueblos chiquitos, las que no conocemos, han hecho una lucha muy original, que es constituir organizaciones intermedias de control del poder, del control del gobierno, de control de los actos públicos. Las organizaciones de derechos humanos han demostrado creativamente que han mutado las formas de lucha, porque cuando vivieron en la impunidad se buscó el castigo social con fotos de los represores, con las siluetas de los desaparecidos, para darles carnadura, para darles una existencia y rehusar aquello que había dicho Videla -“No están, no son”-: Sí están, sí son, acá les damos carnadura”.
Por otra parte, mencionó que dentro del material publicado se incluyeron los juicios de Madrid: “Con los juicios de Madrid se ha avanzado enormemente, siempre el mismo grupo acompañado por el pueblo, de estas organizaciones intermedias. Ha habido un debate internacional con relación a la figura de los delitos de lesa humanidad y se ha logrado que después de tantos años se reabran los juicios, se anulen las leyes de impunidad y sea posible lograr ese objetivo propuesto allá en los años 76 cuando se crearon los primeros organismos de derechos humanos”.
A los jóvenes
Respecto a los destinatarios de la publicación y a la finalidad de la misma Mirta destacó que “el libro está dedicado a los hijos de todos, a los jóvenes, ellos son los más interesados en este libro, porque no han vivido lo que hemos vivido nosotros que lo conocimos en carne propia o desde la prensa. El libro persigue la finalidad de que conozcan esta historia, es como una narración histórica que no tiene apéndice documental porque las partes importantes están transcriptas, los fundamentos -como los juicios a las Juntas- están transcritas, partes de las leyes de impunidad, los reglamentos castrenses que tienen importancia para demostrar que el genocidio fue planificado”.
El libro también incluye el análisis de la resistencia obrera así como también de la deuda externa. “Es lo que yo llamaría un libro sencillo de leer que le sirve a cualquier ciudadano que se interese en el tema y en recordar… Como me dicen los periodistas: es un fantástico recordatorio”, agregó Mántaras.
Finalmente, adelantó que pronto escribirá otro libro como continuación de este, relacionado a los juicios que se desarrollan en el país y con la situación histórica de la Argentina.
Búsqueda de la verdad
Por Denise Navarrete
Antes de la conferencia de prensa brindada el 8 de marzo en la sede del Banco Credicoop de calle Donado, la doctora Mirta Mántaras fue entrevistada por la periodista Denise Navarrete.
- ¿En qué punto se cruzan el Genocidio en la Argentina y este Día de la Mujer?
- Yo creo que tiene que ver con que nosotras las mujeres hacemos aportes intelectuales, aportes en la lucha cotidiana, en los juicios, en todo lo que estamos activando para la defensa tanto en nuestros derechos de género como de los derechos humanos. Entonces creo que unir las dos cosas ha sido muy interesante, y nosotros hemos tenido también víctimas que han sido mujeres, víctimas muy humilladas por su condición de mujer y también la apropiación de sus hijos que es el peor delito. Entonces la idea era justamente unir estas dos cosas.
- A 30 años del golpe, ¿se puede pensar en otra Argentina?
- Yo creo que sí. Fijate que hay una gran actividad de los derechos humanos que mostró cómo es posible que una organización intermedia tenga control del poder, control de los gobiernos. Se ha podido lograr el objetivo que era el juicio y castigo de los culpables del genocidio. O sea, es una empresa que después de 30 años logró un primer juzgamiento, y si bien hubo un impasse por las leyes de impunidad se siguió, y al seguir se ha logrado que se prosiga con los juzgamientos, lo cual es un ejemplo a seguir.
“La otra cosa que nosotros tenemos como cuestión diferente pero que tiene que ver con nuestro pasado reciente, es que la comunidad ha empezado a actuar en forma directa, saliendo a la calle, mostrando la necesidad de superar la democracia representativa para ir a la democracia participativa y esto lo vemos nosotros en todas las actividades que se hacen.”
- Hay muchas expectativas en Bahía Blanca porque aunque para mucha gente no pasó nada, pasaron muchas cosas aquí en Bahía Blanca. ¿Cómo está la causa con respecto a los juzgamientos?
- Respecto a la causa estuvimos demorados por un problema de competencias, pero en este momento ya el juez que tiene la causa declaró la inconstitucionalidad de las leyes de impunidad, entonces nosotros tenemos como tema pendiente que declare la nulidad de los indultos y también pedimos que se retrotraiga la situación al momento en que nosotros la dejamos, que fue cuando estábamos en plena indagatoria. Tengo entendido que ahora el fiscal Castaño va a pedir las citaciones a declaración indagatoria.
Mirta Mántaras en Bahía Blanca
Por Natalia Carabajal Figueroa
Acerca una silla y nos ubica en la mesa redonda. Ceba un mate, para que nos recuperemos de la escalera. Está atenta, sonriente. Es una mujer dinámica. Su cuerpo se mueve y acompaña cada palabra. Y sus palabras son sostenidas por sus acciones a lo largo de décadas.
Mirta Mántaras es abogada, escritora, periodista.
Más allá de sus palabras Mirta Mántaras nos habla de la fuerza del trabajo y del movimiento constante, incansable, para que se logre justicia.
- ¿Por qué juicio y castigo y no venganza?
- Cuando los familiares, los sobrevivientes estaban en esa lucha, lo que naturalmente sale del alma es poder vengarse o algo relacionado con la persona que le ha quitado a su hijo, su nieto, que le ha destrozado su familia. La no venganza fue una consigna expresa que se estableció, se comentó y se difundió porque lo que proponían era que fuera posible obtener un juicio, porque el juicio era algo que servía a la comunidad, que servía para que nosotros fuéramos forjando esta salida de la dictadura para convivir en un sistema civilizado
Esa consigna fue muy buena, porque permitió ir avanzando con un horizonte muy concreto y por otro lado ha sido muy importante para la adhesión de todas aquellas personas que inclusive en 1983 ignoraban lo que acá había pasado.
En un trayecto de la charla Mirta se detiene en la importancia que adquiere la creatividad en la búsqueda de justicia en el caso de los desaparecidos y los crímenes cometidos. Menciona a la calle, a los espacios públicos como lugar de florecimiento. Esta creatividad es parte del quehacer colectivo, creatividad que llevó, por ejemplo, a que surjan las reconocidas siluetas de los desaparecidos como representación y que se diseminen por el todo país.
“Cuando surgen las siluetas de los desaparecidos es para darles carnadura, para que permitan contar su historia. Se hace en muchas comisiones de la memoria, donde abren una carpeta con fotos, recuerdos que las mamás generalmente guardamos. Y se han hecho carpetas que al mirarlas parece que uno está frente a una persona, que la tiene delante con su espíritu, con sus amores, con lo que escribió algún día en su cuaderno… O sea, tiene carnadura”.
- “No están, no son” dijo Videla al referirse a los desaparecidos…
- “No están” significaba que no están porque ellos los habían asesinado, pero además “no son” significaba no tienen importancia ya sus luchas, sus objetivos, sus pasiones, su amor a una patria grande liberada. Querían borrar no sólo la persona física sino todo lo que la persona sentía, todo lo que la persona proyectaba, sus ideas políticas… Entonces cuando Videla dice “No están, no son”, nosotros le contestamos: “¡Presentes!” y son este, este, este… y han hecho esto, esto, esto, tienen estos rostros y estas han sido sus propuestas, estos han sido sus ideales: que todos tengamos igualdad de oportunidades.
- ¿Qué sentido le dieron los militares a la desaparición, a la no entrega de las personas?
- En realidad, la desaparición es el apropiarse del cuerpo, de un cuerpo yerto, de un cuerpo asesinado. Para los familiares es muy importante el cuerpo por el duelo. Pero ellos han hecho desaparecer a las personas no tanto para que no tengan identidad sino más bien para eludir la responsabilidad criminal por sus terribles delitos atroces y para no ser responsables de estos delitos. Ha sido una forma de eludir la responsabilidad por crímenes aberrantes y atroces que ofenden a la familia humana porque son delitos de lesa humanidad.
Mirta Mántaras menciona que la Cámara Federal de Bahía Blanca fue la única en el país que declaró la inconstitucionalidad de las leyes de impunidad y reconoce como un mérito de los bahienses que su Cámara Federal fue la única que mantuvo e insistió en la inconstitucionalidad de las leyes de obediencia debida.
Sobre el tema de la lucha, de la continuidad de las luchas y la dignidad nos dijo: “Cualquier lucha por la dignidad humana es una lucha de solidaridad, pero es una lucha por uno mismo, por la dignidad propia. La lucha es una lucha por la dignidad y esto está adentro del ser humano. La dignidad es el reconocimiento de cada quien como es, con su pensamiento y su identidad, con su individualidad y con su pertenencia a una sociedad, a un colectivo social. La dignidad es ser tenido por lo que uno es; por eso abarca a la familia humana el principio de la dignidad, por eso está exaltada en todas las convenciones internacionales como la base: la dignidad de la persona humana. Y cuando se habla de delitos de lesa humanidad, se habla de delitos que ofenden a la familia humana. La lucha por la libertad: es algo que surge del ser humano”.
“La lucha no se termina nunca, la sociedad es un sujeto colectivo social, tiene una vida que continúa, donde por supuesto van cambiando las personas: unos mueren, los otros nacen, pero la sociedad como sujeto colectivo social está en constante movimiento. Es eso de pasar la antorcha… Se pasa la antorcha a las generaciones nuevas y uno la recibió de los que ya se fueron. Porque el sujeto colectivo social es un sujeto histórico, es un sujeto que tiene un pasado, un presente y un futuro, entonces siempre va a haber una lucha de aquellos que están oprimidos, silenciados, maltratados, discriminados y de todos aquellos que consideran que esta vida es para todos concebida en forma igualitaria”.
Mirta Mántaras presentó su libro
A los hijos de todos
“Genocidio en la Argentina” es el nuevo libro de la doctora Mirta Mántaras, quien estuvo en la ciudad y presentó la publicación que ya fue declarada de interés provincial en Río Negro.
Mántaras, abogada patrocinante de la APDH y de las víctimas y familiares de desaparecidos, refirió que en Bahía Blanca se declaró la nulidad de las causas por inconstitucionalidad de la ley de Obediencia Debida y Punto Final. Además, explicó que se han presentado muchos hijos que cuando se comenzaron con las causas eran pequeños y ahora se presentan para reclamar justicia.
Abordaje histórico
A modo de reseña Mántaras dijo que “el abordaje del libro es histórico pero que tiene que ver con una enseñanza que nosotros tuvimos durante todos estos años de lucha por el juicio y castigo a los culpables: las organizaciones de derechos humanos, aun las más pequeñas, las que están en los pueblos chiquitos, las que no conocemos, han hecho una lucha muy original, que es constituir organizaciones intermedias de control del poder, del control del gobierno, de control de los actos públicos. Las organizaciones de derechos humanos han demostrado creativamente que han mutado las formas de lucha, porque cuando vivieron en la impunidad se buscó el castigo social con fotos de los represores, con las siluetas de los desaparecidos, para darles carnadura, para darles una existencia y rehusar aquello que había dicho Videla -“No están, no son”-: Sí están, sí son, acá les damos carnadura”.
Por otra parte, mencionó que dentro del material publicado se incluyeron los juicios de Madrid: “Con los juicios de Madrid se ha avanzado enormemente, siempre el mismo grupo acompañado por el pueblo, de estas organizaciones intermedias. Ha habido un debate internacional con relación a la figura de los delitos de lesa humanidad y se ha logrado que después de tantos años se reabran los juicios, se anulen las leyes de impunidad y sea posible lograr ese objetivo propuesto allá en los años 76 cuando se crearon los primeros organismos de derechos humanos”.
A los jóvenes
Respecto a los destinatarios de la publicación y a la finalidad de la misma Mirta destacó que “el libro está dedicado a los hijos de todos, a los jóvenes, ellos son los más interesados en este libro, porque no han vivido lo que hemos vivido nosotros que lo conocimos en carne propia o desde la prensa. El libro persigue la finalidad de que conozcan esta historia, es como una narración histórica que no tiene apéndice documental porque las partes importantes están transcriptas, los fundamentos -como los juicios a las Juntas- están transcritas, partes de las leyes de impunidad, los reglamentos castrenses que tienen importancia para demostrar que el genocidio fue planificado”.
El libro también incluye el análisis de la resistencia obrera así como también de la deuda externa. “Es lo que yo llamaría un libro sencillo de leer que le sirve a cualquier ciudadano que se interese en el tema y en recordar… Como me dicen los periodistas: es un fantástico recordatorio”, agregó Mántaras.
Finalmente, adelantó que pronto escribirá otro libro como continuación de este, relacionado a los juicios que se desarrollan en el país y con la situación histórica de la Argentina.
Búsqueda de la verdad
Por Denise Navarrete
Antes de la conferencia de prensa brindada el 8 de marzo en la sede del Banco Credicoop de calle Donado, la doctora Mirta Mántaras fue entrevistada por la periodista Denise Navarrete.
- ¿En qué punto se cruzan el Genocidio en la Argentina y este Día de la Mujer?
- Yo creo que tiene que ver con que nosotras las mujeres hacemos aportes intelectuales, aportes en la lucha cotidiana, en los juicios, en todo lo que estamos activando para la defensa tanto en nuestros derechos de género como de los derechos humanos. Entonces creo que unir las dos cosas ha sido muy interesante, y nosotros hemos tenido también víctimas que han sido mujeres, víctimas muy humilladas por su condición de mujer y también la apropiación de sus hijos que es el peor delito. Entonces la idea era justamente unir estas dos cosas.
- A 30 años del golpe, ¿se puede pensar en otra Argentina?
- Yo creo que sí. Fijate que hay una gran actividad de los derechos humanos que mostró cómo es posible que una organización intermedia tenga control del poder, control de los gobiernos. Se ha podido lograr el objetivo que era el juicio y castigo de los culpables del genocidio. O sea, es una empresa que después de 30 años logró un primer juzgamiento, y si bien hubo un impasse por las leyes de impunidad se siguió, y al seguir se ha logrado que se prosiga con los juzgamientos, lo cual es un ejemplo a seguir.
“La otra cosa que nosotros tenemos como cuestión diferente pero que tiene que ver con nuestro pasado reciente, es que la comunidad ha empezado a actuar en forma directa, saliendo a la calle, mostrando la necesidad de superar la democracia representativa para ir a la democracia participativa y esto lo vemos nosotros en todas las actividades que se hacen.”
- Hay muchas expectativas en Bahía Blanca porque aunque para mucha gente no pasó nada, pasaron muchas cosas aquí en Bahía Blanca. ¿Cómo está la causa con respecto a los juzgamientos?
- Respecto a la causa estuvimos demorados por un problema de competencias, pero en este momento ya el juez que tiene la causa declaró la inconstitucionalidad de las leyes de impunidad, entonces nosotros tenemos como tema pendiente que declare la nulidad de los indultos y también pedimos que se retrotraiga la situación al momento en que nosotros la dejamos, que fue cuando estábamos en plena indagatoria. Tengo entendido que ahora el fiscal Castaño va a pedir las citaciones a declaración indagatoria.